lunes, 12 de mayo de 2025

La plenitud en el desprendimiento.

La plenitud en el desprendimiento 

Celebramos la fiesta de la Ascensión, que en verdad es parte constitutiva del acto único e indivisible que es el acontecimiento pascual. Mientras celebramos la Ascensión, por otra parte, el mismo texto evangélico de la liturgia de hoy nos remite a la muerte y resurrección de Jesús y a la espera de su venida. 

El Evangelio nos lleva al primer día después del sábado, cuando los discípulos aún están incrédulos, bajo el impacto de la pérdida de su Señor y angustiados por el vacío que ha dejado. En el Evangelio se funda, pues, la fe en la resurrección -«Así está escrito: ‘El Cristo padecerá y resucitará de entre los muertos al tercer día’»-, se anuncia la misión de los discípulos en la historia -«en su nombre se predicará a todas las gentes la conversión y el perdón de los pecados»- y, finalmente, los discípulos son situados por el Resucitado en la espera del don del Espíritu Santo -«yo enviaré sobre vosotros lo que mi Padre ha prometido»-. 

Ahora bien, la paradoja es que el cumplimiento de la promesa celebrado en la Ascensión pasa por un vacío, o, mejor dicho, por un distanciamiento. No es una plenitud, sino una falta. ¿El cumplimiento? Una falta. Un distanciamiento. No es una presencia, sino una ausencia. ¿El cumplimiento? No es una relación constatable, visible y tangible, sino una distancia. Y sobre esto debemos reflexionar también para nuestra vida espiritual. 

De hecho, la celebración de la Ascensión nos permite reflexionar sobre la dimensión de generatividad inherente a un acto de distanciamiento y separación, de separación y alejamiento. La Ascensión se evoca en los escritos bíblicos con palabras que hablan de alejamiento, de partida, de asunción (Hch 1,11), de camino (Hch 1,10-11), de subida (Jn 20,17), de separación («se apartó de ellos»: Lc 24,51). 

Como en una dinámica antropológica de crecimiento y devenir, el desprendimiento y la separación abren el camino a un nuevo apego, a la creación de un nuevo vínculo, así la partida de Jesús sitúa a los discípulos en una relación radicalmente renovada con Él. Los discípulos son generados como testigos, se convierten en testigos: «De esto sois testigos vosotros» (Lc 24,48); «Seréis mis testigos en Jerusalén [...] y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8). 

Esta nueva relación está bajo el signo del Espíritu Santo. El Espíritu Santo, es decir, la libre voluntad de Dios de comunicarse y entrar en comunión con los hombres. Comunicación y comunión que Jesús vivió durante su ministerio histórico dirigiendo la palabra a las multitudes y a los individuos, una palabra capaz de escuchar y de tocar, de cuidar las heridas de las personas con las que se encontraba, una palabra capaz de dar vida y sentido a la vida, una palabra que sabía orientar el camino de quienes compartían su aventura. Comunicación y comunión que Jesús vivió tocando los cuerpos enfermos y dejándose tocar e incluso contaminar por los enfermos, los leprosos o las hemorroisas. 

Para expresar esta dinámica de comunión, el Espíritu Santo encuentra, pues, en la palabra y en el cuerpo sus lugares electos. ¿Qué cuerpo? La Ascensión oculta definitivamente el cuerpo físico de Jesús a la vista de sus discípulos, lo sustrae de su proximidad, del contacto con ellos, sin embargo, los discípulos pueden tocar la carne de Jesús tocando la carne del que sufre, el cuerpo del pobre. Dejándose guiar por el Espíritu, pueden hacer lo que hacía el mismo Jesús. 

Si consideramos el relato de la Ascensión presente en los Hechos de los Apóstoles (por lo tanto, siempre lucano), vemos que establece una continuidad entre la venida gloriosa del Señor y su camino histórico (el verbo utilizado para decir la partida de Jesús hacia el cielo en Hch 1,10-11 es el mismo que indica el camino que él recorrió por los caminos de Galilea y Judea). 

El Ascendido al cielo es el que viene y es Aquél que pasó entre los hombres haciendo el bien y sanando: «Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este Jesús, que ha sido tomado de entre vosotros al cielo, vendrá un día de la misma manera que lo habéis visto ir al cielo» (Hch 1,11). La venida escatológica y el camino cotidiano de Jesús están en estrecha continuidad: para conocer, confesar y dar testimonio del Venidero no es necesario mirar al cielo, sino recordar los pasos que Jesús dio en la tierra. 

La humanidad de Jesús atestiguada por los Evangelios es el magisterio que indica a los cristianos el camino a seguir para dar testimonio de aquel que, ascendido al cielo, ya no está físicamente presente entre los suyos y vendrá en la gloria. 

