Qué fraternidad
Una fraternidad sin padre no es una fraternidad posible. Es interesante que el escritor George Orwell no hablara del Gran Padre sino del Gran Hermano en su novela ‘1984’: una figura simbólica cuya existencia desconocemos, pero que representa una presencia constante del control totalitario, o como declaró uno de los personajes del relato: “Tiene la función de actuar como catalizador del amor, el miedo y la veneración, todos sentimientos que son más fáciles de sentir por una sola persona que por una organización”. Es el totalitarismo del doble. La ausencia de un tercero.
El riesgo hoy es sustituir la paternidad por la fraternidad. La ausencia del padre, figura de la que estamos llamados a separarnos, no permite a los sujetos identificarse -André Wénin-.
El padre es el tercero… la fraternidad que sólo permanece en el ‘dos’, tantas veces polariza, masifica excluyendo.
Vivir la fraternidad/sororidad como un Gran Hermano o una Gran Hermana genera una pátina ideológica que busca remedios mágicos y no humanizadores.
Pero esto plantea de nuevo la pregunta: si la participación en el amor de Dios es la premisa, entonces se mantiene la primacía de la espiritualidad personal. Pero ¿cómo puedo amar al Padre a quien no puedo ver si no amo a los hermanos que veo, toco y frecuento?
Está claro que estamos en medio de una tensión. De una de esas tensiones generativas, en las que los dos extremos son a la vez válidos y no contradictorios. Se trata de habitar esta tensión sin caer ideológicamente –o mágicamente– en un desequilibrio totalizador en uno de los dos polos.
En la génesis todo comienza con Caín y el fracaso de la fraternidad. La fraternidad se convierte en un proyecto ético, escatológico, y ya no es un simple hecho de la naturaleza. No naces hermano, te haces hermano. Salir de la cáscara de nuestro ego requiere una autoridad, una ley paternal, un corte/circuncisión.
Hermano/hermana no es suficiente. Puede alimentar mis fantasmas, convertirse en una salida proyectiva para mis fragilidades o en un tema del cual protegerme y mantenerme distante. No sentirme hijo, no sentirme amado y amable, proyectará mi rayo interior hacia el otro, haciéndome concentrar mi mirada en su paja.
Sentirme carente, acceder a mi vacío umbilical, puede de hecho convertirse en el origen de una búsqueda madura y realista del otro o en una búsqueda frenética para cubrir ese vacío en detrimento de los demás, aunque esté camuflado por bonitas palabras y buenas intenciones.
Un sujeto utiliza los recursos de que dispone en un momento dado tanto para hacer el bien como para hacer el mal que no querría. Al igual que Caín, utiliza los recursos a su disposición y sigue el único camino que puede ver en ese momento para llenar el vacío que se ha acumulado en sus entrañas.
Mata al otro matándose él mismo. Mata al otro porque no se siente “bien”, no se siente “suficiente”. Él no se siente lo suficientemente digno de ser amado. Aquí es donde estalla la violencia fratricida.
La misericordia no es un sentimiento simple, como nos recuerda Lucas 6,36-38. Surge también de la reflexión, de la razón, de la medición. Reconocer que el otro hace lo que es capaz de hacer dentro de sus límites. Que el otro dispone de los recursos que tiene. No justifico el mal pero sí puedo reconocer la misericordia hacia el prójimo a pesar de todo. La misericordia es una práctica de consciencia. Es una voluntad movida no sólo por un sentimiento sino también por un conocimiento. De una expansión de conciencia.
¿Somos creados para ser hermanos y hermanas? Humanamente hacemos lo que podemos. Luchando con nuestra sombra interior. Y la presencia de hombres y mujeres que hacen una elección de consagración para vivir esta condición de un modo no natural – ¡sino espiritualmente! – muestra un camino escatológico al que el ser está llamado a reconciliarse con el Padre y con los demás. Por eso vale la pena una consagración, para dar testimonio de lo que naturalmente no es fácil vivir. Por eso vale la pena dar la vida en respuesta a ese llamado irracional –pero lógico– del amor.
La Palabra actúa si las condiciones son adecuadas. Como sabemos, la Gracia presupone lo humano y no puede actuar independientemente de ello… porque lo ama. No independientemente de nuestra participación. No nos convierte en objetos sino en sujetos de una relación. Él no nos explota, como tampoco nosotros debemos explotar a los otros.
