sábado, 8 de marzo de 2025

Agacharse para levantar.

Agacharse para levantar 

El Evangelio del Domingo contiene un intenso mensaje sobre el tema de la misericordia. El texto de Juan 8,1-11 afirma que la misericordia de Dios se hace práctica en Jesús y se manifiesta en el modo de actuar de Jesús durante el encuentro con la mujer sorprendida en adulterio y con sus acusadores que querían apedrearla. 

El texto se abre con la nota de que Jesús va al Templo y enseña a la gran multitud. De hecho, el texto dice que «todo el pueblo» (Jn 8,2) acudió a él. Se trata de una anotación similar a la de Lucas 21,37-38: “Durante el día Jesús enseñaba en el Templo; por la noche salió y pasó la noche al raso en el monte de los Olivos. Y todo el pueblo acudía a él muy de mañana, al Templo, para oírle”. 

Hay una actividad diaria de Jesús de enseñar en el Templo, pero esta repetitividad es interrumpida por un acontecimiento impredecible. Un acontecimiento que se presenta con rasgos de violencia. La predicación de Jesús es interrumpida por un grupo de escribas y fariseos que arrastran ante Él a una mujer sorprendida en adulterio. 

La violencia ya reside en la falta de respeto hacia el Maestro que enseña y hacia la multitud que le escucha: el violento cree que sus propias acciones son las únicas importantes y por tanto pueden y deben imponerse a las de los demás. Los violentos deben ocupar con fuerza la escena. 

Luego está la violencia física que sufre la mujer que es agarrada y arrastrada, y está la violencia moral y psicológica infligida a la mujer con palabras que la avergüenzan. Es violencia exponer a una mujer al ridículo público y humillarla gritando su pecado a los cuatro vientos: «Esta mujer ha sido sorprendida en adulterio» (Jn 8,4). 

La violencia está en las palabras que se refieren a la Torá de manera parcial y manipuladora. La Torá, en Dt 22,22-24, prescribe que tanto el hombre adúltero como la mujer adúltera sean ajusticiados: “ambos morirán”. 

La violencia reside en la perversión de la Palabra de Dios y en la duplicidad que revela el evangelista cuando escribe que la pregunta dirigida a Jesús era una trampa, una manera de incriminar a Jesús ya sea poniéndolo contra la Torá si hubiera recomendado la misericordia, ya sea obligándolo a negar su predicación de la misericordia si hubiera dicho que la mujer debía ser lapidada (Jn 8,6). La violencia reside en esta intención mentirosa. 

Hay un rasgo unificador que subyace a estas expresiones de violencia: sentirse y comportarse como dueños. 

Sienten que la Torá les pertenece tanto que la usan de manera egoísta. Se comportan como dueños de la mujer que utilizan con el único fin de acusar a Jesús. Se sienten dueños del Templo en el que entran sin importar lo que allí sucede. Se sienten dueños de Jesús hasta el punto de dirigirse maliciosamente a Él como amo, pero en realidad pretenden ponerlo en contradicción consigo mismo o con la Torá. La raíz de la violencia es el sentimiento y la creencia de uno mismo como dueño. Violencia que se manifiesta además en colocar a la mujer “en medio” (Jn 8,3), en posición central, vista por todos, atrapada en un círculo mortal. 

Jesús se niega a responder, les opone el silencio y les obliga a mirar hacia otro lado. Se inclina, sentándose sobre los talones, y escribe con el dedo en el suelo. 

El gesto que realiza Jesús y las palabras que pronuncia brotan de una inteligencia que concilia la voluntad de Dios expresada en las Escrituras y la miseria humana, de un corazón que sabe que Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva. 

A un recurso a las Escrituras que extrapola un detalle, Jesús opone una referencia a la voluntad de Dios que está detrás de toda la Escritura. A la explotación de la mujer, Jesús opone una actitud de profundo respeto hacia la mujer y la devuelve a la vida, a un futuro que ya no tenía. 

En la Torá, Jesús busca la voluntad de Dios y en la persona humana ve la imagen de Dios. 

En las personas que encuentra, Jesús no ve en primer lugar el pecado, sino el sufrimiento, incluso el sufrimiento por los errores cometidos y esto está en la raíz de su misericordia. Por eso sus acciones son de cuidado y proximidad, no de violencia. 

Con su gesto y la postura que asume, Jesús pone en marcha una estrategia de distancia para expresar físicamente su desacuerdo: están de pie, Él los desconcierta inclinándose; ellos hablan, Él los sorprende permaneciendo en silencio; citan la Ley, Él los sorprende escribiendo con el dedo en el suelo. 

Jesús escucha sus palabras, pero también sus gestos: ponen a la mujer en medio, dicen públicamente su pecado, desnudan su alma. La violan con palabras y gestos. Y Jesús se distancia tanto de sus palabras como de sus gestos. Al agacharse, Jesús evita el enfrentamiento cara a cara y les obliga a mirarlo desde arriba. 