Más aún. Según el Evangelio, la Ascensión de Cristo va acompañada de una bendición (Lc 24,51: «Mientras Jesús bendecía a los discípulos, se separó de ellos y fue llevado al cielo») y, según los Hechos de los Apóstoles, de una promesa (Hch 1,11: «Jesús vendrá un día de la misma manera que lo habéis visto ir al cielo»): con la Ascensión, de hecho, el Señor hace don a la humanidad de su presencia en una forma nueva (bendición) y no abandona a los suyos, sino que volverá para encontrarlos (promesa). 

La promesa y la bendición de la Ascensión comprometen a la Iglesia en la historia a dar testimonio de la presencia del Resucitado y a esperar su venida gloriosa. El testimonio y la espera son los reflejos eclesiales y espirituales del acontecimiento de la Ascensión como promesa y bendición. 

La Ascensión sanciona, por tanto, que el estatuto del discípulo en la historia es el de testigo. Y el testigo es creado por las Escrituras y por el Espíritu Santo: para los discípulos se trata de dar testimonio de «lo que está escrito» (cf. Lc 24,46-48) y de acoger el don del Espíritu (cf. Lc 24,49). 

He aquí la Iglesia como memoria de Cristo entre los hombres gracias a las Escrituras y al Espíritu. Si etimológicamente el término mártys -testigo- remite a una raíz que entre sus significados tiene también el de recordar, este recuerdo no se agota en una dimensión psicológica, sino que reviste también una dimensión teologal y espiritual. Es recuerdo que se convierte en presencia, actualidad, historia, y esto en el rostro de los santos, que dan un rostro a Cristo en el tiempo de su ausencia física, hasta su regreso. 

Y como testimonio de Cristo, es testimonio del pasado -el que vino en la carne- y del futuro -el que vendrá en la gloria-. Es, por tanto, profecía. Testimonio es dar un rostro a Aquel que no es visible. El testimonio no es, por tanto, cuantificable, sino que se sitúa en el plano inefable del ser: el rostro es la única imagen de lo divino. 

La Ascensión habla, por tanto, de una separación que se abre a una nueva comunión entre el Resucitado y sus discípulos en la historia. Lo que no podía ser más que el fin de todo se convierte en el comienzo de una nueva historia. La presencia sustraída se convierte en presencia donada a través de la responsabilidad del creyente de dar testimonio. 

Lo que en términos teológicos y espirituales expresa el Evangelio al decir que la Ascensión es una bendición, en términos antropológicos puede traducirse (aunque de manera imperfecta y solo por analogía) como elaboración del duelo: el que se ha ido está verdaderamente muerto, ya no está, se ha sustraído a la vista («Jesús desapareció de su vista»: Lc 24,31), pero su presencia vive en el creyente, está interiorizada. 

Es más, la presencia de Cristo vive en la Iglesia, y la Eucaristía, lugar por donde pasa y florece el Espíritu, es el memorial en el que nuestros sentidos se enfrentan de nuevo a su presencia a través de los signos del pan y del vino eucarísticos, de la Palabra anunciada en las Escrituras, de los rostros de los hermanos y hermanas reunidos en la asamblea. Es el lugar que renueva el testimonio de los cristianos. 

Y el testimonio cristiano en la historia encuentra dos elementos decisivos en la conversión y en la remisión de los pecados (Lc 24,47). La conversión y el perdón de los pecados son el centro de la predicación y del mensaje de Jesús y son realidades experimentadas por los discípulos. Se han puesto en camino de conversión, es decir, de cambio de vida, en obediencia a la palabra de Jesús, que dijo que había venido «no a llamar a justos, sino a pecadores al arrepentimiento» (Lc 5,32), y han experimentado el perdón de los pecados, han conocido la salvación en la remisión de los pecados (Lc 1,77). Se es testigo de lo que se ha conocido y experimentado. 

La conversión: se trata de cambiar no solo las actitudes, sino una forma de ser, manteniendo siempre la mirada fija en Cristo y en su humanidad. Las dificultades de nuestra conversión son tanto mayores cuanto más afectan a nuestra propia humanidad, a nuestras costumbres, a lo que nos parece más arraigado en nosotros y que, por lo tanto, coincide, o creemos que coincide, con nuestra identidad, con «nosotros». 

Por lo tanto, el perdón de los pecados forma parte de la práctica de humanidad de Jesús y de su narración de Dios. Y forma parte de la experiencia del creyente. De este modo, él también podrá convertirse en anunciador creíble de la conversión y testigo auténtico del perdón. Y así, el espacio vacío dejado por el Ascendido al cielo no es espacio de lamento o llanto, no es espacio de dolor o angustia, sino de responsabilidad. 

El espacio vacío dejado por Cristo ascendido al cielo es llenado por sus propios discípulos, llamados a contarlo, a convertirse en sus manos y sus brazos, a convertirse en narradores de su presencia con una humanidad similar a la suya. Una humanidad que, para ser similar a la suya, debe dejarse habitar por el don del Espíritu en Pentecostés. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

No hay comentarios:

Publicar un comentario

María, Virgen y Madre de la espera.

María, Virgen y Madre de la espera   Si buscamos un motivo ejemplar que pueda inspirar nuestros pasos y dar agilidad al ritmo de nuestro cam...