Hacia la lógica del Evangelio
El único Evangelio de Cristo, la claridad y la certeza identitaria de la doctrina teológica, la firme custodia del depósito de la fe por parte del Papa y los Obispos. Y, sobre todo, la verdad, la verdad y nada más que la verdad. Metafísica. Dogma. Canon.
Pero digamos toda la verdad, sobre todo la evangélica, la bíblica, siempre entendida a la luz de la Tradición que viene antes y que va más allá de las diferentes tradiciones.
Porque, de lo contrario, se corre el riesgo de hacer que esta claridad y unidad deseadas parezcan un deseo de simplificación de la fe y una huida de toda su problemática y complejidad.
Omito el ya habitual silencio tradicionalista sobre las obras del Espíritu —¡ese desconocido!— con el consiguiente olvido:
a) de la práctica sinodal (además de la conciliar);
b) del sentido espiritual de la historia humana (por lo que, por ejemplo, un Papa es sucesor de Pedro, pero también de todos sus predecesores, incluido el último);
c) de la capacidad (pentecostal) de interpretar el lenguaje de todos, para poder dialogar con todos;
d) del cuidado/cultivo/cultivación (y, por tanto, de la «cultura»/inculturación) que se requiere para conservar y custodiar toda verdadera religión.
El grave problema de ese dialecto eclesial consiste en el olvido de la sustancia evangélica y bíblica, de su procedencia divina y crística (además de espiritual), de la consistencia doctrinal y dogmática de todos aquellos signos que a ese oído eclesial suenan como cesiones temerosas al mundo y a la mundanidad, como disoluciones o ensombrecimientos de la trascendencia, como relativización o ideologización de la doctrina...
Ahora bien, lo que hay que aclarar de una vez por todas, el verdadero punto firme o caso serio con respecto al cual no se puede ni se debe dar marcha atrás con respecto al pontificado de Francisco es que esos signos son también Evangelio de Cristo, depositum fidei, verdad, doctrina.
Por supuesto, siempre con cuidado de que no se deformen en facultativos aquellos «valores no negociables» del Evangelio y del Reino, y de que su traducción social y política sea siempre fruto de una compleja mediación del discernimiento: para ello, sin embargo, contamos con la virtud de la prudencia que nos sostiene desde la civilización grecorromana y con las enseñanzas del Concilio Vaticano II que nos guían desde hace más de medio siglo.
Dicho esto, ¿cómo no recordar que el único Evangelio de Jesús y el Reino fue dado desde el principio en cuatro Evangelios redactados «según» —«desde el punto de vista de»— y, por lo tanto, de manera no uniforme, sino multiforme, dialéctica, polifacética?
¿Cómo no recordar que el Evangelio de Jesús resucitado no es solo ni ante todo algo que hay que anunciar o testimoniar, sino que hay que «buscar en otra parte»?
Más concretamente, en las periferias de Galilea, en el umbral de la frontera y del límite con los «otros» (Hechos de los Apóstoles 10), en aquellos en quienes no se nos aparece inmediatamente —hambrientos y sedientos, extranjeros y presos, enfermos y despojados de todo—, pero en quienes está igualmente «místicamente» presente.
¿Cómo no recordar que es el mismo Jesús quien se dirige y se abre también a los alejados (pecadores o no)? ¿Y, al mismo tiempo, irrita a muchos de los cercanos, provocando su cierre y endurecimiento de corazón (Mt 13,15)?
¿No hay, de hecho, dos formas opuestas de vaciar y disolver el alma, de aislarse y perderse? Pero esto, como en la parábola del sembrador, ¿no es siempre para gloria de la misericordia de Dios (Mc 4,12)?
¿Cómo no recordar que la división interna de la comunidad eclesial comienza cuando no se quiere recontextualizar en el hoy (diferente) la salvación experimentada con Jesús en su contexto original (diferente)? ¿Cuándo las diferentes partes de la Iglesia ad intra y ad extra no confiesan sus respectivas patologías, es decir, cuando los que están dentro no reconocen sus propios errores (ya sean vigas o pajas) y los que están fuera piensan que solo tienen talentos inspirados por Dios?
¿Y cómo no recordar, por el contrario, que la unidad se recompone cuando se descubre, se encuentra, de manera ciertamente creativa, una forma más compleja y, por tanto, más inclusiva de creer, rezar y ser caritativos (Hechos de los Apóstoles 15)? ¿Cuándo tanto los que están dentro/cerca como los que están fuera/lejos reconocen sus propios errores (ya sean vigas o pajas) junto con los talentos de los demás?
¿Cómo no recordar que en los Evangelios todo primado de poder y autoridad, de confirmación y de guía requiere una profunda conversión de las propias convicciones (Lc 22,32; Jn 21,15-17), una decidida mansedumbre (1 P 3,15), un constante compartir su ejercicio (Hch 15,23-29), un decidido rechazo de toda sacralización (Hch 10,25-26)?
¿No es acaso por eso que la paz que da Jesús es diferente de la paz que da el mundo (Jn 14,27)? ¿No es acaso por eso que el primer título de todo pontífice debería ser el de «servus servorum Dei», al que, por consiguiente, se puede dirigir con un sencillo y simple «gracias»?
¿Cómo no recordar, por ejemplo, que de los Evangelios, de la Biblia y de la tradición del pensamiento cristiano (literario, filosófico y científico) surge una religión corroborada no solo por la razón, por la metafísica, sino también —y con igual valor— por las emociones, las pasiones, los sentimientos?
¿Una religión que, precisamente por eso, es capaz de comprender, contener y acompañar la soledad, los miedos, las inseguridades, la desorientación, la aniquilación de uno mismo y de los demás? ¿O incluso de intervenir en favor de esa creación que, en doloroso parto, «espera la revelación de los hijos de Dios» (Rm 8,19-22)?
La impresión es que, aunque clara, la teología que surge de este dialecto eclesiástico es extremadamente parcial y, en definitiva, pobre. Esto no debe llevarnos a juzgarla desde arriba, con un presuntuoso sentido de superioridad moral, pero sin duda requiere el compromiso de corregirla fraternalmente (Mt 18,15-17.21-22) en su pretensión/protesta de «devolver» la Iglesia a quienes están dentro de ella.
Sobre todo, hay que hacer madurar su dureza —típica del hermano mayor de la conocida parábola evangélica— permaneciendo en su compañía, a costa de renunciar a la fiesta en curso, junto con el padre misericordioso que ama y perdona a ambos.
También aquí —sobre todo aquí— para gloria de esa misericordia que es la única cara del poliedro cristiano por la que es lícito hablar de «ansia de anunciarla» como bella y verdadera Buena Noticia y verdadero presupuesto de la humanización -aquella filial, fraterna, samaritana- querida por Jesús.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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