Entonces se acerca a la mujer que está en el medio, rodeada, atacada y amenazada por el círculo dispuesto a cerrarse sobre ella. Ella en el medio (dos veces: vv. 3.10), Él se inclinó (dos veces: vv. 6.8). Con este gesto Jesús se pone del lado de los débiles. Inclinándose, Jesús asume la posición de víctima, experimentando en su propio cuerpo algo similar a lo que siente la mujer. Así, la abismal soledad de la mujer es de alguna manera consolada por Jesús. 

El gesto, repetido dos veces, tiene un valor simbólico: Jesús se inclina (v. 6), escribe en el suelo con el dedo (v. 6), los escribas y fariseos insisten en interrogarlo (v. 7), luego se levanta (v. 7) y les habla diciendo: «el que esté libre de pecado sea el primero en arrojar la piedra» (v. 7). Inmediatamente después Jesús se inclina de nuevo (v. 8), escribe en el suelo (v. 8), los escribas y fariseos se van uno a uno, empezando por los mayores y dejando a Jesús solo con la mujer (v. 9), luego Jesús se levanta (v. 10) y dice a la mujer: «vete y no peques más» (v. 11). 

Jesús realiza una mímica profética en la que se refiere a la doble ascensión de Moisés al monte Sinaí para recibir las tablas de la Ley escritas por el dedo de Dios (cf. Ex 32-34; cf. Ex 31,18). 

La primera vez que Moisés descendió del monte, rompió las tablas porque el pueblo ya las estaba transgrediendo con el pecado del becerro de oro (Éxodo 32,19). Entonces Moisés sube de nuevo y recibe las tablas por segunda vez junto con la revelación del nombre del Dios misericordioso y perdonador (Éxodo 34,1-9). 

Jesús alude al acontecimiento del don de la Ley: la Ley no sólo es dada, sino dada una primera y una segunda vez. La Ley ya es misericordia. El pecado no lleva a Dios a anular la alianza, sino a reiterarla, a renovarla. Para Jesús, el significado de repetir su gesto es el perdón. De hecho, en ambos casos Jesús se levanta y pronuncia palabras que tienen que ver con el pecado: el pecado oculto de los escribas y fariseos y el posible pecado futuro de la mujer. 

Jesús no habla del pecado que ella ha cometido, porque éste ya está perdonado. A la mujer le dice: “No peques más”. Éste es el mandato que expresa la confianza de Jesús en la mujer y que le pide que asuma su responsabilidad. 

El hecho de que en este texto la inclinación preceda al levantamiento, a diferencia del relato de Moisés que primero asciende y luego desciende al Sinaí, es una referencia al acontecimiento de Aquel que desciende y luego es elevado: lo que realiza la Escritura y revela definitivamente el rostro de Dios es Cristo muerto y resucitado. 

Jesús dice: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Según las Escrituras, nadie está libre de pecado. Pero Jesús también pide que cada uno salga de la mentalidad de rebaño y vuelva a sí mismo. Jesús les pide un acto de verdad en medio de ese mar de violencia y engaño. Ante un grupo de personas celosas de las cosas de Dios, Jesús se atreve a usar una palabra nueva, una palabra que asume la humanidad de los acusados, pero también de los acusadores. Al pronunciar estas palabras, Jesús corre un riesgo: ¿qué pasaría si alguien arrojara una piedra? 

El gesto de misericordia de Jesús no está exento de riesgos. Jesús también da confianza a los acusadores. La palabra que inventa Jesús tiene en cuenta no sólo a la mujer, sino también a los acusadores, remitiéndolos a su conciencia. Así como se niega a condenar a la mujer, tampoco condena a los acusadores, sino que les llama a volver a su verdad, a ser honestos consigo mismos. 

Luego se inclina de nuevo y vuelve a escribir en el suelo frente a ellos, para completar el gesto que debe ser elocuente para ellos. Y cuando todos se han ido, Jesús se levanta y muestra nuevamente su humanidad. No reivindica el éxito de su empresa, no vincula a la mujer consigo con el más sutil de los chantajes, la gratitud eterna, sino que incluso parece ponerse en línea con lo que los acusadores-pecadores han hecho, o mejor dicho, no han hecho: “¿Nadie te ha condenado? Yo tampoco te condeno”. Yo tampoco, como ellos. Y luego, la palabra que la libera también de él: “Vete”. Reanuda tu camino, retoma tu vida a la cual. Yo te devuelvo dándote permiso de no tener que atarte a Mí, pero recuerda esto: “No peques más”. 

Al decirle que no peque más, le pide a la mujer que se ayude a vivir humanamente, precisamente no pecando “más”, no repitiendo lo que ha cometido y, en cambio, recomenzando su vida (“de ahora en adelante”). La palabra de Jesús crea un futuro, da la posibilidad de comenzar de nuevo después de la caída. Ningún pasado ni ningún pecado es tan abrumador que no te permita levantarte de nuevo, volver a empezar, renovar tu vida. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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