Una cosa te falta…
Detente
Jesús es tentado por el diablo. La tentación consiste en la invitación a elegir el camino fácil del mesianismo de la fuerza. Jesús rechaza al tentador y permanece como hijo obediente del Padre “hasta la muerte”.
La tentación es un tema fascinante. Nosotros los humanos somos, en toda la creación, las únicas criaturas verdaderamente expuestas a la tentación. Se ha dicho que el hombre es el gran error de la creación (Jacques L. Monod), porque tiene deseos infinitos y posibilidades limitadas.
Él lo quiere todo, pero sólo puede tener algo. El diablo conoce muy bien esta situación. Y luego le propone al hombre que escuche esos deseos: le propone que se comporte como si fuera Dios.
Las tres tentaciones de Jesús son tentaciones de omnipotencia. Jesús responde de manera diferente a Adán, que quiere tenerlo todo, y se comporta como un Hijo que está dispuesto, en cambio, a darlo todo. Su omnipotencia reside en el totalitarismo del servicio.
También hoy nuestro deseo insaciable de tener, de poseer, de mandar es como un grito hacia lo absoluto: el punto frágil donde se revela la insatisfacción, la búsqueda.
Pensemos en el poder. Qué fácil es “sacralizar” el poder. Cuanto más fuertes son las instituciones -por ejemplo la Iglesia-, mayor es la tentación. Ante estas tentaciones recurrentes, los creyentes debemos volver a decir aquello sencillo y esencial: sólo Dios es Dios. Sólo Dios y nadie más.
Cuando esto está claro se puede ejercer el poder porque sé que el poder no lo es todo y que está sujeto a un juicio superior. Sé que el pan no lo es todo y puedo comer. En efecto, es Dios mismo quien da el alimento.
La Cuaresma puede ser vista como un itinerario espiritual
desde el absoluto del pan, del poder, de la religión usada para nuestros
propósitos, hasta el absoluto único e irreemplazable de Dios de quien recibimos
todo, incluso el pan, incluso el poder, incluso la religión y sus instituciones.
Toma
En los Evangelios que nos lo narran – Marcos, Mateo y Lucas – este episodio sigue siempre inmediatamente al Bautismo, es decir, el primer gesto que se nos narra de Jesús adulto, con el que inauguró su ministerio público.
Detente un momento en este comienzo: Jesús se encuentra en la fila entre la multitud y realiza un rito cuyo significado es confesar sus pecados, reconociendo su necesidad del perdón de Dios. ¿Has pensado alguna vez en lo paradójico que es esto? ¡Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios, va primero a pedir perdón como cualquier otro pecador! ¿Cuál es el significado de este gesto?
La perspectiva de la Cuaresma viene en nuestra ayuda: en la cruz Jesús concluirá su existencia terrena y su ministerio muriendo como pecador, del mismo modo que con el Bautismo inicia su ministerio como pecador.
En el Evangelio encontramos muchos episodios en los que Jesús está rodeado de publicanos y prostitutas, come con ellos, sufriendo la misma desaprobación y el mismo juicio que les estaba reservado. No olvidemos que también cuando Jesús se acerca a los enfermos, según el pensamiento de la época, se dirige a los pecadores. Podríamos decir entonces que hacerse cercano a los pecadores, hacerse semejante a los peores, representa la figura sintética del modo en que Jesús elige llevar a cabo su ministerio. Jesús cumple su misión, realiza su ser Mesías e Hijo de Dios, compartiendo la vida y el destino de los pecadores.
Después del Bautismo, la misteriosa voz del cielo – «Tú eres mi Hijo amado» (Lc 3,22) – confirma la elección paradójica de Jesús: aquel hombre en la fila de los pecadores es Hijo de Dios, como lo será también aquel crucificado.
Ahora bien, si el Bautismo es el primer paso que Jesús da en esta dirección, ¿cuáles son las tentaciones, narradas siempre inmediatamente después, como en un díptico?
El pasaje se abre con una referencia al ayuno en el desierto y al número cuarenta que, en la perspectiva bíblica, recuerdan inmediatamente la experiencia de los cuarenta años vividos por Israel después de la liberación de Egipto: un tiempo en el que el pueblo experimentó el hambre, la prueba, la duda.
El contexto en el que se sitúa el episodio de las tentaciones expresa lo que Jesús experimenta interiormente. Ponte en su lugar: finalmente tomó una decisión. Le llevó mucho tiempo, treinta años, durante los cuales consideró todas las posibilidades, pero al final tomó una decisión: la manera en que revelará el rostro de Dios será compartiendo el destino de los peores y de los últimos.
