Sobre Dignitas Infinita
Porque alguien me ha pedido una reflexión al respeto y más en perspectiva, he vuelto a leer y reflexionar personalmente sobre la Declaración “Dignitas Infinita”. Mi sentimiento y pensamiento ahora, y después de un margen de tiempo de la publicación del mencionado documento, y de un tiempo adecuado de meditación, me ayuda tanto a no reaccionar como a un responder un poco más consciente.
Ante todo, quisiera destacar un deseo profundo que habita dentro mí, el de una Iglesia que sepa generar palabras y prácticas proféticas, leyendo el presente a partir del sueño de un futuro que siento que quiere emerger, dentro y fuera dela Iglesia cristiana en general y de la católica en particular. El deseo de una comunidad eclesial que ya no se preocupe por doctrinas que se preocupan de categorizar a las personas, sino que se esfuerce por lograr una visión profética que pueda dar alma al deseo de ser parte de ella.
Parece pues evidente que no puedo dejar de criticar el método de elaboración de este documento que se (impone) como doctrina incuestionable para afrontar las diversas y complicadas situaciones de la vida humana, con un enfoque de “se debe/no se debe”, tan alejado de la orientación a la misericordia y al “caminar con”.
En esencia, siento que hasta se está ignorando la realidad de la Iglesia – la grande, la formada por laicos, religiosos y religiosas, y clérigos – como un pueblo en camino en el que se reconocen diferentes ideas y sensibilidades en la única gran luz guía que es el mensaje evangélico.
Este documento, por tanto, nos hace aún más responsables, fuertes en nuestra dignidad bautismal, de ser esa Iglesia profética que no encontramos entre sus páginas.
Entrando un poco en detalle, es necesario decir que es apreciable la parte inicial del documento, con la premisa del amor indiscriminado del Padre hacia todas las personas y el énfasis en cómo la dignidad debe ser reconocida en todos los ámbitos. Es bueno que la Iglesia promueva la dignidad humana, porque todos sabemos cuánto ha sido y es, en todo tiempo y lugar, obstaculizada, amenazada, pisoteada (incluso por la misma Iglesia). También es encomiable el esfuerzo por utilizar una terminología inclusiva al referirse a la “persona humana” en lugar de al “hombre”.
Sin embargo, se advierte un cambio de ritmo: surgen categorizaciones y distinciones que contrastan con el concepto de dignidad como dimensión universal esencial.
Emerge el fuerte valor dado a una hipotética ley natural desprendida de la complejidad de la persona humana, casi como para afirmar que la vida es un espacio definido y predeterminado para ser habitado tal como es y que la dignidad no es un espacio de libertad, sino de obediencia a un orden natural heredado, al cual estamos llamados exclusivamente y llamados a decir sí (n. 25 y n. 66).
Y, sin embargo, cada vez me voy convenciendo más de que la persona humana está hecha de cuerpo y sentimientos, de pasión y razón que forman un todo. Creo que el concepto de dualidad entre cuerpo físico y alma espiritual ya no puede ser aceptable.
Las distinciones teóricas que se proponen en algunos pasajes parecen muy difíciles, si no imposibles, de implementar en la vida real: por ejemplo, en el caso de la homosexualidad, ¿cómo distinguimos entre propensión y necesidad constitutiva? ¿Cuáles son los criterios que determinan uno u otro?
Considero que la declaración arbitraria y manifiestamente falsa contenida en el nº 3 es muy perjudicial para la credibilidad de los autores: “Desde el comienzo de su misión, impulsada por el Evangelio, la Iglesia se ha esforzado por afirmar la libertad y promover los derechos de todos los seres humanos”.
La Iglesia no sólo ha contradicho a veces esta afirmación en la práctica a lo largo de los siglos, sino que, al menos en el mundo occidental, le ha costado seguir el ritmo del progreso de la sociedad civil en términos de reconocimiento de la dignidad y de los derechos de las personas (sin mencionar la relación con la creación, considerada al servicio de la persona humana, más que como parte de ella).
He creído advertir que en temas que cuestionan mucho a los creyentes y a otros, como la eutanasia, las personas LGBT, el aborto,…, no se hace referencia a las reflexiones teológicas que han estado y están en curso y no abundan… palabras de comprensión, empatía y aceptación.
Al número corto 43, dedicado a los abusos sexuales (no encontramos ninguna mención a los abusos espirituales), llama la atención la ausencia total de palabras de contrición por lo sucedido sistemáticamente dentro de la Iglesia y por la connivencia con la sociedad patriarcal que ha perpetrado abusos durante siglos con su bendición -por ejemplo el así llamado ‘deber conyugal’-.
La condena frontal de la llamada “teoría de género” hasta puede demostrar una falta de conocimiento del tema y parecer engañosa.
Si contemplara el documento desde la perspectiva de las mujeres, como siempre, me sorprendería la condena de la violencia contra las mujeres (exclusivamente) como madres y abuelas silenciosas que siguen adelante generando y cuidando la vida. Porque también las mujeres tienen otros roles en la sociedad y sobre todo tienen dignidad como seres humanos, incluso cuando no son madres.
Por último, una reflexión a partir del punto 11, donde se lee que “ambos (el hombre y la mujer), en su mutua relación de igualdad y amor recíproco, realizan la función de representar a Dios en el mundo y están llamados a proteger y cultivar el mundo”.
Sin embargo, aunque todos los cristianos pueden “encarnar” a Cristo, recibiendo su cuerpo y su sangre en la Eucaristía, y por tanto pueden vivir y actuar como Cristo, a las mujeres no se les permite “representarlo” como el presbítero representa a Cristo cuando actúa “in persona Christi”.
Si por una parte entiendo que haya cierta sensación de desilusión y tristeza por los argumentos expuestos en este documento -publicado por el Dicasterio para la Doctrina de la Fe el 8 de abril de 2024-, por otro lado reconozco que una lectura crítica constructiva puede y debe habitar responsablemente la Iglesia para que el Pueblo de Dios la siga sintiendo cada vez más como “suya”, es decir, como perteneciente a todos, a todos, ¡a todos!
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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