miércoles, 26 de marzo de 2025

Repensar el cristianismo hoy a partir del misterio pascual.

Repensar el cristianismo hoy a partir del misterio pascual 

Para los cristianos que creo que creen -pero tantas veces no sé exactamente qué creemos- pero no creo que piensen, ciertamente les hace bien escuchar preguntas sobre su fe, porque les hace pensar, y si piensan sobre su fe, seguramente podrán experimentar la crisis de la misma, el vacío de creencias y de ilusiones que se produce, pero como el vacío no es ausencia sino más bien condición de presencia, esa crisis puede convertirse en el lugar del humilde pero significativo renacimiento de la fe misma. 

Así pues, más que una presentación escolástica de la fe, prefiero dejarme interrogar y esbozar algunas respuestas o plantear otras preguntas. Quien habla no es un filósofo ni un teólogo, sino un creyente cristiano, un peregrino, que quizá por su condición de buscador (lo que a menudo genera una visión desencantada, desacralizada y desmitificadora de las "cosas de Dios") se siente particularmente cercano a muchas de las dudas sobre el cristianismo. Este es mi punto de observación y lectura. 

¿Qué será del cristianismo al final de la cristiandad? Esta es una pregunta que los cristianos deben plantearse. Creo que podemos leer esta fase como un pasaje de demasiado lleno a demasiado vacío, en este sentido. 

En la Biblia, todo descubrimiento de Dios pasa por un trabajo positivo de pérdida, de duelo, de falta, de abandono. Los ídolos son normalmente esa plenitud, demasiada plenitud que en realidad es mistificadora porque tiende a esconder y enmascarar el miedo a la nada, quizá a la muerte. 

Abraham conoce al Dios verdadero realizando un éxodo que lo lleva a dejar lo conocido, y según la tradición judía Abraham (Josué 24,3) deja atrás el pasado idólatra: el vacío que aparece ante él se convierte en la promesa de una presencia que se abrirá camino de manera accidentada e incluso trágica (la historia de la promesa, que es también la historia de Dios en el mundo, es dolorosa). 

El Nuevo Testamento pide que se abandonen los ídolos para servir al Dios verdadero y vivo (1 Tes 1,9). 

Siempre pues, para reconocer al verdadero Dios es necesario dejar, abandonar los ídolos, que son también las imágenes y figuras que se dan al verdadero Dios (no son sólo los dioses “otros”): «Hijitos, guardaos de los ídolos» (así amonesta Juan a aquellos cristianos de su comunidad tentados a finales del siglo I por el docetismo). 

El paso de los dioses al Dios verdadero debe ser siempre rehecho, porque incluso el Dios verdadero puede ser reducido a ídolo: «Esperábamos que él fuese el que liberase a Israel» (es un Dios a imagen y semejanza, contenedor vacío de los deseos de los dos discípulos). 

No quiero identificar la historia del cristianismo con una historia de idolatría o de error aunque también es cierto que desde un punto de vista evangélico, para quien pretende declinar la fe cristiana en la historia como testimonio evangélico de Cristo crucificado y resucitado, la fase en la que en la sociedad occidental hubo ósmosis entre fe e instituciones sociales y civiles, políticas y culturales, estuvo marcada también por elementos de poder que pueden decirse de todo menos evangélicos. 

No es casualidad que este vacío actual, que genera confusión, incertidumbre, dudas, no pueda ser soportado por muchos en la Iglesia que de hecho pretenden resucitar bajo otra forma lo que podría haberse llamado cristiandad. 

Tal vez sea el momento de un trabajo de duelo de las imágenes y configuraciones históricas del cristianismo para redescubrir lo que normalmente sólo se encuentra en condiciones de pobreza, de poco peso social y político, de minoridad. Estamos en el momento del Sábado Santo, es decir, del sepulcro vacío, que es el amanecer de la fe pascual: es necesario esperar, habitar la ausencia, entrar en el vacío del sepulcro, continuando la lectura de las Escrituras. El “vacío” de Dios puede entonces convertirse en “apertura” a Dios. 

La fe es tal si modela la vida. Estoy totalmente de acuerdo. Creo en el cristianismo como testimonio evangélico, donde por testigo no entiendo a alguien que toma la palabra para hablar a otros, sino como una persona «cuya vida es tal, y tal es el modo en que mira el mundo y los seres, que a otros les sucede interrogarse y plantearse la pregunta sobre el origen de su singularidad» (Jean-Pierre Jossua). 

