No nos dejes
caer en la tentación
En el año litúrgico C, el primer domingo de Cuaresma se presenta el relato de las tentaciones en la versión lucana (Lc 4,1-13).
La disposición lucana de las tres tentaciones, diversa de la de Mateo (4,1-11), ve la sucesión desierto - subida a lo alto - Jerusalén, y este es exactamente el camino recorrido por Jesús en el tercer evangelio.
Es decir, Lucas quiere decir que la realidad de la tentación acompañó a Jesús durante toda su vida, durante todo su ministerio que comenzó en el desierto y continuó hasta Jerusalén, donde se cumplió.
Esta historia muestra la fe de Jesús en acción y la fe aparece como lucha y elección, combate y decisión, un lugar de libertad y obediencia al mismo tiempo. Jesús, en esta página, puede aparecer verdaderamente como el prototipo del creyente que posee «la libertad de los hijos de Dios».
Contempla la Palabra, en primer lugar, a la que Jesús obedece, escucha y lee hasta que se convierte en su palabra, su elocuencia, su palabra viva, oral, en diálogo con el tentador.
Por tanto, la libertad, que aparece en esta página como capacidad de decir no, de resistir, de permanecer anclado en un sí y de negar y, obviamente también, de negarse a sí mismo, otras posibilidades.
La tentación es una posibilidad posible que aparece en nuestro corazón. La fe de Jesús está toda en el sí pronunciado hacia Dios Padre y en el no opuesto al tentador.
En Lucas 10,21, la profesión de fe de Jesús no es otra cosa que un acto de amor que sella una vida: «Sí, Padre». Amar es decir sí incondicionalmente a una persona.
De aquel sí de Jesús descienden también los no.
La vida de fe de Jesús es, de hecho, también y simultáneamente, lo opuesto al tentador, al “diabolos”, como lo llama Lucas, el "divisor". Pero lo que llama la atención es que el no que dice Jesús es siempre un sí a Dios, es decir, es interno al sí que motiva y funda su vida: en el texto evangélico de hoy Jesús cita tres veces la Escritura, repitiendo su sí a Dios, y éste se convierte en el no al diablo.
La reacción de Jesús ejemplifica y pone en práctica lo que el mismo Jesús expresa a los destinatarios del Sermón de la Montaña: «Que vuestro «sí, sí» o «no, no» sea vuestra fórmula; todo lo demás viene del Maligno» (Mt 5,37). Jesús denuncia una superfluidad diabólica. La tentación es ese “algo más” que el diablo le propone. El discurso de Jesús es un claro “no” a Satanás y un “sí” aún más radical a Dios.
Así es como la fe se hace palabra y elección, se convierte en capacidad de decir sí y no y, por tanto, de discernir, de elegir, de tomar decisiones.
De hecho, en el corazón de las tentaciones, como bien comprendió Dostoievski en “La leyenda del gran inquisidor”, está el problema de la libertad. Está el rechazo por parte de Jesús de las tres tentaciones del milagro, de la autoridad y del misterio, tres tentaciones o quizás los tres elementos constitutivos de toda tentación.
Estos tres elementos -el milagro, la autoridad y el misterio- pueden ser fácilmente utilizados para manipular el consentimiento de una persona, para erigirse en dueños de su conciencia, convirtiéndose así, según las cínicas consideraciones del Gran Inquisidor, en los verdaderos bienhechores de esa humanidad que "no busca a Dios, sino los milagros" y que así se vería liberada "del grave fastidio y del terrible tormento de tener que decidir personal y libremente".
El Gran Inquisidor dice: “No quisisteis privar al hombre de su libertad y rechazasteis la invitación a convertir las piedras en pan, porque, razonasteis, ¿qué libertad puede haber si la obediencia se compra con pan?”. Y uniendo las tentaciones del desierto a las tentaciones de la cruz, cuando a Jesús le dijeron: baja de la cruz y creeremos, el Inquisidor vuelve a decir: «No quisisteis esclavizar al hombre con un milagro y teníais sed de una fe libre, no fundada en prodigios».
Sí, la tentación es el camino hacia la libertad.
Lucas observa que Jesús, después de un largo ayuno de cuarenta días, tiene hambre (Lc 4,1-2). Ante la necesidad, el pan es necesario, si lo necesario es lo que permite al hombre vivir. Y la Escritura es tan consciente de esto que incluso comprende y justifica el robo por hambre: «No se reprocha al ladrón que roba para saciar su hambre» (Pr 6,30).
