Una reflexión al Obispo de cualquier Diócesis
Ecclesia semper reformanda, la Iglesia siempre necesita reformas, en inglés se diría: Church in progress. A la dinámica del camino -típica del «sínodo de la sinodalidad»- prefiero aquí la dinámica constructiva de la «Iglesia, obra en construcción». Sin embargo, al final, el sentido es el mismo. Sabemos de dónde partimos y lo que queremos «dejar atrás», pero no tenemos ni idea de adónde queremos ir ni de lo que nos espera.
¿Por qué no intentar, entonces, evocar y poner de
relieve algunos puntos breves que, al menos para mí, son sencillos para
imaginar el rostro de la Iglesia del mañana?
Algunos puntos (entre los muchos que se podrían
abordar), pero expresados con extrema claridad, sin buscar el compromiso o la aurea
mediocritas. Esta es, de hecho, la convicción fundamental: con demasiada
frecuencia, la «lentitud» de la Iglesia está dictada por el miedo al
cambio, mal disimulado por el deseo de unidad, paz y concordia.
Nadie suele negar que el camino es complejo, incluso
difícil, pero sin unos pocos puntos firmes y necesarios, siempre se tratará de
dar vueltas en vacío, y en ese momento será inútil empezar a caminar.
Intento, pues, exponer estos puntos en esta contribución,
sin pretender, por supuesto, decir cosas «nuevas» o hasta ahora impensables,
sino simplemente para añadir mi voz, de cristiano de base - bautizado, miembro
de una congregación religiosa (misioneros claretianos), y presbítero - a un coro que, en definitiva, es
todo menos unánime y, a menudo, ni siquiera está afinado.
Y precisamente por eso me siento tranquilo al escribir
ciertas cosas, y no importa si no satisfacen del todo a los grandes «directores
de orquesta» y su idea de una reforma hecha de exasperantes pequeños pasos.
El primer punto, fundamental, lo definiría así: la
elección. Parto de una
constatación fácil, mirando al interior de la Iglesia. La edad media de los
fieles (en su mayoría aún mujeres) es altísima, los jóvenes están prácticamente
ausentes y, en general, la mayoría de los practicantes se mueven más por
«costumbre» que por fe: pensemos en los sacramentos, cuya celebración, a
menudo, no es más que el legado de una «formación» catequística difícil de
erradicar.
En definitiva, en este panorama se puede decir todo
menos que haya una conciencia testimonial. El cristiano, en la mayoría de los
casos, lo es por tradición, y no creo que en el mejor sentido de esa palabra.
He aquí, pues, el primer punto, me atrevería a decir
que el más importante: ser cristiano es una elección. ¿Nos
hemos preguntado alguna vez si quizá damos demasiado por sentado el ser
cristianos? ¿Nos hemos planteado alguna vez que quizá las personas —sobre todo
los jóvenes, pero no solo ellos, pienso en los jóvenes casados, en los padres,
etc.— ya no sienten el deseo de formar parte de la Iglesia porque nadie les ha
preguntado nunca si querían formar parte de ella?
La impresión es que hemos sustituido la dinámica del
testimonio por la del censo. Ya
no nos sentimos obligados a «dar razón» de nuestra pertenencia a la comunidad,
de nuestra presencia en la Iglesia, porque simplemente hay un «recirculación»
continua y natural de personas que se alternan a medida que nacen los niños,
van al catecismo, etc., llegando a darlo por «sentado».
Nuestras comunidades, nuestras pastorales están
repletas y rebosantes de propuestas, de caminos, de instituciones, de
realidades pensadas para una sociedad en la que debería ser «natural» ser
cristiano. Todos somos cristianos. El problema es ayudar a las personas a vivir
ese cristianismo, acompañarlas en su camino de fe, darles las herramientas para
manifestar este credo.
Pues bien, ¿se nos ha ocurrido alguna vez que
tal vez este camino, este credo, esta fe no forma parte de nuestro ADN, no es
un deber de todos los que nacen en una determinada sociedad, no es una obviedad
dentro de la cual se comprende «naturalmente» a cualquiera?
¿Nos hemos preguntado alguna vez si tal vez la llamada
«vocación» no es un objetivo que nos fijamos como cristianos, sino que es
precisamente el comienzo del camino cristiano (como nos dicen, por ejemplo, los
Evangelios)?
La Iglesia no puede ser (¡como lo es hoy!) una
realidad en la que nos encontramos «registrados». Es una comunidad a la que hay que decidir adherirse
libremente, porque se ha reconocido en su mensaje, es decir, en el Evangelio de
Jesucristo, el sentido fiable que puede dar forma a la propia vida y al que se
decide confiar con alegría y libertad. No se nace cristiano, se decide
serlo.
Y esto implica que la Iglesia debe responder a la
pregunta: ¿qué sentido tiene para mi vida ser cristiano? ¿Qué me «ofrece»
Jesucristo que el resto del mundo no puede ofrecerme?
Estoy hablando de recuperar la credibilidad de la
Iglesia, tanto para los «de fuera» como para los «de dentro», como misión y
tarea de la comunidad cristiana. Esto es todo lo que tenemos y debemos volver a
las primeras palabras del Apóstol San Pedro: «No tengo plata ni oro, pero
lo que tengo te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ¡levántate y
anda!». Esto es lo que tenemos y esto es lo que debemos ofrecer
libremente para que aquellos con quienes nos encontramos libremente puedan
acogerlo.