Por supuesto, es imposible tener creencias sin comunidad. Ésta, la comunidad, es un elemento constitutivo de toda religión. La fe cristiana encuentra su visibilidad no sólo y no tanto en la santidad individual, sino en la creación comunitaria: el genio del cristianismo está en estar en el origen de las comunidades, y de comunidades capaces de esos valores y realidades que hoy bien pueden considerarse alternativos y contracorriente: el servicio, el perdón, la generosidad, etc. 

¿Dónde está la comunidad cristiana hoy? Sin ella, toda obra de evangelización está necesariamente condenada a la esterilidad: el Evangelio se vuelve in-elocuente sin una vida que lo testimonia y una vida comunitaria, sin vínculos relacionales en los que, en el «entre», en el espacio vacío entre uno y otro, se resalte ese ágape en el que consiste la presencia de Cristo. 

Creo que se ha creado una brecha entre comunidad/institución y comunidad/fraternidad, dimensión esta última que a menudo se ha intentado recuperar, quizás incluso de modo torpe o ambiguo, en las últimas décadas en los numerosos movimientos surgidos en el ámbito católico donde se ha subrayado esta dimensión de compartir concreto la vida y la fraternidad. 

El cristianismo no puede reducirse a una ética. La centralidad del cristianismo está en el ágape de la caridad: es Jesús mismo quien la ha puesto. Creo que incluso el no creyente, o mejor dicho, aquel que actúa basándose en una ética sin revelación, puede elegir objetivos elevados y establecer como criterio básico de acción el “por el otro”. Pienso, sin embargo, que en el corazón de la ética cristiana está, ante todo, no la caridad actuada, sino la caridad recibida, la caridad de Dios en Cristo. 

Esto significa que si la expresión “ética cristiana” tiene algún significado, lo tiene ante todo como respuesta al don de Dios, al ya realizado por Dios en Jesucristo: es una ética que afirma la primacía del recibir sobre el hacer, del don sobre el hacer. Se caracteriza por la acción de gracias, por la Eucaristía. 

No es casualidad que el culmen et fons de la vida cristiana sea aquella liturgia eucarística en la que el creyente no ofrece nada propio a Dios, sino que lleva al hombre a acoger los dones divinos, más aún, a reconocer el don divino no correspondido, el Hijo. El don divino no correspondido se convierte en la base de una ética de la gratitud y de la gratuidad. Son significativas algunas antiguas anáforas eucarísticas en las que encontramos expresiones de este tipo: “Te damos gracias, Señor, nosotros tus siervos pecadores, a quienes has concedido tu gracia” -anáfora maronita de San Pedro Apóstol-. 

Esta centralidad de Cristo es fundamental también para comprender el amor. “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” es un mandato central en el que es esencial el “yo” de Cristo, cuyo amor es el que capacita al creyente para amar. El kathos=cómo, nos dicen los exegetas, no es comparativo, sino constitutivo. 

El creyente es aquel que tiene fe en alguien, en lo que ese alguien le ha revelado o más sencillamente dicho. Esto es evidente con respecto a un alguien que no es un alguien cualquiera o más sino Jesucristo. Para el Nuevo Testamento “la verdad está en Jesús” (Ef 4,21), es decir, el lugar de la verdad es la historia humana de Jesús, lo que significa que el contenido de la verdad debe ser examinado a partir de este lugar. 

Pero los mismos Evangelios nos dan lecturas y rostros diferentes de Jesús (sin acudir a las cristologías sucesivas), y sin embargo la muerte de Jesús y su significado tienen un valor tal que constituyen el núcleo duro del testimonio neotestamentario, porque toda la historia de Jesús se interpreta en el Nuevo Testamento a partir de su final. 

La muerte de Jesús leída como un intercambio (katallaghé), en el que la cruz parece ser lo que revela a Dios en Cristo, un Dios cuya verdad es ser solidario con el hombre lejos de Dios, habitar el pecado y la maldición, el infierno para los hombres, y hacerlo en favor de o por nosotros. Esta verdad de Dios es la verdad del amor que ama en pérdida, y este intercambio en el que Dios habita los últimos recovecos de la negatividad humana y el hombre entra en el movimiento de la vida divina, manifiesta la “divinización” del hombre precisamente cuando –yo diría– por gracia, el hombre deja que este amor habite dentro de sí mismo. 

La fe es este hacer vivir a Cristo en uno mismo, que hace vivir al creyente. El problema del creyente es que debe medirse siempre con las imágenes de Dios (y de Cristo) que él mismo forja y por las que se deja guiar. 

