La última palabra: una bendición
Lucas narra la despedida de Jesús de los suyos con una sobriedad encantadora. «Jesús llevó a los suyos fuera, hacia Betania»: es Él quien va delante como pastor, quien indica el camino, quien avanza seguro incluso cuando el destino es el Calvario.
Cuántas veces los discípulos han caminado detrás de Él, por los caminos de Palestina. Y ahora el viaje comienza de nuevo, toda tierra extranjera es patria, Él precede a los suyos por todos los caminos.
Luego, a la imagen del pastor se superpone otra: «y, alzando las manos, los bendijo». La última imagen que habita los ojos de quienes lo han visto durante tres años y ya no lo verán más, es una bendición.
«Y, mientras los bendecía, fue llevado al cielo». Esa bendición es su último testamento, llega a cada uno de nosotros, no ha terminado. Permanece entre el cielo y la tierra, se extiende como una nube sobre toda la historia, está trazada sobre nuestro mal de vivir, desciende sobre las enfermedades y las decepciones, sobre el hombre caído y sobre la víctima, para asegurar que la vida es más fuerte que sus heridas.
El último mensaje de Jesús a cada discípulo es este: tú eres bendito; hay bondad en ti; hay mucha bondad en cada hombre; esto debes anunciar.
La primera profecía de Isabel -bendita Tú entre las mujeres- se convierte en la última palabra de Jesús: bendito eres tú entre mis criaturas, que todas son benditas.
Y es de esta bendición, que abre y cierra el Evangelio, de donde brota esa reserva de alegría que da origen al canto del Magníficat, que hace que los apóstoles regresen a Jerusalén «con gran alegría».
El Señor nos ha dejado una bendición, no un juicio; no una condena, ni una lamentación, ni una orden, sino una hermosa palabra sobre el mundo, una palabra de estima, casi de gratitud.
Porque se bendice a quien nos ha hecho bien; y yo, ¿qué bien le he hecho a Dios? Ninguno. Y, sin embargo, Dios me bendice. No soy digno, pero acepto de todos modos esta palabra de confianza, me aferro a este acto de enorme esperanza en mí, en nosotros, que todavía estamos aprendiendo.
Hay tres cosas que hay que aprender y dar testimonio: la ley de la cruz, como la forma más elevada, más verdadera y más bella de interpretar la vida; la conversión a ella; el perdón siempre ofrecido como posibilidad de un nuevo comienzo al alcance de todos, siempre.
«De esto sois testigos». En su ascensión, Jesús no subió hacia arriba, sino que fue más allá, hacia las cosas por venir. No más allá de las nubes, sino más allá de las formas.
Está sentado a la derecha de cada uno de nosotros, está en lo más profundo de la creación, en el rigor de la piedra, en la música de las constelaciones, en la luz del amanecer, en el abrazo de los amantes, en cada renuncia por un amor más grande.
Ha seguido adelante, nos precede hacia esa parte del cielo que compone y ablanda la tierra.

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