A imagen y semejanza de la Trinidad
Con la reforma litúrgica introducida por el Concilio Vaticano II se quiso dar centralidad al texto bíblico, que de hecho se lee casi íntegramente en el transcurso de tres años. Se quería hacer crecer la fe bíblica de los fieles y hacer de la misa un momento de catequesis bíblica. Se introdujo una tercera lectura (antes solo había dos) y se quiso que la celebración litúrgica fuera en sí misma una catequesis concluida, aunque también relacionada con las otras celebraciones semanales.
Desde este punto de vista, las lecturas de la Solemnidad de la Santísima Trinidad son esclarecedoras. La liturgia de esta celebración es un resumen de la historia de la salvación en clave trinitaria.
El libro de los Proverbios presenta la sabiduría de Dios, el logos, la palabra creadora: «El Señor me creó como principio de su obra, antes que ninguna otra cosa, desde el principio. Desde la eternidad fui formado, desde el principio, desde los fundamentos de la tierra».
La sabiduría personificada de Dios representa, por tanto, el origen primero de todas las cosas creadas, la misma acción creadora de Dios. Es pensamiento, es palabra, es fuerza creadora: «Dijo Dios: “¡Sea la luz!”. Y fue la luz» (Gn 1,3).
Esa misma palabra-pensamiento-acción se atribuye a Jesús en el famoso prólogo del Evangelio de Juan: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio con Dios: todo fue hecho por medio de él, y sin él nada de lo que existe ha sido hecho» (Jn 1, 1-3).
Estamos en los albores de la historia del mundo y de la salvación, y el autor de los Proverbios lo explica bien en una página muy poética y rica en imágenes sugerentes: «Cuando aún no existían los abismos, yo fui engendrada, / antes de que se fijaran los cimientos de los montes, / antes que las colinas, yo fui engendrada, / cuando aún no había hecho la tierra ni los campos / ni los primeros terrones del mundo. Cuando él fijaba los cielos, yo estaba allí; / cuando trazaba un círculo sobre el abismo, cuando condensaba las nubes en lo alto, / cuando fijaba las fuentes del abismo, cuando establecía los límites del mar, / para que las aguas no traspasaran sus confines, / cuando disponía los cimientos de la tierra, / yo estaba con él como artífice».
Sorprendentemente, esta poderosa imagen de la fundación del mundo concluye con una referencia al juego y a la ligereza:
«Yo era su delicia cada día: / jugaba delante de él en todo momento, jugaba sobre el globo terráqueo, / poniendo mis delicias entre los hijos de los hombres».
Dios pone los cimientos del mundo y se regocija: «Dios vio todo lo que había hecho, y era muy bueno» (Gn 1,31), y luego juega con su sabiduría (y, por tanto, con su Hijo) y lo ofrece todo a los seres humanos. ¿Alguna vez hemos oído destacar este aspecto en alguna homilía o catequesis bíblica?
Continuamos con la celebración trinitaria, y he aquí que San Pablo presenta la figura de Cristo, a través del cual hemos obtenido «el acceso a la gracia en la que nos encontramos y nos gloriamos», gracia que da la paz, la paciencia en las tribulaciones y, por tanto, la virtud probada y la esperanza.
Y luego nos explica dónde se fundamenta esa alegría, esa alegría juguetona de la que hemos oído hablar en el pasaje de los Proverbios: «La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones». ¡Es difícil pensar en una alegría más profunda que la de poseer un corazón lleno de amor, paz y esperanza!
En el Evangelio, Cristo mismo presenta al Espíritu Santo, el Paráclito, es decir, el defensor, el socorrista, el consolador, pero también Aquel que nos guiará progresivamente hacia la verdad y la gloria divina.
El cuadro parece completo, la Trinidad se nos presenta en su presencia activa desde el origen del mundo hasta nuestra realidad actual.
Sin embargo, en esta liturgia tan rica en ideas y contenidos, también el salmo responsorial añade algo poderoso y original. ¿Qué falta en el cuadro general? Solo falta el ser humano. La mirada que se dirige a lo divino en su plenitud trinitaria se centra también en la humanidad y el salmista, con poético asombro, se pregunta:
«Cuando contemplo tus cielos, obra de tus dedos, / la luna y las estrellas que tú has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, / el hijo del hombre, para que te preocupes por él?»
En este punto, esperaríamos una reflexión sobre la pequeñez del ser humano, pero no, nuestro autor, de forma sorprendente, relanza:
«Lo hiciste poco menor que un dios, / lo coronaste de gloria y honor. Le diste poder sobre las obras de tus manos, / todo lo pusiste bajo sus pies».
«Poco menor que un dios»: palabras que hacen temblar. ¿Cómo usamos nosotros este enorme poder que se nos ha dado? No siempre bien, eso es evidente. Pero tenemos a nuestra disposición una posibilidad, la mejor, la más sensata: utilizarlo para ser imagen del Dios Trinidad (Gn 1,27), Dios de amor, de mansedumbre y de compartir. Y añado también: de misteriosa libertad, ya que la elección de cómo utilizarlo corresponde —dramáticamente— solo a cada uno de nosotros.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF




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