¿Qué Dios es el Dios cristiano? Incluso el Dios cristiano, el Dios de Jesucristo, está revestido de imágenes más o menos idólatras. Ahí es donde se encuentra la oración. Como camino de purificación de las imágenes de Dios y su conversión. En el centro se encuentra la cruz. El crucificado es la imagen del Dios invisible. 

La irreductibilidad del cristianismo a la ética reside en su condición de paradoja y escándalo. Y aquí me parece que hay que ser más cristiano, o al menos un intérprete más fiel del cristianismo, que muchos cristianos y eclesiásticos. Aquí creo que la fe exige que el Evangelio siga ofendiendo, escandalizando y provocando reacciones de rechazo. La paradoja cristiana reside precisamente en dar crédito a una impotencia/poder, a una derrota/victoria, a la cruz y al mismo tiempo a la gloria. 

El escándalo de la cruz, dice San Pablo, no puede ser vaciado. En la cruz está el oxímoron teológico de la debilidad y del poder de Dios, de la locura y de la sabiduría de Dios. En 1 Cor 1-2 San Pablo afirma que el poder de Dios no se manifiesta en la resurrección como compensación correctiva de la cruz, sino en la crucifixión misma. 

En la extrema debilidad y derrota a la que Dios expone su omnipotencia en Cristo crucificado, es precisamente allí donde debemos reconocer el gesto extremo del poder de Dios en su acción de vaciamiento, de abajamiento: es el poder del amor. Este amor con razón se llama locura. San Pablo rehabilitó este concepto (moría) que connotaba insensatez, idiotez, locura, normalmente evitada y hacia la cual se siente repulsión y disgusto, y lo convirtió en un concepto positivo referido a Dios. 

Personalmente, y lo confieso, cada vez me invade más este elemento que es también lo que des-cabalgó teológica y personalmente a San Pablo: el escándalo es revelación. En el cristianismo se trata ahora de creer en lo increíble, de esperar lo inesperado -contra spem sperare- de amar lo in-amable (el enemigo). Algo cuya posibilidad se abre al hombre por la fe mediante el acontecimiento con el que Dios mostró su amor por los hombres cuando Cristo murió por ellos mientras eran enemigos. 

Un cristianismo reducido a la ética es una tentación para la Iglesia hoy. Pero un riesgo para el Evangelio de Jesucristo. La salvación cristiana no puede sino conservar su propia dimensión escatológica, que es también la dimensión escatológica del cristianismo. 

La salvación no es el resultado natural del progreso histórico y la redención mesiánica no será continuidad con la historia: el Reino no es un producto eclesial o humano, sino el advenimiento y el juicio de Dios sobre los hombres y sobre la Iglesia. 

Creo que con la escatología el cristianismo en sí se sostiene o cae. Por eso miro con sospecha la reivindicación de una religión civil que hoy surge de las sociedades hacia el cristianismo, más que de las mismas Iglesias, y seduce a muchos sectores: porque veo en ella el riesgo de reducir el Evangelio a ley moral, de la Iglesia a proveedora de valores para sociedades en agonía de sentido, de oscurecer la dimensión de la ulterior salvación que se postula en el Nuevo Testamento. 

Es cierto que hoy por una parte hay quienes, para garantizar la función social de las Iglesias, consideran prioritario el reconocimiento de su papel por parte de los demás y acceden a la figura de la religión civil. Por otra parte, hay quienes no renuncian a un testimonio público de fe, sino que quieren mantenerlo en la continuidad del hermoso testimonio de Jesús ante Poncio Pilato (1 Tim 6,12-13). 

Pero, me pregunto, la religión civil, al servicio de la sociedad y de la política, ¿no corre acaso el riesgo de ser absorbida y devorada por la política, convirtiéndose así en el sostén de una polis totalitaria? ¿O del partido político ganador? ¿Y qué sería entonces de los perdedores, de las víctimas de la historia y de los vencedores, de su sufrimiento y de su grito? ¿Quién haría elocuente su dolor, operación que es esencial para esa verdad que el cristianismo tiene en su corazón? 

El problema que se plantea con la pregunta que el poder romano impone al cristianismo en el siglo IV es sustancialmente análogo al que la sociedad secularizada nos plantea hoy, aunque la forma en que se plantea el problema es muy diferente: ¿pueden los cristianos aceptar hacer fungible su experiencia con la sociedad, sin poner en cuestión el estatuto escatológico de esta experiencia? 

