El Señor es mi Pastor
La imagen de Jesús como Buen Pastor responde a una profunda aspiración del hombre antiguo. Los judíos veían en Dios al verdadero pastor que guía a su pueblo. Moisés, a su vez, había recibido la tarea de ser pastor y guía de su pueblo.
Los griegos conocían la imagen del pastor que está en un gran jardín y lleva una oveja sobre sus hombros. El jardín recuerda el paraíso. Los griegos asocian al pastor su nostalgia de un mundo puro, no corrompido. En muchas culturas, el pastor es una figura paterna, de padre atento y solícito con sus hijos, una imagen de la solicitud paterna de Dios por los hombres.
Los primeros cristianos hacen suya la aspiración de Israel y de Grecia. Jesús es, como Dios, el pastor que conduce a su pueblo a la vida. Los cristianos de cultura helenística asocian la figura del Buen Pastor con la de Orfeo, el cantor divino. Su canto domesticaba a las fieras y resucitaba a los muertos. Orfeo suele representarse en un paisaje idílico, rodeado de ovejas y leones.
Para los cristianos helenistas, Orfeo es una figura de Jesús. Jesús es el cantor divino, que con sus palabras pacifica lo que hay de salvaje y feroz en nosotros y revive lo que está muerto. Jesús, al presentarse en el Evangelio de Juan como el Buen Pastor, realiza las imágenes arquetípicas de la salvación encerradas en el alma humana bajo las imágenes del pastor.
En el Evangelio de San Juan (10,11), Jesús dice: «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas». Lo que caracteriza al Buen Pastor es su disposición a dar la vida por los suyos. Jesús protege a sus discípulos. Arriesga su vida por ellos; se preocupa de que ningún lobo se coma a las ovejas y ningún ladrón entre en el redil.
Como Buen Pastor, afronta la muerte por su rebaño. Con su muerte en la cruz aleja de las ovejas todos los peligros. La cruz se convierte en un obstáculo insuperable para todos los lobos que quieren entrar en el redil.
En la continuación del capítulo 10 del Evangelio de San Juan, Jesús dice: «Yo soy el Buen Pastor y conozco a las mías, y las mías me conocen, como el Padre me conoce y yo conozco al Padre» (Jn 10,14s). Jesús conoce personalmente a sus discípulos, hombres y mujeres. Para Él, cada uno es importante. Llama a cada uno por su nombre. Entre el pastor y sus ovejas existe un vínculo íntimo. Jesús ama a sus ovejas.
En esta afirmación resuena el motivo de Orfeo, que encanta a los hombres con sus melodías. Según la tradición, las canciones que canta Orfeo son canciones de amor; desde siempre los pastores han sido considerados cantores del amor: no es casualidad que los cantos navideños sean a menudo canciones pastorales.
Los conciertos navideños de tantos compositores de música clásica hacen suyas algunas melodías de los pastores. En estas melodías pastorales resuena el amor que Jesús tiene por los suyos; en estos cantos, Jesús toca el corazón de los suyos con su amor.
En los evangelios de San Mateo y San Lucas, la imagen de Jesús como Buen Pastor aparece en la parábola de la oveja perdida. «¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una, no deja las noventa y nueve en el desierto para ir a buscar la que se ha perdido, hasta que la encuentra? Cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, se alegra, vuelve a casa, convoca a sus amigos y vecinos y les dice: ‘Alegraos conmigo, porque he encontrado la oveja que se me había perdido’» (Lc 15,4-6).
Jesús, el Buen Pastor, va en busca de la oveja perdida; con amor, se echa sobre los hombros al animal desorientado y cansado. Nosotros, los hombres, somos como ovejas que se han perdido en la maraña de la vida. Jesús nos busca porque nos quiere; una vez que nos encuentra, estalla la alegría y la fiesta.
