viernes, 23 de mayo de 2025

¡María! ¡Maestro!

¡María! ¡Maestro! 

María Magdalena, o de Magdala es mencionada en los Evangelios sobre todo en los últimos capítulos, entre las mujeres testigos de la crucifixión y resurrección de Jesús. Solo Lucas la menciona explícitamente también en otro lugar, entre las mujeres «curadas de espíritus malignos y de enfermedades» que seguían y servían a Jesús. De ella, especifica el evangelista, «salieron siete demonios» (Lc 8,2-3). 

María es, por tanto, ante todo testigo de la muerte y anunciadora de la vida de Jesús. Ella es la que está junto a la cruz y ve el exceso de amor; y luego corre al sepulcro, atraída por ese cuerpo amado, y allí descubre que el amor está vivo y la envía, la primera de todos, a anunciarlo a los demás discípulos, por lo que será recordada como «la apóstol de los apóstoles». 

Sin embargo, más que como anunciadora, en el imaginario colectivo María está presente como la pecadora arrepentida. 

Pensemos en las imágenes, sobre todo occidentales, que la representan desnuda, indicando su supuesto pecado, ¡y arrepentida! 

Los «siete demonios» ya hicieron volar la imaginación exegética de los antiguos, que identificaban a María de Magdala con la pecadora de la que Lucas mismo habla justo antes del pasaje sobre las mujeres que seguían a Jesús. Aquella que, llevando un frasco de perfume, ungió los pies del Maestro, los secó y los besó, con una libertad que escandalizó al fariseo Simón (cf. Lc 7,36-39). 

Los siete demonios bastaron para una identificación que la exégesis moderna pone en tela de juicio, junto con otra, también antigua, que asocia a María Magdalena con María de Betania. 

Identificaciones aparte, lo que los Evangelios dicen con certeza es que se trata de una mujer que ha experimentado un proceso de curación y renacimiento. 

María vio primero en su carne y luego en la del Maestro la acción nefasta de la muerte. Luego, primero en su carne y luego en el cuerpo del Maestro, el poder de la vida: ella liberada de los siete demonios y Jesús de las cadenas de la muerte. 

Este paso es el mensaje del Evangelio de Juan 20, 1-18. El primer rasgo que emerge del Evangelio es el llanto de María. Cuatro veces en pocos versículos vuelve a aparecer el verbo «llorar» (11, 13, 15). Dos veces en forma de pregunta que se repite idéntica, en boca de los dos ángeles y de Jesús: «Mujer, ¿por qué lloras?» (13 y 15). 

Pero ese llanto se disolverá en un grito de júbilo, en ese «he visto» del último versículo, expresión del paso de la muerte a la vida, de la angustia de haber perdido al gozo de haber encontrado. 

Y en medio, el encuentro sanador con el Señor, reconocido por el tono de la voz que, con extraordinaria sencillez y gracia, solo dice su nombre, «María», despertando así en ella la identidad y la función de aquel que la llamaba: «Maestro». He aquí el encuentro sanador. María vuelve a escuchar la voz: su vocación original. 

Y luego le devuelve a Jesús el espacio que le corresponde en su existencia: Maestro, más precisamente: «Mi maestro». Esto requiere que María acepte otro paso: del Maestro tal y como lo había conocido a otra forma de presencia. Es lo que Jesús le pide con ese «no me retengas» (17), un imperativo presente que dice duración y que podríamos traducir por «no sigas reteniéndome». 

María debe dejarlo. Solo así podrá renacer. Dejar para reencontrar. Y, sobre todo, dejar que el Señor sea el Señor y ella la discípula. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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