domingo, 6 de abril de 2025

Una Historia de Salvación y una Iglesia en clave de género.

Una Historia de Salvación y una Iglesia en clave de género 

La historia de Eva está incluida en las narraciones de los orígenes del mundo, de las que se habla en los tres primeros capítulos del Génesis, en dos relatos que se basan en tradiciones y fuentes diferentes, fijadas y combinadas por el redactor final según un criterio de yuxtaposición. El nombre de la primera mujer aparece en la segunda narración (Gn 2,4b-3,24), que pertenece a una tradición más antigua que la del primer relato (Gn 1,1-31): de hecho, es un escrito que revela una elaboración en línea con una cultura decididamente arcaica y androcéntrica que considera la condición exclusiva del varón Adán, dejando entrever el ambiente patriarcal en el que fue elaborado. 

En el centro del jardín del Edén se encuentra el hombre, nacido del polvo (Adán significa terrenal) y animado por el aliento vital de Dios (la Ruah). Pero el hombre está solo y no se reconoce en los animales: necesita un ser vivo con el que entrar en comunión. Y así, con la plasticidad de los relatos antiguos, toma cuerpo la descripción del nacimiento de Eva, cuyo nombre significa “aquella que suscita la vida”. 

Si, por un lado, el texto sagrado declara la bondad de toda la creación, por otro, la soledad del hombre se presenta como la única condición negativa. Entonces Dios piensa en un que pueda dialogar con Adán, en un ser humano que viva en relación, y da vida a una mujer, «una ayuda que le corresponda». 

A primera vista, puede parecer que esta creación tiene como objetivo llenar el vacío del hombre. ¿El motivo de la existencia de la mujer es hacerle compañía? ¿Salvarlo y liberarlo de la soledad? Sin duda, la historia de la interpretación considera la existencia de la mujer secundaria con respecto al hombre, con un papel complementario. 

El término «ezer» («ayuda») se ha entendido como el apoyo femenino que aligera la vida del hombre, como si la mujer tuviera que ser una «cuidadora cualificada» para socorrer al hombre en sus necesidades. Sin embargo, ese término en el texto sagrado se refiere a personas iguales y nunca subordinadas. De hecho, se atribuye al mismo Dios, cuando se le invoca como la ayuda que sostiene («He aquí, Dios es mi ayuda, el Señor es quien me sostiene», Sal 54,6) o cuando interviene en el momento de necesidad: «A ti clamo, Señor, pido ayuda a mi Dios» (Sal 30,9). No es fuerte, por tanto, quien necesita ayuda, sino quien es capaz de prestarla: «Porque Él liberará al necesitado que clama, y al pobre que no tiene quien le ayude» (Sal 72,12). 

Eva, por tanto, es el tú que despierta al hombre de su torpeza solitaria, es ese cara a cara que permite percibirse en la identidad mutua, esa alteridad que está «frente a frente» para generar diálogo y confrontación: ambos se ayudan mutuamente. La que le fuera semejante debe entenderse no en un sentido material sino espiritual: la tarea de la mujer es acompañar al hombre en la búsqueda de Dios. 

En este relato del Génesis, la diferenciación sexual no tiene como objetivo la procreación, como en la primera narración («sed fecundos y multiplicaos», Gn 1,28), sino estar juntos. Para superar la soledad y el aislamiento, Dios crea distinguiendo y comparando: la luz de las tinieblas, la tierra de las aguas, etc., y todo es «bueno». 

Ser compañeros unos de otros puede ser, por tanto, la clave del camino común en la vida. Aquí, ahora, juntos, es la relación por la que se juega el sentido de estar en el mundo: en estar cerca unos de otros en los momentos dolorosos y alegres de la existencia, en el cuidado, en la respuesta a la necesidad del otro que interpela. 

¿Acaso Jesús de Nazaret no se hizo presencia y compañía para ayudar a las personas a las que había que cuidar, escuchar, acoger, en el encuentro cotidiano, en el hablar, en partir el pan, en compartir? ¿Acaso las mujeres no estuvieron en compañía del Maestro cuando, rompiendo el círculo de protección doméstica, lo siguieron por los caminos de Galilea (Lc 8,1-3), cuando estuvieron cerca en los caminos del fe, en los momentos de necesidad material, en las situaciones de dolor, presentes hasta la muerte, al pie de la cruz, primeras testigos de la resurrección y enviadas en ayuda de los discípulos asustados? ¿Y no fue el apóstol Pablo apoyado por las mujeres, compañeras en el viaje de una vida compartida y activas en el compromiso de anunciar el Evangelio? 

Pensemos en la diaconisa Febe, guía autorizada de la comunidad de Cencre, a las puertas de Corinto; en la misionera Priscila, que junto con su esposo Aquila acompaña a Pablo en la misión de Éfeso, poniendo a disposición su casa y realizando una importante labor de catequesis en la naciente iglesia doméstica; en la apóstol Junias, enviada en misión con no pocos dolores y sufrimientos; a las misioneras evangélicas Trifena, Trifosa y Perside, «que trabajaron duramente por el Señor»; a María, «que trabajó mucho»; a la madre de Rufo, a quien Pablo considera como su madre; a Patroba, a Julia, a la hermana de Nereo y a Olimpas (Rom 16,1-17). A ellas se suman las misioneras de Filipos, Evodia y Síntique, que con Pablo «lucharon por el Evangelio» (Fil 4,2-3); las benefactoras de Apfia (Flm 1 ss.), que lo había hospedado en Colosas, y de Nínfa, que lo había acogido en su casa de Laodicea para celebrar la Cena del Señor (Col 4,15). Muchas mujeres de ayuda, corresponsables de la misión evangelizadora de las primeras comunidades cristianas. 

El texto sagrado representa la vida tal como se desarrolla en todas sus facetas humanas y, al hablar de la historia de un pueblo, es impensable ignorar la participación de todos sus componentes -mujeres, hombres, jóvenes, ancianos- atravesados por toda la gama de sentimientos. 

Y, ciertamente, no cuenta historias de héroes solitarios, porque subraya en cada una de sus páginas la estructura portante de la existencia: el estar en relación. La vida se comparte con los demás seres humanos, con la creación, con Dios. Todos están insertos en redes de experiencias, sentimientos, aspiraciones, ideales. 

La historia del cristianismo es, como todas las experiencias humanas, una historia de género, un entretejido de relaciones complejas en las que los códigos de lo masculino y lo femenino interactúan, se entrecruzan y se perfilan en el despliegue de una vida de coparticipación en espacios de intercambio y enriquecimiento mutuos, en un panorama variado de sensibilidades y enfoques interpretativos. 

Adentrarse en los territorios inexplorados del encuentro entre mujer y hombre significa entrar en contacto con experiencias no solo de dolor y marginación, sino también de amistad y de enriquecedores intercambios de crecimiento mutuo. 

Muchas veces las mujeres y los miembros del clero o de la vida monástica recorren juntos el camino de la vida, reconociéndose y aceptándose tanto en las diferencias como en la misma dignidad, en un continuo intercambio de necesidades e ideales, de exigencias afectivas y ansiedades espirituales. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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