Penitencia
Una palabra muy relacionada con la confesión o con experiencias intensas de conversión. En el sentido popular, indica aquellas acciones que se deben realizar para expresar concretamente el arrepentimiento y la decisión efectiva de cambiar de vida. Esto se ha interpretado a menudo en dos sentidos.
El primero, de carácter más jurídico, asigna a la penitencia el valor de «reparación» del mal cometido. En la idea de que el pecado es una injusticia, la penitencia serviría para restablecer el equilibrio roto de la balanza moral. Los ejemplos del Evangelio de Lucas nos indican, sin embargo, que no existe una correspondencia «equilibrada» entre el mal cometido y la penitencia realizada.
En el encuentro entre Jesús y Zaqueo (19,1-10), la falta de correspondencia es evidente: «Señor, aquí tienes la mitad de mis bienes; si he defraudado a alguien, le devuelvo lo tuyo». En el episodio de la mujer pecadora (7,36-50), la penitencia no está relacionada con los pecados cometidos, sino con el amor a Jesús. El buen ladrón (23,39-43) ni siquiera tiene tiempo para hacer penitencia y, ante el pecado de Pedro, que reniega de Jesús tres veces (22,61-62), no hay ninguna petición de penitencia. Y en los demás textos del N.T. nunca aparecen ejemplos en los que la penitencia se entienda como reparación.
El segundo, de carácter más psicológico, asigna a la penitencia el valor de «borrar» la memoria de los pecados cometidos. En la idea de que se puede borrar el recuerdo del mal cometido, se supone que la penitencia realizada puede acallar el propio sentido de culpa. Pero también aquí, el N.T. parece ir en otra dirección.
La espléndida descripción del combate interior de Pablo (2 Cor 12, 7-10 y Rom 7, 7-24) muestra claramente que no se puede borrar la memoria del pecado cometido y que el cristiano puede liberarse del sentimiento de culpa no con su esfuerzo personal, sino confiando en el amor de Dios: «Te basta mi gracia; pues mi poder se manifiesta plenamente en la debilidad» (2 Cor 12,9). También la íntima confesión de Pedro (Jn 21, 15-19) pone de manifiesto cómo nos liberamos de la culpa transformándola en sentido del pecado: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo» (Jn 21, 17). Y esto es suficiente para Dios, que no pide otro esfuerzo que el de confiar en su amor.
Estas consideraciones abren, entonces, la posibilidad de indicar un sentido positivo de la penitencia. No se trata de «reparar» o «borrar» el mal. Se trata de dejar que el amor de Dios florezca en nosotros hasta el punto de impulsarnos a realizar acciones amorosas hacia los demás, movidos por la alegría y la belleza de hacer el bien a otra persona.
La penitencia tiene sentido si se vive desviando la mirada de nosotros mismos y de nuestro pecado, hacia el bien que otros pueden vivir a través de nosotros. ¡Por eso Zaqueo devuelve cuatro veces más!
Hacer penitencia significa, pues, dar lo mejor de uno mismo en el amor. No es condenar o silenciar una parte de uno mismo, sino dejar florecer el amor gratuito que Dios nos sigue regalando siempre, sacándonos de nosotros mismos, en la entrega amorosa a los demás.
Quien hace penitencia en este sentido tiene un rostro sereno y alegre, difunde a su alrededor el perfume del Evangelio, realizando Mt 6, 17: «Perfuma tu cabeza y lava tu rostro».
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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