Pero en su humanidad, como le sucede a cada uno de nosotros, inmediatamente después de dar el primer paso, Jesús es asaltado por la angustia y la duda: ¿es la elección justa? ¿Es esta realmente la manera auténtica de ser el Mesías, tan diferente de lo que todos esperan? ¿Es éste realmente el verdadero rostro de Dios, tan paradójico?
Precisamente sobre estas preguntas se basan las tres tentaciones que Jesús rechaza. Son preguntas y tentaciones que seguramente le acompañaran, como la sombra nos acompaña, a lo largo de toda su vida.
La primera propone la imagen de un Dios, un Mesías, un solucionador de problemas que resuelve casi por arte de magia. En la segunda, un Dios, un Mesías, poderoso y glorioso, postrado en adoración y por tanto sometido a la lógica demoníaca del poder. Por fin, un Dios, un Mesías, que manifiesta su grandeza a través de signos y prodigios grandiosos más que haciéndose cercano a los últimos, a los descartados, a los que sufren.
Jesús resiste las tentaciones rechazando imágenes de Dios ciertamente más cómodas y atractivas que la que Él eligió encarnar.
Y nos desafía a preguntarnos, al inicio de esta Cuaresma,
en qué Dios creemos; si sabemos reconocer y rechazar dentro de nosotros otras
imágenes de Dios que no sean las de aquel hombre crucificado.
Saborea
Ceniza en la cabeza y nardo perfumado en el cabello de Jesús: son los dos paréntesis que abren y cierran el tiempo de Cuaresma, que va del Miércoles de Ceniza al último miércoles, víspera del Triduo Pascual.
Fresno y nardo en la cabeza: el camino cuaresmal se desarrolla entre estos dos polos.
O también: de la ceniza al agua, la que Jesús derramó a los pies de los apóstoles, en la última noche, en la última y primera de infinitas cenas en su memoria.
Pobreza y belleza, fragilidad y servicio son los dos grandes mensajes que la Iglesia confía a los signos, más que a las palabras.
Signos igualmente poderosos, que afectan profundamente el corazón, son las tres tentaciones narradas en el Evangelio.
Extrañas tentaciones: a ninguno de nosotros se le ocurre comer piedras, ni ordenarlas que se conviertan en pan. A nadie se le ocurre subir a los pináculos del Templo y volar hacia abajo. Y sin embargo: “Quitad las tentaciones y nadie se salvará” (San Antonio Abad, siglo IV). Porque ya nadie tendrá la posibilidad de elegir, y elegir es vivir, nuestro decreto de libertad, una llamada al futuro.
Las tentaciones contienen las tres conexiones fundamentales de toda existencia humana: yo y las cosas, yo y los demás, yo y el Otro.
Por eso Jesús elije exactamente la relación que debo establecer con las cosas, no la depredadora sino la de agradecimiento. Elijo entre la fe o la superstición, entre un Dios que es milagro y un Dios que es oxígeno. Entre imponerme a los demás o servirles.
Las tentaciones no se evitan, se superan. ¿Y cómo se hace eso? ¿Con un gran esfuerzo de voluntad?
La estrategia de Jesús es otra: relanzar, subir la apuesta mostrando que hay cosas que nutren más que el pan, el espectáculo, el poder...
Él se opone a la propuesta del tentador con palabras más altas, y las encuentra en la Biblia, y todas ellas contienen algo más y mejor de vida: no sólo de pan vive el hombre, hay algo más que hace vivir al hombre, es todo lo que ha salido de la boca de Dios. Y de la boca de Dios ha salido la luz, las estrellas, toda la creación, el bien y la belleza, y has venido tú, mi prójimo, mi amado, mi amor que me haces vivir.
La técnica victoriosa de Jesús es oponerse al enemigo del hombre tres veces con un bien mayor. Al volar bajo, horizontes libres. A las cenizas, la luz. Al desierto, un mundo donde incluso las piedras son sílabas de la palabra de Dios.
El Espíritu que condujo a Jesús al desierto no lo abandonó, está allí con Él; y entre las piedras de Judea hace vibrar el susurro de la brisa ligera, el estremecimiento del silencio, como para Elías en el monte cuando Dios pasaba.
Nosotros, los creyentes, no somos mejores que los demás. Solamente sabemos que somos los no-solos, los no-abandonados, aquellos seguros en la ruta a seguir porque el viento de Dios siempre sopla en nuestra vela, el ‘ruah’ que enciende palabras.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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