El cristianismo se presenta con pretensión de salvación. El hombre moderno tantas veces cree que puede y debe producir esa misma salvación por sí mismo. Queriendo prescindir de Dios, se lo sustituye, pero luego se descubre que Dios ha fallado y se encuentra en una situación de desesperación. Pero quizá se pueda añadir algo aquí. 

La primera cosa es que «la humanidad en estado de desesperación está más cerca de la salvación que en otros estados. Toda desesperación es de naturaleza religiosa» (Thomas Mann, Reflexiones de un hombre apolítico). Pero tal vez exista un ámbito en el que el hombre moderno, según Stanislas Breton, incluso con sus contradicciones, todavía “clama a la salvación”. Invoca la salvación, la pregunta, teniendo desesperadamente claro para él que no se le puede dar, precisamente en esas experiencias cotidianas de muerte con las que la historia bíblica de la salvación se expresa en la salvación de las historias: historias individuales y relacionales marcadas por el duelo, los abusos, la muerte, las enfermedades devastadoras, las separaciones, los abandonos, la violencia, el sufrimiento… 

Hay ahí un elemento en el que se encuentran el creyente y el no creyente: el sufrimiento del otro. El cristianismo sabe bien que debe y quiere estar atento a la experiencia del hombre, y sobre todo a la experiencia de lo negativo, de lo trágico del hombre. Esta apertura a la experiencia es típica de la teología sapiencial del Antiguo Testamento, pero no puede dejar de caracterizar a una teología cristiana que quiere ser fiel a la encarnación: la experiencia tiene el poder de de-construir y criticar las certezas adquiridas (como el dogma de la retribución en la tradición sapiencial del Antiguo Testamento). 

Y esto llevaría también a la teología cristiana a abrirse al enigma, a lo insoluble, al “¿por qué?” sin una respuesta que es también la que se encuentra en boca de Jesús moribundo en la cruz. Sí, las muertes en vida, tan centrales en la ética de lo contingente y finito, el cristiano las mira con referencia precisa a la muerte de Jesús. 

Y quizá aquí se produce un encuentro entre la pietas pagana y la misericordia cristiana y la compasión. Me cuesta creer en un cristianismo que no esté habitado por la compasión, ciertamente no por la conmiseración que es un insulto a quien sufre, sino por el sufrimiento por el sufrimiento del otro, que es la única manera de escapar de la indiferencia ante el mal del otro, ante el sufrimiento del otro (cf. la parábola del Buen Samaritano). 

El Dios bíblico es el que sufre, que precede a su intervención salvífica en la historia con su compasión. Creo que la compasión es a menudo todo lo que podemos hacer (y ser) incluso cuando no hay nada más que hacer por el que sufre. Pero creo que aquí tampoco hay monopolio. Sin embargo ese cristianismo establece la autoridad del sufrimiento en la Iglesia (Mt 25) y pone la compasión como criterio de una acción justa y buena, de una acción según Cristo. “Sólo un yo vulnerable puede amar al prójimo” -Emmanuel Lévinas-. 

Para mí esta compasión parece ser un modo de testimoniar, es decir, de confesar la encarnación y la resurrección. 

La encarnación se confiesa testimoniando la atención radical a esa humanidad que acoge al creyente y al no creyente, a todo hombre, que ve en sí mismo una humanidad de la que es huésped, que lo ha acogido en su venida al mundo. Y me pregunto si la imagen y semejanza del hombre con Dios no consiste precisamente en esta humanidad, que es un don y un proyecto, que es un don y que hay que acoger, acompañar, desarrollar, alimentar, sostener. 

Confesamos que el Resucitado da a los discípulos, todavía encerrados en el miedo, el Espíritu que se convierte en lo que hace posible el perdón, el acto de re-creación que es el perdón, el verdadero gran poder, el único poder no mundano dado al creyente. Ahí aparece claro que el perdón es una entrega a partir de las heridas recibidas. Incluso haciendo del daño, de la herida, de la muerte, un lugar de donación. Es el acontecimiento radical de la victoria de la vida sobre la muerte. Esto me parece divino. Además, en el cristianismo el perdón no es un acontecimiento ético, sino escatológico. Y, una vez más, es una epifanía de amor. 

Quisiera terminar con una cita de Eberhard Jungel: «Nunca debemos avergonzarnos del amor. Porque en el amor participamos con Dios en un mismo misterio. ¿Qué más queremos? Precisamente porque participamos con Dios en el mismo misterio, podemos llegar a ser aquello de lo cual no podemos pensar nada mayor; es decir, no en ningún sentido seres divinos, sino, en todos los sentidos, seres humanos». 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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