lunes, 17 de marzo de 2025

Pascua: Los ojos de la fe.

Pascua: Los ojos de la fe 

Cada uno de nosotros lleva en el corazón la creencia secreta de que algunas situaciones deben necesariamente tomar una determinada dirección. Casi parece que no se puede hacer nada ante la inevitabilidad de ciertos acontecimientos. ¿Acaso podríamos evitar que la muerte nos pase factura incluso si así lo deseamos? 

Sin embargo, en la mañana de Pascua, algo interrumpió este mecanismo según el cual no se podía hacer nada más que embalsamar a un muerto. 

Las mujeres, aunque se apresuraron para terminar lo que no habían podido terminar el día anterior, “no encontraron el cuerpo de Jesús”. 

Lo mismo le sucede a María Magdalena: va a buscar el cuerpo de Aquel que le había devuelto la dignidad para volver a vivir, pero en vano, el sepulcro está vacío. Así Pedro, así Juan. Se trata de un asunto que ha tomado un rumbo completamente distinto al que debería haber tomado. 

¿Quién se llevó el cuerpo del crucificado? ¿Cómo podría quitar una roca tan pesada que las mujeres tenían dificultades para moverla? ¿Y esas vendas? ¿Y el sudario? 

Si leemos las cosas sólo con los ojos de nuestro cuerpo, no podremos explicarlas. Más bien, necesitamos mirarlos con la ayuda de la luz de lo que Jesús había prometido: «El Hijo del Hombre será entregado en manos de los hombres, y lo matarán, y al tercer día resucitará» (Mt 17,2). Como diciendo: es cierto, las cosas sucedieron de cierta manera pero el poder del Señor hizo que conocieran otro resultado que va más allá de lo que vosotros sois capaces de registrar. 

A los discípulos les costó, tal como nos sucede a nosotros cuando un acontecimiento doloroso termina embotando la mente y congelando el corazón. Si hubiera sido por ellos, si hubiera sido por nosotros, las cosas habrían tenido que tomar un rumbo completamente diferente para que ese Jesús todavía fuera creíble. Para ellos, como para nosotros, un final así es incomprensible. 

Su misma ceguera y tristeza están ahí para recordarnos que la vida no puede leerse únicamente como una crónica de acontecimientos contradictorios y descoordinados. 

Los ojos de la fe son los únicos capaces de reconocer que ciertas rocas pueden ser removidas. 

Los ojos de la fe son aquellos capaces de vislumbrar a Dios mismo actuando en la vida de muchas personas. 

Sin estos ojos, seguimos utilizando sólo lápidas tras las cuales enterrar a las personas, las esperanzas, el futuro y quizás incluso a nosotros mismos. 

Sin los ojos de la fe, las relaciones se nutren de discordia, egoísmo, falta de comunicación, barreras y divisiones de todo tipo. 

Sin los ojos de la fe, la vida es un endurecimiento lento y progresivo hacia todo y contra todos. 

De nosotros depende elegir si queremos seguir viviendo en la tumba y mantener vivo sólo el culto a las cosas que están muertas porque han pasado. 

Para que la Pascua se realice no basta celebrar esta solemne liturgia en una Iglesia mientras nosotros continuamos, por elección propia, colgados en la cruz de nuestra inmovilidad o manteniendo colgados en ella a aquellos de quienes hemos apartado la mirada y el corazón. 

De nosotros depende, habitados por la luz y la fuerza de la Pascua, hacer que los acontecimientos tomen un curso diferente. 

Todos necesitamos reformular nuestras vidas y relaciones a la luz de la Pascua. En el día de la Resurrección de entre los muertos nos uniremos a aquellos que hoy, tal vez, despreciamos o no consideramos. ¿Cómo queremos presentarnos delante del Señor, perpetuando conflictos o tratando de lavar las vestiduras de nuestras discordias en la sangre de aquellos que “han derribado el muro divisorio que había entre nosotros, es decir, la enemistad”? 

Somos hijos de la Pascua si ya ahora, ya aquí, anticipamos algo de lo que viviremos plenamente al final de la historia. 

Si un hombre y una mujer son capaces de caminar en la fidelidad del diálogo y del perdón mutuo, Cristo resucitado está en medio de ellos. 

Si estamos dispuestos a devolver la esperanza a quien la ha perdido, se renueva el milagro de la resurrección y de la piedra quitada del sepulcro. 

Si somos capaces de realizar un servicio generoso y desinteresado por el bien de la familia, de la comunidad civil y eclesial, difundimos la luz y la novedad de una vida nueva, redimida y pacificada: la vida nueva que viene del Evangelio y que testimonia la fuerza de la Resurrección de Cristo. 

El Resucitado está obrando cada vez que uno de nosotros decide alimentar la llama parpadeante de una vida en peligro. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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