miércoles, 26 de marzo de 2025

El arte del discernimiento: el sentir de Cristo

El arte del discernimiento: el sentir de Cristo 

En la historia de la espiritualidad cristiana, el discernimiento espiritual siempre ha sido considerado el don absolutamente necesario para conocer la voluntad de Dios. Antonio, el padre de los monjes, habla de ello así: “El camino más adecuado para ser conducidos a Dios es el discernimiento, llamado en el Evangelio ojo y lámpara del cuerpo” (cf. Mt 6,22-23). Ese ejercicio discierne todos los pensamientos del hombre y sus acciones, examina y ve a la luz lo que debemos hacer (Cassiano, Conferencias II, 2). 

Y los Padres del Desierto proclaman que «el discernimiento es la madre y guardiana de todas las virtudes» (Ibíd. II, 4), por lo que le dedican investigación y meditación, hasta el punto de convertirlo en el principal objeto de la enseñanza a sus discípulos. Los textos de la gran tradición al respecto son bien conocidos: Orígenes, Antonio y los Padres del Desierto, Evagrio, Juan Clímaco, en Occidente Casiano, posteriormente Ignacio de Loyola y, en el siglo pasado, Karl Rahner.

Partiendo de estos cimientos, ¿podemos hoy humildemente ofrecer algunas pautas para quienes desean practicar este arte esencial para la vida cristiana en el Espíritu? ¿Podemos esbozar algunos criterios que guíen el discernimiento espiritual? 

Ante todo, el discernimiento es un don del Espíritu de Dios que se une a nuestro espíritu, y como tal debe ser deseado e invocado por el cristiano. Es el Espíritu Santo quien juega un papel decisivo en todo el proceso de discernimiento, y quien quiera emprender este camino debe preparar todo dentro de sí para que el Espíritu pueda actuar con su fuerza. 

Para todo cristiano, la epíclesis, o invocación del Espíritu, es el preámbulo de toda oración y acción, conscientes de que la petición del Espíritu siempre es respondida por Dios, como nos aseguró Jesús: «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan?» (Lucas 11,13). 

Ciertamente, la capacidad de discernimiento, de elección, está dotada a todo ser humano que viene al mundo: es el discernimiento humano que procede de la razón y del intelecto. Pero el discernimiento espiritual, que no viene de «carne y sangre» (cf. Jn 1,14), es una operación que tiene al Espíritu como protagonista. 

En el bautismo el cristiano recibe el don del Espíritu Santo, y esta recepción consciente le permite conocer lo que viene de Dios, lo que humanamente puede parecer locura o escándalo, pero que a la luz del Espíritu aparece como sabiduría y poder de Dios (cf. 1 Co 1,22-25). 

San Pablo afirma: “Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman… y las ha revelado por el Espíritu, porque el Espíritu todo lo escudriña, incluso lo profundo de Dios… Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que conozcamos lo que Dios nos ha concedido” (1 Co 2,9-10,12). 

De este modo, el Espíritu Santo que desciende en el corazón de los creyentes les permite llamar a Dios «Abba» (cf. Rm 8,15; Gál 4,6) y tener el noûs, la mentalidad, la mente de Cristo (cf. 1 Co 2,16). Gracias a su “unción” (1 Jn 1,20.27) –que la tradición latina ha definido como unctio magistra– podemos discernir la voluntad de Dios, lo que le agrada, su proyecto sobre nosotros, y conocer su amor gratuito, que nunca debe merecerse, sino sólo aceptarse. 

La epíclesis y la consiguiente bajada del Espíritu Santo nos llevan, como primicia, al discernimiento de Jesucristo como Señor y Salvador. En su humanidad Jesús narró al Dios invisible (cf. Jn 1,18): Él es «la imagen de Dios invisible» (Col 1,15; cf. 2 Co 4,4), el Dios a quien nadie ha visto ni puede ver (cf. 1 Tm 6,16), pero para reconocerlo es necesario acoger la operación con la que Dios levanta el velo sobre él y nos permite discernir en su carne frágil y mortal al Hijo de Dios, la Palabra eterna de Dios. 

En efecto, nuestros ojos podrían quedar velados, un velo podría permanecer sobre nuestro corazón, incluso cuando escuchamos la Palabra de Dios contenida en las Escrituras (cf. 2 Co 3, 12-17), y Jesús podría ser para nosotros ese signo de contradicción puesto para la caída y la resurrección de las multitudes (cf. Lc 2, 34). 

Los pequeños, los más pequeños, son especialmente capaces de discernir a Jesús como el Hijo de Dios, como Jesús mismo exclamó con alegría y asombro: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque esta fue tu voluntad» (Mt 11,25-26; Lc 10,21). 

Si éstas son las bases teológicas y reveladoras del discernimiento, ¿cómo podemos ejercitar concretamente este arte? Si bien el discernimiento espiritual es un don del Espíritu que actúa en nosotros, cada persona tiene dentro de sí facultades humanas que deben colaborar con él. El Espíritu Santo actúa a través de nuestras cualidades intelectuales, por lo que éstas deben ser reconocidas con docilidad y puestas en acción, para que el creyente sea capacitado para recibir este don. 

