La locura de la fe
La religión cristiana es una forma de locura que no concuerda con la sabiduría.
No sé cuántos de nosotros podríamos sentirnos ofendidos o incluso estar en desacuerdo con esa afirmación. Pero no creamos que fue hecha por un hombre de la calle, un hombre común, un ciudadano “ordinario e indiferente”, y ni siquiera por un ateo que es oponente de los cristianos.
Se trata de una afirmación -sintetizada y reelaborada- de uno de los más grandes pensadores cristianos del Humanismo, y que quizá con razón pueda ser considerado el padre del Humanismo cristiano, Erasmo de Rotterdam (estamos entre 1400 y 1500), quien, consciente de la decadencia moral e intelectual en la que había caído la Iglesia de su tiempo, en lugar de asumir una actitud desafiante como fue, por ejemplo, la que llevó a la Reforma de Lutero, intentó hacer avanzar la idea de una fe cristiana enraizada en la interioridad del alma.
Las prácticas externas de la vida religiosa, según Erasmo de Rotterdam, no tienen valor si no se remiten a las virtudes esenciales del cristiano: humildad, perdón, compasión, paciencia y amor.
Fue también partidario de una tolerancia religiosa que permitiera a la Iglesia entrar en diálogo con todos, evitando condenar a la hoguera como herejes a personas que tenían visiones doctrinales diferentes.
No tuvo una vida fácil con la jerarquía eclesiástica de la época, ni con el luteranismo. También porque había escrito una obra -su obra cumbre, «Elogio de la locura», en la que describía la fe cristiana así: «La religión cristiana tiene cierta afinidad con la locura, porque quienes han sido conquistados por la piedad cristiana han prodigado sus bienes, han pasado por alto las ofensas, han tolerado los engaños, han considerado a los enemigos amigos, han evitado los placeres, se han cansado de la vida y han deseado la muerte. En resumen, se han vuelto completamente insensibles al sentido común, como si su alma viviera en otra parte, no dentro del cuerpo. ¿Y qué es esto sino locura? La sabiduría humana es locura a los ojos de Dios y viceversa».
Nos parece normal que esto le haya podido costar a Erasmo de Rotterdam grandes problemas con las autoridades religiosas de la época, y quizá también con el sentir del pueblo llano. Quizás también “choca” con nuestro sentimiento común.
Si es así, ofendámonos, y también ofendámonos por estas otras palabras: «Predicamos a Cristo crucificado, piedra de tropiezo para los judíos y locura para los gentiles; pero para los llamados, tanto judíos como griegos, Cristo, poder de Dios y sabiduría de Dios. Porque la locura de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que los hombres». Que no son otra cosa que las palabras de San Pablo en su Primera Carta a los Corintios 1, 23ss la segunda lectura, y al final de la cual aclamamos “Palabra de Dios” y hasta respondemos “Te alabamos, Señor”.
Hay poco que hacer: humanamente hablando, hay mucha irracionalidad en el cristianismo. En la fe cristiana no podemos dejar de considerar una fuerte dimensión de la locura. Siendo fieles al mensaje cristiano no podemos evitar ser “bandera discutida” o “piedra de tropiezo”.
¿Qué hay de “saludable” en una mentalidad que ve la cruz como oportunidad de salvación y no como la expresión más sangrienta del patíbulo de un condenado a muerte? ¿Qué tiene de “correcto” un mensaje que dice amar a todos, incluso a quienes nos ofenden? ¿Qué tiene de “humano” el martirio?
Sin embargo, el mensaje de Jesús, que básicamente se reduce a dos conceptos: amor a Dios y amor al prójimo, viene de muy lejos y es común a muchas religiones, de origen cristiano o no, de origen monoteísta pero también politeísta, de origen occidental pero también oriental.
Y a menudo olvidamos que esta tradición viene de lejos: la olvidamos hasta el punto de enterrarla bajo formas de religiosidad que tienen muy poco de esencial, de verdadero, de sincero. La enterramos bajo una cortina de reglas, ritos, rituales, obligaciones y preceptos que nos hacen perder la verdadera y directa relación con Dios Padre. Si esto no fuera cierto, entonces no habría explicación para el gesto (también decididamente loco) de Jesús entrando en el Templo de Jerusalén y lanzando todo por los aires, azotando a mercaderes y vendedores que no hacían otra cosa que lo que su religión no sólo les permitía hacer, sino que consideraba necesario.
Y no hace falta una sabiduría como la de Erasmo de Rotterdam para volver a una relación con Dios hecha de sinceridad y de autenticidad, y, en consecuencia, a una relación con la humanidad hecha de amor y de respeto mutuo. Basta releer los famosos “Diez Mandamientos”, que a menudo consideramos superados y atados a una mentalidad anticuada, para redescubrir una sabiduría divina que, aunque perteneciente al Antiguo Testamento, contiene en sí misma la sabiduría loca del cristianismo.
Tres palabras sobre el amor de Dios -sabed que es Él, Dios, y nadie más; procurad respetar su nombre; procurad mostrarle vuestro amor, si es verdad que lo amáis- y siete palabras sobre las relaciones entre nosotros han creado, desde el tiempo de Moisés y quizá incluso antes, la base sobre la que construir la sabiduría del creyente. ¿Pura locura según la mentalidad del mundo?
Tal vez. Así pues, en mi opinión, es bueno que nos consideren tontos y escandalosos, si eso significa respetar a quienes nos trajeron al mundo, respetar la vida y la libertad de los demás, respetar la dignidad de los demás, respetar la propiedad y los afectos de los demás, respetar el amor que tenemos por los demás y que ellos tienen por nosotros.
De verdad, si es así, ¡qué felices somos de ser creyentes locos en Jesucristo, y tal vez hasta locamente enamorados de Él! Porque el salto de calidad no es otro que considerar pérdida lo que antes considerábamos ganancia por causa de Jesucristo (cf. Filipenses 3, 7ss).
El propio Jesús de Nazaret encarnó esta locura cuando sus familiares fueron a cogerlo y llevárselo creyendo que estaba loco porque se encontraba fuera de sí (cf. Marcos 3, 21).
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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