Aquí el diablo no le propone a Jesús un robo, sino algo más sutil: usar su poder para satisfacer su propia necesidad convirtiendo las piedras en pan (Lc 4,3). De hecho, Lucas habla de “piedra” (y también de “pan”) en singular, a diferencia de Mateo, y esto quizás para subrayar la necesidad de que sólo Jesús estuviera presente y que el gesto prodigioso habría estado dirigido a él y a nadie más.
Los “milagros” de Jesús, o más bien, sus “gestos de poder”, los “signos” que realiza, tienen siempre una estructura dialógica y nunca están al servicio de quien los realiza, sino que están siempre concebidos en un contexto relacional. Un acto de poder dirigido a la propia supervivencia sería blasfemo.
Y de hecho, incluso en presencia del hambre, Jesús no subvierte la creación para satisfacer su propia necesidad: no absolutiza su propia necesidad, no busca la satisfacción inmediata y no cede a la tentación del milagro.
El milagro, aquí, es algo que viene del Maligno y a lo que Jesús se opone. Demuestra así que lo necesario es lo que permite al hombre vivir humanamente ante Dios, es decir, sin traicionar la propia humanidad y el rostro de ello, a evitarlo, a considerarlo obsoleto e irrelevante. Y hacer a Dios inútil elevando la propia necesidad a Dios.
Ante el vértigo de la altura a la que le conduce el diablo (Lucas no habla de un monte, como en Mateo, sino sólo de la acción con la que el diablo «le conduce a lo alto»), la visión de «todos los reinos de la tierra habitada en un instante» (Lc 4,5) y la promesa de darle «todo este poder y su gloria» (Lc 4,6), Jesús no escapa a los límites del espacio y del tiempo que constituyen la humanidad.
Esta imagen de la tentación es como un espejismo, como un engaño, como una alucinación. El diablo le muestra a Jesús el mundo entero y su gloria no como una experiencia espiritual muy particular, ni como un don de Dios, ni como una acción de gracia, sino, más bien, como una visión distorsionada, como una visión irreal de la realidad, como una alucinación.
Pero Jesús no se deja fascinar por la perspectiva del éxito personal en el camino hacia la gloria y el poder. Jesús no cede a la tentación del poder, no se deja llevar por el delirio de la omnipotencia, por la fascinación perversa del “todo”. Jesús no se hace dios, no aspira a todo, sino que conserva el sentido de los límites, de la unicidad de Dios y de la distancia respecto a Él: «Al Señor tu Dios adorarás y sólo a él servirás».
El deslumbramiento del poder y el prestigio nos lleva a los humanos a “olvidar nuestra fragilidad esencial”. Jesús no olvida su propia fragilidad. Pero lo que me parece aún más “diabólico” en esta tentación es que tiende a hacer que Dios sea comercializable.
El diablo dice que hasta Dios se puede comprar: hasta Dios tiene un precio. El diablo propone un do ut des muy ventajoso para Jesús: ¿qué será un gesto de adoración que pronto podrá olvidarse a cambio del poder y de la riqueza, de la fuerza y de la gloria que permanecerán y que alejarán la muerte? En realidad estamos ante el ataque más radical a la imagen de Dios, a la fe y a la vida espiritual: la introducción en el mercado. Jesús rechaza la corrupción que consiste en poner precio a la fe, en convertirla en una mercancía intercambiable.
Finalmente, en Jerusalén (Lc 4,9-12) Jesús rechaza hacer del Templo el estrado de su afirmación personal, rechaza la tentación de lo prodigioso, de lo espectacular, de lo extraordinario y no rehúye los límites de su propio cuerpo, no impone su mesianismo al pueblo con la evidencia de un despliegue excepcional de fuerza prodigiosa: arrojándose del Templo y siendo salvado por los ángeles.
Jesús no abusa, no viola las conciencias, sino que las entrega a su libertad. También en este caso la propuesta del diablo tendía a degradar al hombre, a engañarlo, a ilusionarlo con el espejismo de la inmortalidad, de la inquebrantable. Y desbancar a Dios de su lugar de Señor para hacerlo siervo del ego de la persona humana. Incluso lo extraordinario es rechazado por Jesús como superfluo, es decir, diabólico, capaz de distorsionar el rostro del hombre y el rostro de Dios.
La tentación es, pues, un exorcismo de la fragilidad, de la debilidad y de la mortalidad de la condición humana.
Poseer bienes y gloria, controlar las conciencias y señorear sobre ellas, tener una relación de dominio y control sobre las cosas y la realidad: todo esto es presentado por Jesús como una ilusión.
La tentación es un engaño cegador.
Se podría decir que la humildad, en el sentido etimológico de adhesión al “humus”, a la terrenalidad de la condición humana, es la primera forma de salvaguardar la verdad de lo humano y de escapar de la falsa promesa de vida inherente al poder, ya sea mundano o religioso.
P.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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