Pascua: la fragancia de la Vida
La Pascua es el tema más difícil y hermoso de toda la Biblia. Difícil porque va contra toda evidencia, hermoso porque hace rodar las rocas lejos de la entrada del corazón.
La Pascua no trae sólo la salvación que nos saca de las aguas turbias, sino la redención, que es mucho más: que transforma la debilidad en fuerza, la maldición en bendición, la negación de Pedro en acto de fe, mi defecto en nueva energía, mi huida en carrera intrépida.
María Magdalena sale de su casa envuelta en la oscuridad, del cielo y de su corazón. Ella no tiene nada en sus manos, ni perfumes como las demás mujeres, sólo su amor mezclado con dolor, que se rebela ante la ausencia de Jesús.
Y vio que la piedra había sido quitada del sepulcro.
En el frescor del amanecer, la tumba se encuentra abierta de par en par, vacía y brillante, mirando hacia la primavera. Una tumba abierta como la cáscara de una semilla, que aprendió a volar antes de aterrizar.
María corrió hacia Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba... Pedro y Juan corrían juntos.
¿Por qué todo el mundo corre en esa mañana de Pascua?
Porque todo lo que concierne a Jesús no admite medias tintas, y merece toda la prisa del amor, que siempre llega tarde al hambre de abrazos. Corren porque están ansiosos por la luz que es la vida.
El otro discípulo, aquel a quien Jesús amaba, corrió más rápido. Juan llega antes que Pedro en la comprensión del significado de la resurrección y en la creencia en ella.
El discípulo amado tiene “intelecto de amor”, la inteligencia del corazón. El que ama entiende más, entiende más pronto, entiende más profundamente. Ciertamente los sabios caminan, los justos corren, pero los amantes vuelan.
Vio las telas puestas allí.
Juan entró, vio y creyó. También se dice de Pedro que vio, pero no que creyó. Juan cree porque los signos son elocuentes sólo para el corazón que sabe leerlos, y su corazón arde en la distancia entre Jerusalén y el jardín, entre los signos y su significado, entre los lienzos colocados allí y el cuerpo ausente.
Está dispuesto a creer porque se sabe amado. Te veremos, Señor, en el amor que te hemos tenido y que te hemos dado. Porque sin amor no te veremos, Señor.
El primer signo de la Pascua es el cuerpo ausente. En la historia de la humanidad no ha quedado un solo cadáver que iguale el número de los que fueron asesinados.
Pero Jesús no es simplemente el Resucitado, no es el actor de un acontecimiento sucedido una vez para siempre en el jardín delante de Jerusalén.
La Pascua no ha terminado. Si todos formamos el Cuerpo de Cristo, entonces, así como la cruz es contemporánea a mí, también lo es la Resurrección.
Quien vive en Él, es com-prendido, es decir, asumido en su resurrección.
La Pascua eleva entonces este planeta de tumbas hacia un mundo donde el mal no triunfa, donde el verdugo no tiene para siempre la ventaja sobre su víctima, donde las heridas de la vida pueden destilar luz.
Ésta es la Pascua de la Resurrección: «El buen olor de Cristo es olor de vida para vida» (2 Co 2,16).
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