De las oraciones a la oración - San Lucas 11, 1-13 -
Damos el
salto cuando descubrimos que tenemos alma. Y al seguir a nuestra alma
aprendemos a dialogar con Dios. Un Dios desconocido, al principio (y nos parece
un poco tonto hablar con alguien que aún no sabes si existe), hasta que poco a
poco descubrimos que ese diálogo nos lleva a otro lugar, a un mundo
desconocido.
Nos
acercamos a la fe por lo que hemos oído, y luego, paso a paso, experimentamos
al Dios de Jesús y nos descubrimos amados y capaces de amar.
Nos
descubrimos amados.
Es una
mirada suave, sutil, libre, pura, la que descubrimos en nosotros mismos.
Eres
engendrado a una nueva vida.
Tú sigues
siendo el mismo y tu vida también, pero tu corazón y tu mirada cambian, se
hacen profundos, ves más allá del horizonte.
Más allá
del caos, los miedos, las angustias, los lugares comunes. Ves el diseño oculto
a lo largo de los siglos.
Cuando,
finalmente, dejamos de lado los muchos prejuicios, las cosas que creemos creer,
nos abrimos a escuchar verdaderamente el mensaje evangélico. Y, después de
haber seguido al Señor, después de habernos sentado también nosotros a escuchar
su Palabra, llega un momento en el que pedimos, como hacen los discípulos: Maestro,
enséñanos a orar.
No
piden: enséñanos oraciones.
Esas ya
las saben, como nosotros, fórmulas breves memorizadas. Pero lo que hace Jesús
es otra cosa.
Algo
nuevo. Intenso. Verdadero.
Un
verdadero encuentro.
¡Por
favor!
No
sabemos rezar, no bromeemos.
Tratamos
a Dios como a un poderoso al que hay que convencer. Para que nos haga felices,
para que nos conceda alguna gracia, al fin y al cabo.
La
oración, por desgracia, goza de muy mala fama entre los católicos.
Como algo
inútil, que debe dejar espacio, en cambio, a la acción.
Detrás de
esta idea hay siglos de invitaciones a la devoción, a la recitación de fórmulas
que nacieron espléndidas y murieron distraídas, de rosarios rezados pensando en
otra cosa.
La
oración concebida como un agotamiento para convencer a Dios. Un agotamiento que
lleva al agotamiento, el nuestro y el de Dios. El término mismo, «oración», se
ha convertido en sinónimo de «recitación», de cantinela, de insistencia para
convencer a alguien de nuestras buenas intenciones.
¡Por
favor, hazme un favor!
Se ha
convertido en el estribillo de nuestra petición, de nuestra oración cotidiana.
Antes de
hablar de oración, debemos hacer el enorme esfuerzo de borrar todas estas ideas
falsas y ponernos a escuchar.
Escuchar
Como
María, la oración es, ante todo, sentarse a escuchar.
Escuchar
a alguien a quien se ama, se estima, se admira.
Ese Jesús
que rezaba como nadie había rezado jamás, que sorprendía y fascinaba a los Apóstoles
cuando, en plena noche, se levantaba para hablar en su corazón con el Padre. Un
estilo nuevo, diferente de la oración colectiva, en el templo, en la sinagoga.
Una oración íntima que los apóstoles intuyen como origen de la serenidad y la
fuerza del Señor, del Maestro.
Por eso
le piden que les enseñe a rezar.
Y Jesús
lo hace, entregándoles la oración por excelencia, el Padrenuestro, que en la
versión de Lucas es aún más esencial. Y que ya nos dice lo que es la oración:
diálogo con el Padre, para pedir, sí, pero también para actuar, para cambiar de
actitud ante la vida.
La
oración es confianza
Jesús nos
revela el rostro del Padre: es a Él a quien dirigimos nuestra oración. No a un
déspota caprichoso, ni a un poderoso al que hay que convencer. Nos hemos
convertido en hijos, nos dice San Pablo, Dios nos trata como trata a su hijo
amado. Un buen padre sabe lo que necesita su hijo, no le deja sufrir. Muchas de
nuestras oraciones no son escuchadas porque se dirigen al destinatario
equivocado: no se dirigen a un padre, sino a un padrastro o a un tutor
antipático al que pedir algo que, en realidad, creemos que nos corresponde.
Tantas
veces confieso algo que he descubierto en mi pobre vida: pedí y no me fue dado.
Entonces, en esos momentos, me desanimé. Hoy, años después, sé que obtuve todo
lo que necesitaba y que, a menudo, no era lo que pedía.
La
oración es amistad y constancia
Como
aquel que va a pedir pan en plena noche.
Cuando
rezamos, nos dirigimos a un amigo. Y lo hacemos para pedirle algo con lo que
alimentar a los huéspedes de nuestra vida, no para ganar la lotería.
Amistad
recíproca, como leemos en la hermosa página del Génesis: la relación con
Abraham se consolida y Dios decide hablarle de su proyecto de abandonar Sodoma
a su maldad. Abraham siente un vuelco en el corazón: en Sodoma vive Lot, su
sobrino, y comienza una dura negociación. Al final, Abraham se sale con la
suya: si Dios encuentra en Sodoma tan solo diez justos, salvará toda la ciudad,
dando la vuelta a la teoría de la solidaridad según la cual todos pagan por la
culpa de uno. En este caso, todos serán salvados por los méritos de diez.
La
oración es una conversación íntima, un intercambio de opiniones, un
entendimiento mutuo.
No es una
lista de la compra, ni un intento de corrupción, ni una letanía para dar
suerte.
Concebimos
la oración como una serie de fórmulas de buenos deseos, pero la oración es ante
todo escuchar, escuchar a Dios, e interceder, interceder por el mundo, no por
mis necesidades.
¿Por
qué no?
¿Por qué
no aprender a rezar?
La
oración te necesita a ti, ante todo: tal como eres, devoto o ateo, santo o
pecador. Pero un «tú» verdadero, no falso, no aparente. La oración necesita
tiempo: cinco minutos, para empezar, el tiempo en el que no estás completamente
atontado o distraído, apagando el móvil y aislándote. La oración necesita un
lugar: tu habitación, el metro, la pausa para comer. La oración necesita una
palabra que escuchar: mejor si es el Evangelio del día, para leerlo con calma y
saborearlo. La oración necesita una palabra que decir: las personas con las que
te encuentras, las cosas que te angustian, un «gracias» dicho a Dios. La
oración necesita una palabra que vivir: ¿qué cambia ahora que retomas tu
actividad cotidiana?
Venga el
Espíritu prometido por el Señor, amigos, el Espíritu que nos permite ver con
una mirada diferente incluso las cosas que nos parecen indispensables para
nuestra felicidad, comprendiendo, finalmente, que lo que consideramos un
obstáculo insuperable no es tan importante resolverlo y, tal vez, ni siquiera
es un obstáculo.
Porque, en la oración, descubriremos que nada nos puede impedir decir con verdad: Padre.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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