Para ello es necesario primero practicar ver, escuchar y pensar. La atención y la vigilancia son las virtudes que nos permiten entrar en una relación de conocimiento con la realidad, los acontecimientos, las personas. Saber ver, escuchar y pensar son una única operación, fundamental para nuestra calidad humana y nuestra madurez. 

Todo esto se sitúa en un nivel de actividad psicológica; pero en el creyente, a la luz de la fe y bajo la hegemonía del pensamiento de Cristo, esta operación es más que psicológica: hay sinergia entre el Espíritu Santo y las facultades humanas. Cuando entramos en relación con diferentes realidades, las experimentamos, iniciamos un proceso de conocimiento y con nuestra inteligencia leemos, interpretamos, reconocemos su significado. 

Pero para un creyente esta actividad humana debe realizarse necesariamente dentro de una clara conciencia: la hegemonía, la primacía de la Palabra de Dios. “Tu palabra es luz a mis pies” (Sal 119,105) – reza el salmista –, luz para mi inteligencia, para mi pensamiento y para mi meditación. La primacía y la centralidad de la Palabra de Dios en la vida del creyente son hoy una certeza compartida por todos los discípulos de Jesús. 

Si la creación tuvo lugar por medio de la Palabra (cf. Gn 1; Jn 1,1-3), si por medio de ella Dios se reveló hasta hacerse entre nosotros Palabra hecha carne en Jesucristo (cf. Jn 1,14), entonces es la Palabra misma, compañera inseparable del Espíritu (cf. Basilio de Cesarea, El Espíritu Santo 16), la que debe presidir también el discernimiento. 

Gracias a la escucha de la Palabra de Dios, el cristiano accede a la fe (cf. Rm 10,17), encuentra en la Palabra su alimento diario en el camino hacia el Reino, encuentra la verdadera vida (cf. Jn 1,4), que vence el mal y la muerte. 

Quien se compromete en la operación de discernimiento espiritual debe convertirse en un asiduo oyente de la Palabra, un servidor de la Palabra a quien el Señor le abre el oído cada mañana para que escuche como un discípulo (cf. Is 50,4); debemos practicar el permanecer, habitando firme y confiadamente en la Palabra que es Cristo. Por eso, debemos ser conscientes de la presencia activa y viva de la Palabra de Dios contenida en las Sagradas Escrituras, y por eso buscarla en ellas, leyéndolas asiduamente, meditándolas y conservándolas en nuestro corazón, para que brote y dé fruto. 

Mediante el ejercicio de las facultades intelectuales y la escucha de la Palabra, se puede adquirir una determinada capacidad, un sentimiento, un “sentido espiritual”. Surge ante todo de la escucha de la conciencia, de lo profundo del corazón, y se convierte en acogida de una inspiración, de un movimiento interior, de un “olfato” que sabe reconocer la presencia del Señor y la manifestación de su voluntad. 

Alcanzamos esta meta “alimentando en nosotros mismos los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús” (cf. Flp 2,5), hasta que tengamos en nosotros “el sentir del mismo Cristo” (1 Co 2,16). De este modo entramos en sintonía con el Señor, compartimos su mirada y sus sentimientos y así crecemos hasta la estatura de Cristo (cf. Ef 4,13). Aquí está la sensibilidad espiritual entrenada para discernir el bien y el mal (cf. Hb 5,14). Éste el super-conocimiento (epígnosis) que nos permite discernir fácilmente lo que es bueno y agradable a Dios (cf. Rm 12,2; Flp 1,9-10). 

Así puede surgir la decisión, el juicio según el Espíritu, hasta el punto de ser una «decisión tomada con Él», porque es evaluada y emerge gracias a su fuerza inspiradora. Una decisión que parece siempre una elección, un amén a la inspiración del Señor y un rechazo convencido a la inspiración del mal, del diablo, para cumplir la voluntad de Dios. 

De hecho, no basta decir: “¡Señor, Señor!”, no basta conocer su palabra: es necesario realizarla, haciendo la voluntad del Padre que está en los cielos (cf. Mt 7,21; Lc 6,46). Es una decisión de vida, un compromiso de toda la persona: la elección es una experiencia que exige practicar la renuncia. 

Y la renuncia y la decisión activa tienen como objetivo un único y sencillo objetivo: amar un poco más, amar un poco mejor. El Papa Francisco lo suele recordar tan a menudo: «En el momento presente, discernimos cómo concretar el amor en el bien posible, proporcional al bien del otro… El discernimiento del amor real, concreto y posible en el momento presente, en favor del prójimo más dramáticamente necesitado, hace que la fe sea activa, creativa y eficaz» -Encuentro con los párrocos de Roma, 2 de marzo de 2017-. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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