El arte de la fraternidad
Si aprender el arte de la vida es un esfuerzo muy personal y costoso, también lo es aprender el arte de vivir juntos: no yo sin los demás, no yo contra los demás, sino yo junto a los demás hasta vivir para los demás.
Y este camino no debe pensarse en términos de empobrecimiento: los demás me cortan las alas, me impiden desarrollar mi personalidad, por lo que me veo obligado a encontrar un compromiso.
No, es hora de comprender que el encuentro, el vivir juntos, en un intercambio de miradas, gestos, palabras e incluso silencios, puede ayudar a que florezca la personalidad del individuo: puede ayudarle a pasar de ser un individuo a ser una persona.
No hay que olvidar que, según una etimología atrevida, «persona» podría derivar del verbo latino per-sonare: yo soy en cuanto resueno al llamado del otro...
Mi cultura cristiana de origen me lleva casi naturalmente a relacionar el tema de la convivencia con una famosa expresión de San Pablo. En su Segunda Carta a los cristianos de Corinto, el Apóstol define así el fin de la vida cristiana: «estáis en nuestro corazón para morir juntos y vivir juntos» (2 Cor 7,3).
Parece un absurdo lógico y, sin embargo, puede expresar admirablemente el fin de la convivencia, también a nivel humano: solo quien está dispuesto a dar la vida por quienes le rodean, hasta el extremo de morir, puede llegar realmente a convivir, a vivir juntos con conciencia de causa. Así es como se puede aprender, en lo más profundo del corazón, es decir, de toda la persona, a entrelazar vidas, historias y destinos.
Si se quiere comprender en profundidad qué es y cómo surge una verdadera convivencia, hay que ser consciente de que, en primer lugar, hay que dar la propia presencia a los demás, hasta el punto de darles la propia vida.
Dicho de otro modo: si una comunidad no quiere caer en derivas patológicas -¡y cuán expuestos estamos hoy en día!-, debe establecer como principio fundamental un movimiento en el que cada uno se disponga a donar al otro su propia presencia.
Hay dos afirmaciones del Nuevo Testamento que iluminan este aspecto, mucho más allá de la simple práctica cristiana, pero en referencia a un verdadero camino de humanización:
«No tengáis ninguna deuda con nadie, salvo la del amor mutuo» (Rom 13,8);
«Nadie
tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,13).
Para entrar en la ‘communitas’ es necesario sentir la propia presencia entre los demás como una deuda y un don al mismo tiempo. Yo estoy en la comunidad para el otro, sobre todo mi presencia, el estar allí concretamente es para el otro, para los demás.
La pregunta esencial que se plantea en el dintel de la puerta de la comunidad es siempre la que encontramos en las primeras páginas del «gran código» de la Biblia, donde se dice que la humanidad comenzó a través de vínculos y relaciones, dentro de los cuales también existe la posibilidad del asesinato del hermano.
Después de que Caín matara a Abel, Dios le pregunta: «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). Esta pregunta nos interpela a cada uno de nosotros sobre nuestra capacidad de ser guardianes, responsables del otro. Es decir, todo ser humano debe saber siempre dónde está el otro, debe saber dónde se sitúa con respecto al otro, si en una relación de cercanía o de extrañeza.
Preguntar: «¿Dónde está tu hermano, tu hermana?», equivale a preguntar: «¿Tienes el rostro vuelto hacia él/ella, para saber dónde está? ¿Miras al otro?».
He aquí uno de los puntos cruciales para comprender de dónde puede surgir una auténtica convivencia humana: nace de esta responsabilidad hacia el otro.
El otro es otro y debe seguir siéndolo, el otro es único, entre tú y yo hay una distancia irremediable; pero, al mismo tiempo, tú y yo, tú y yo estamos llamados a la relación, al diálogo, a la acogida recíproca, y esto exige una gran responsabilidad del uno hacia el otro: frente al otro, debo renunciar a la soberanía de mi yo para poder encontrarlo y poder decir «nosotros» con él.
El otro, con su alteridad, crea en mí un temor, la relación con él es siempre un riesgo y su presencia se impone a mi lado. Pero yo puedo encontrarlo o rechazarlo, puedo acercarme a él o excluirlo: si me acerco, le reconozco la vida; si lo excluyo, es como si lo declarara muerto.
El otro que está frente a mí en esta comunión radical, originaria conmigo: somos humanos, somos mortales, somos pequeños, somos provisionales, pero precisamente por eso nos necesitamos unos a otros, necesitamos sentido, ese sentido amenazado por la muerte.
Y solo la relación, la comunión, la fraternidad, el amor pueden luchar contra la muerte y dar sentido a cada uno de nosotros.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF



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