Las cien ovejas son imagen de nuestra plenitud como seres humanos. Hemos perdido nuestro centro, nuestra plenitud, a nosotros mismos. Jesús va, como el Buen Pastor, en busca de todo lo que se nos ha escapado, lo que hemos reprimido o perdido dentro de nosotros mismos. Encuentra todos los fragmentos dispersos de nosotros mismos y celebra con nosotros la plena recomposición de nuestro ser.
Yo creo que es el título cristológico más bello: «Yo soy el Buen Pastor». La expresión griega utilizada por el Evangelista -egò eimi o poimen o kalos- también podría traducirse como: «Yo soy el modelo del pastor», de hecho, en el Evangelio de San Juan, se presenta como el «Pastor bueno».
Egò eimi o poimen o kalos: junto al término «pastor», el Evangelista San Juan añade el adjetivo kalos -bello-, que utiliza únicamente en referencia a Jesús y a su misión: también en el pasaje de las bodas de Caná (cf. Jn 2,10), el adjetivo kalos se emplea dos veces para connotar el vino ofrecido por Jesús, y es fácil ver en él el símbolo del vino bueno de los tiempos mesiánicos.
«Yo soy el pastor bueno; el pastor bueno da su vida por sus ovejas» (Jn 10,11). Jesús, el «Buen Pastor», es según la fe cristiana la revelación de la belleza que salva: y lo es según la doble vía de la belleza armónica, propia del «más bello entre los hijos de los hombres» (Sal 45,3), y de la inquietante belleza del Hombre de dolores, ante el cual se oculta el rostro (cf. Is 53,2).
Jesús no es «un» pastor que se añade a la serie anterior de pastores; es, en cambio, «el» pastor por excelencia, el verdadero pastor, en contraste con todos los que le precedieron, que, si no corresponden a su modelo, son ladrones y salteadores. La característica que distingue al modelo del verdadero pastor es la disposición a dar la vida por el rebaño, a diferencia de los mercenarios que persiguen sus propios intereses y huyen para ponerse a salvo cuando llega el lobo.
En la promesa de Jesús, la vida que Él da en abundancia coincide con el don de sí mismo. Después de decir: «Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia» (v. 10), el Maestro añade: «El Buen Pastor da su vida por las ovejas» (v. 11). Parece haber un paralelismo directo entre la vida que Jesús ofrece, entregándose a la muerte en la cruz, y la vida que el rebaño debe recibir de Él.
La vida que Él ofrece es la misma que el rebaño recibe. La vida, que eleva a los creyentes a la dignidad de hijos libres, es la misma vida del Hijo, comunicada a nosotros en su muerte y resurrección. El mismo concepto se reafirmará en 12,24 con la metáfora del grano de trigo: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto». El amor de Cristo es ejemplar, modélico, pedagógico…, es amor incondicional: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,13).
Dios es bello, pulchrum, y contemplamos el máximo de su belleza en el rostro desfigurado de Jesús en la cruz: precisamente allí se revela el rostro bello de Dios, porque es el rostro del amor. A través del «Buen Pastor» la luz de la salvación lega a todos, atrayéndolos hacia Él, y su belleza salvará al mundo.
Si tienes una imagen del Buen Pastor, mírala con atención. ¿Qué te suscita? ¿Qué nostalgias y aspiraciones despierta en ti? ¿Qué imagen de Jesús te viene a la mente?
En el Salmo 23 leemos: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (Sal 23,1). Para Immanuel Kant, este salmo constituía la experiencia más profunda de su fe; el filósofo sentía en este versículo del salmo la calma, la paz.
Quizás para ti esta frase sea solo una frase bonita, que te deja indiferente. Sin embargo, si esta frase te suena verdadera, ¿cómo vives tu soledad, tu falta de amor? ¿No sientes que tal vez tú también, como Immanuel Kant, puedes construir algo sobre este versículo del salmo? ¿No crees que Jesús, el Buen Pastor, quiere llevarte a un prado donde encontrarás la vida?
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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