Proporciona un tercer espacio. Un lugar simbólico donde puedo vivir una competición, donde puedo luchar simbólicamente con el otro, con mi hermano/hermana, para salir de ello con una bendición. Es el lugar donde un yo que es no-yo regresa a un nosotros, cuando el yo ha sido atravesado por un otro y ha sido purificado por el Padre. Una adición. Es el Reino entre nosotros.
La Palabra es ese lugar donde nos afirmamos no para nosotros mismos sino como autoexpresión en Dios, a través de otro que genera. Así también este amor propio, que nos lleva a decirnos a nosotros mismos y que nos bloquea en nosotros mismos, este amor en Dios se expande en otro, exhalado como aliento vivo -Maurice Zundel-.
El amor no es suficiente, necesitamos una ley. Necesitamos un padre. El amor crea, y si es necesario liberar una vida enjaulada, el amor destruye. La ley protege contra la muerte, impide el fratricidio, una orientación desordenada de esos impulsos no purificados. La ley protege y purifica, forma al sujeto para hacerlo responsablemente libre.
La ley sólo puede expresarse, por tanto, en sentido negativo. El amor crea, no la ley. Así que no relacionemos los Diez Mandamientos con el “mandamiento” del amor. Lo segundo no es el cumplimiento del primero en términos positivos. De hecho, como nos recuerda Maurice Bellet, la ley del amor es la peor de todas las leyes. Tratar de traducir una ley en algo positivo. Entenderías que pierde todo su significado… no matar, ¿cómo lo traducirías? ¿Cómo un amor a todos? Mientras que el primero es concreto, el segundo expresa un absoluto ideológico invivible.
Tantas veces oigo hablar de fraternidad como si pudiera ser creada por la simple buena voluntad de individuos. O como si fuese posible a condición de que las personas estuvieran ya en un vínculo de estrecha amistad. Mientras tanto, lo mejor es hablar de ello sólo con un mínimo de tres personas, para evitar dinámicas divisorias y de bloqueo. En segundo lugar, es posible llegar a ser uno poco a poco, dándose una regla de fraternidad. Una ley. Un poquito, pero ese poquito regulado y custodiado para lograr que uno salga del propio ego y entre, purificándose, en el nosotros.
Las constituciones, los reglamentos, la formación,…, pueden realizar esta tarea si son liberadoras, de lo contrario hay que repensarlos hoy. Si están conectados a la vida en su fluir, favoreciendo el seguimiento y no una imagen ideal.
El único ideal de todo ser humano es Jesucristo, quien no es un concepto abstracto, ni una forma vacía de la humanidad en general, ni un esquema para cada persona. Es un modelo, una idea de cada persona con todo su contenido vital. Jesucristo no es una regla moral ambulante, ni siquiera un modelo a copiar. Es el principio de la nueva vida que, una vez aceptada por Él, evoluciona según sus propias leyes. De esta manera, su personalidad empírica fermenta en el ser humano conforme a la imagen de Dios en él.
Promover el seguimiento significa acoger al sujeto donde se encuentra y evaluar juntos el siguiente paso hacia su liberación personal en Cristo. Es verlo y no imaginarlo ‘como si’… es verlo ‘aunque’.
Permitirse espacios y lugares para relatar la propia historia. Recuperando también un tema espiritual como es la ironía y la autoironía. Se trata de habitar la tensión a partir de la fraternidad. En una relación fraternal nuestros yoes pueden operar una comprensión del Ser, acceder a la unidad, para poder retornar a lo múltiple, enriquecidos dentro de una diversidad armoniosa y no uniformizante. La unidad es ese ser del cual provienen los que son ‘dos o tres’. La unidad es pues un acto, un producto místico de la vida del que surge el ser que se contrae en la multiplicidad de cada uno, haciendo más compleja la realidad.
Acogerse a sí mismo y acoger a los demás con esa sana ligereza que viene de haber sido probados en el fuego del Padre es habitar la tensión a partir de la filiación. Es de ahí que incluso los sacrificios adquieren valor. Nunca se parte espiritualmente de una renuncia -San Juan de la Cruz-, de lo contrario sólo sería un puro ejercicio de la voluntad individual y no se tendría realmente en cuenta a los demás sino sólo a uno mismo. Siempre se parte de un amor, el único capaz de permitir también un sacrificio oblativo.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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