Porque nuestro futuro democrático depende de las mujeres
El Ocho de Marzo es la fiesta del todo en uno. El Ocho de Marzo de las mimosas; el Ocho de Marzo de las iniciativas dedicadas, de los museos y cines gratuitos, de la jornada de reflexión, de la atención ad hoc, del haz de luz que ilumina, en fin, no podemos pedir más de este Ocho de Marzo. ¿No?
Alguien, una adolescente, gritó con vehemencia a los presentes, totalmente desprevenidos, «no queremos mimosas». Me sobrecogió el tono, antes de comprender el significado. Sentí el enfado, lo compartí, aunque yo no era chica. Estábamos entonces en el pasado siglo XX… pero las palabras de aquella adolescente no las he olvidado -«¡no más flores!»- porque seguramente decían algo más que no sé si todos entendimos: yo, el asombrado director, los silenciosos profesores, los admirados alumnos.
El mensaje llega muy claro incluso hoy. Las cuentas no cuadran. No cuadran, por ejemplo, en los centros educativos donde gran parte de los que ejercen su magisterio y su licenciatura como educadores son mujeres, pero muy pocas se encuentran en los libros y planes de estudio, casi ni siquiera por accidente.
Las mujeres no suman en el reconocimiento. Los chicos somos buenos, las chicas son diligentes. Si hay un destello para los chicos es el talento Para ellas, las chicas, algunas excentricidades que hay que volver a meter en cintura. Y no se diga en casa, es decir, en las expectativas de las familias, en la transmisión de los roles, en las relaciones donde la libertad sexual recién conquistada se entiende de manera decididamente asimétrica.
No, las cuentas no cuadran, hay que decirlo, no callarlo poniéndole una flor aunque sea mimosa. De nuevo, se trata de una batalla que no es -únicamente- por la igualdad, sino por la libertad. Son dos competiciones o ligas muy distintas: la de la igualdad y la de la libertad.
La cuestión sigue presente y, por eso las cuentas siguen sin cuadrar tampoco ahora. El desafío que la libertad de las mujeres planteó a las democracias, construidas sobre pilares que no la contemplaban, fue difícil desde el principio porque no solamente se exige la inclusión sino también la transformación.
Las mujeres no dicen -sólo-: queremos que nos admitan donde antes no estábamos, queremos que caiga la discriminación. Sino dicen -también-: este espacio público, construido in absentia, debe cambiar ahora que lo habitamos. El tiempo y el espacio, los horarios y las ciudades, los hábitos, los roles deben cambiar.
Todos tenemos que cambiar, también los hombres, porque nada es como antes, como cuando ellas se quedaban en casa cuidando a los niños, atendiendo a los enfermos, a los ancianos, y cerrando los ojos de los muertos. Nada es como cuando las mujeres no eran libres.
No hace falta ser un gran analista para comprender cómo este desafío afecta a la crisis de lo que hoy llamamos Occidente. Cómo la nostalgia del tiempo que no previó su libertad sostiene el galope y el viento de la derecha en todas partes.
Pero para defender las conquistas duramente ganadas y, sobre todo, para crear consenso en torno a estas batallas, necesitamos actualizar el lenguaje y las categorías, o acabamos, como ha sucedido, pensando en las mujeres como parte del paradigma neutro de las minorías oprimidas.
Uno acaba pensando en sí mismo, en una minoría, con importantes consecuencias culturales que le llevan a perder fuerza y sentido de sí mismo y, sobre todo, fuerza. Ni siquiera la gramática de los derechos, la disputa abstracta entre lo civil y lo social, es suficiente.
La lucha contra la violencia machista, la batalla por el pleno empleo de las mujeres, la superación de un bienestar obsoleto,…, no son reivindicaciones de nuevos derechos. Son cuestiones políticas, que exigen un cambio general. La nostalgia, la reacción, la regresión, prevalecen allí donde la política, la otra política, no ha sabido reconocer y acompañar adecuadamente este proceso.
No es cuestión de extremismo o de moderación, sino de reconocimiento: ser capaces de ver a las mujeres, sus necesidades, optando por apoyar el ejercicio de su libertad, sin la cual no hay futuro democrático posible.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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