La excelencia de la mediocridad en política -dicho con humor-
Ya nos vamos resignando, ¿a pasos forzados?, ¿al galope de las circunstancias?, a la mediocridad de los políticos.
Yo creo que es un hecho que la calidad está en constante descenso: a ello han contribuido el populismo rampante y la exaltación del pragmatismo, que ha borrado los ideales y las visiones de futuro (se repetía que lo importante es «la política de hacer» y «no se vive de ideales»: ¿estamos seguros de ello?).
Y a todo lo anterior hay que sumar la corrupción, a
veces solamente latente, a veces expresa; a veces esporádica, a veces generalizada;
a veces presunta (mientras no se demuestre lo contrario), otras veces declarada
por la autoridad competente.
En una famosa conferencia de 1919, el sociólogo Max
Weber advertía a sus atentos oyentes que la política puede concebirse
de dos maneras:
1.-
como fuente de ingresos y carrera -se vive de la política- o,
2.-
como fuente de valores y espíritu desinteresado de servicio -se vive para
la política-.
Para una lectura atenta de la conferencia, ésta se
titulaba “La política como vocación” -‘Politik als Beruf’-.
Obviamente, se admiten posiciones intermedias, pero
las señales de que muchos se inclinan por la primera opción hasta son
evidentes.
Hoy en día, a simple vista, la politique
politicienne (es decir, primero mis intereses y el cálculo del partido,
luego el bien común) goza de muy buena salud. De hecho, ha vuelto a ponerse de
moda el término caquistocacia, es decir, el gobierno de los
peores (la onomatopeya nos ayuda a identificar el contenido, compuesto por
incompetencia, escasa capacidad y una buena dosis de arrogancia).
Algunos prefieren hablar de asnocracia
o idiocracia: una opción vale otra. Y viceversa.
Debemos resignarnos: en democracia, cada vez ganan menos los mejores, los que tienen virtudes éticas, dedicación desinteresada a los asuntos públicos y competencias indiscutibles. Lo que cuenta es el número, no la calidad.
En estos tiempos abundan los personajes que saben adular y
enarbolan la bandera destartalada del populismo, que tiene una solución para
todos los problemas. Y nosotros, que a menudo olvidamos el uso de la razón y
somos incapaces de pensar críticamente, caemos en la trampa y elegimos a los
peores ejemplares.
Vuelvo al tema de la mediocridad rampante en la política con un ejemplo mínimo, pero significativo, que ilustra la miseria de una parte (afortunadamente no toda) de nuestra política caquistrocrática.
El enroque de los políticos perpetúa una concepción patrimonial del Estado -el
gobierno es mi feudo, es decir, cosa mía- y choca con la idea de democracia en
la que quien gobierna administra las funciones públicas que se le han confiado,
pero no las posee.
Uno siempre tiene la tentación de inclinarse por la
clásica estafa. Quizá hasta es lo más fácil. Personalmente, sigo convencido de
que vale la navaja de Ockham, es decir, ese principio de
parsimonia que nos invita a elegir como correcta la solución más simple y
obvia.
Y es que en la base de ciertas actitudes políticas no veo el anhelo del bien común, sino el interés tanto de un partido que no pasa por su mejor momento, como de otro partido que aspira a subirse al machito. A estas alturas no me parece lícito confundir intencionadamente los defectos de una parte de cierta política, la de un signo y la del otro, con los defectos de la colectividad, es decir, de la sociedad.
Por desgracia, los partidos se han convertido en
organizaciones gestionadas desde arriba, por elegidos más que por electores,
por administradores más que por administrados, y cuentan con cada vez menos
partidarios: en definitiva, el enroque resume el concepto y la praxis de buena parte de nuestra política.
Y el Tribunal Supremo, o a quien corresponda, ¿estará
del lado de la politique politicienne, de la que el enroque me
parece una expresión sublime (aunque no la única), o considerará urgente borrar
por fin la imagen del ciudadano imbécil que contempla y sufre el triste
espectáculo esperpéntico?
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF




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