Parafraseando a Karl Rahner, el cristiano del mañana será responsable (es decir, capaz de «dar razón de su fe») o no será.
No vivimos en una sociedad cristiana y, sin embargo,
seguimos pensando, organizándonos y evangelizando como si lo fuéramos. Como si los que «no vienen» a la Iglesia fueran los
malos. ¿Y si, en cambio, fueran simplemente más coherentes que muchos de los
que calentamos los bancos todos los Domingos? La hipocresía en la que siempre
corre el riesgo de caer el «buen cristiano» también puede estar a la vista de
todos en estos tiempos...
Esta llamada al individuo, a su vida, al sentido de su
libertad, implica un serio trabajo de replanteamiento de la fe, de la pastoral
y, en general, de la imagen que la Iglesia tiene de sí misma. Y si esto supone
perder a todos o casi todos los que hasta ahora estaban convencidos de no tener
otra opción, paciencia.
Si Dios quiere, hasta podrían volver, pero con una
conciencia y una alegría diferentes. Porque no se han encontrado arrojados en
una realidad que, en el fondo, ni siquiera conocen (¡y en la que mucho menos
creen!), sino que se sentirán realmente en una familia, en una comunidad de
personas unidas entre sí por un amor que realmente da forma a su vida y por el
que realmente vale la pena decir «ser cristianos».
Hablo de elección, pero ¿qué debemos elegir? En definitiva, ¿cuál es la identidad de la Iglesia? Una pregunta que no es secundaria si queremos imaginar la Iglesia del mañana.
Parto también aquí de una afirmación trivial: la
Iglesia, en sí misma, no tiene sentido. Esto debe quedar claro. La
Iglesia solo encuentra su razón de ser en su testimonio.
El fundamento de la Iglesia, en este sentido, se
encuentra en el Evangelio, en la Buena Nueva, en la revelación de Dios que tuvo
lugar en el acontecimiento de Jesús, es decir, en su vida, pasión, muerte y
resurrección. El Credo de la
Iglesia, su confesión de fe, se arraiga en este acontecimiento histórico
insuperable e imprescindible, y solo en él encuentra su razón de ser.
Nos encontramos ante un círculo complejo pero
decisivo, en sí mismo virtuoso pero también dramáticamente vicioso. De hecho,
solo a la luz de la revelación de Dios en Jesucristo conocemos el rostro que
debe tener la Iglesia. Sin embargo, al mismo tiempo, es precisamente la
Iglesia, en su calidad de testigo, la que debe revelar en sí misma el rostro
del Dios de Jesús.
En este sentido, la comunidad cristiana se quiere como
custodio de un Evangelio que le da forma y la alimenta, pero que ella misma
también puede corromper (como ha sucedido a menudo y sigue sucediendo). Y, también en este sentido, reformar el rostro
de la Iglesia significa volver a esa revelación que da forma a la Iglesia y que
la Iglesia está llamada a testimoniar con fidelidad.
Me fijo solo en dos aspectos seguramente
fundamentales.
En primer lugar, la revelación de Jesús es simplemente
esta: Dios es amor. Aquí se encuentra la sorpresa y la novedad absoluta del
cristianismo, que da un vuelco completo a cualquier representación que el ser
humano pueda hacerse de Dios.
Es en Jesús donde la crítica (en sí misma pertinente)
de Feuerbach encuentra su refutación absoluta. Dios no es «lo mejor» que
el hombre puede imaginar. El Dios cristiano, tal y como ha sido revelado por
Jesús, es en realidad lo más alejado que el ser humano puede imaginar.
Y en están alejado porque es un amor que se ofrece, es
entrega, es don de sí mismo, hasta la muerte. Es despojo absoluto de sí mismo.
En la impotencia, en el sufrimiento por el otro, en la compasión se determina
la omnipotencia, la justicia, la misericordia, la propia naturaleza de Dios. Y esta,
no otra, debería ser la propia naturaleza de la Iglesia.
En segundo lugar, en su hablar, en su celebrar, en su
pensar, la Iglesia debe recuperar otro aspecto esencial: el suyo es un Dios
encarnado.
La revelación cristiana de Dios no se produjo a través
de visiones, sueños o profecías, sino a través de una vida, una historia
concreta. La fe cristiana no es la fe que busca a Dios en lo absoluto, en
lo infinito, en lo espiritual, en lo etéreo. La fe cristiana es una fe de la
historia, que hay que vivir en la historia porque Dios mismo, en Jesús, se ha
hecho historia. Todos los aspectos de la vida de fe de la Iglesia se
centran en este aspecto, aún no suficientemente atendido y cuidado.
Partiendo del Credo de la Iglesia, que está
todo encarnado: se habla de la creación, de cosas visibles, el segundo artículo
está dedicado por completo a la historia del Hijo, y concluye con la Iglesia y
la resurrección de la carne, porque cada uno de nosotros, como historia
singular y única, viviremos para siempre, resucitados, en la Trinidad de Dios.
Luego están los sacramentos, que son obras, actos,
acontecimientos, acciones para confesar nuestra fe para que podamos vivirla
todos los días. Los sacramentos «sirven» a la vida, no son breves experiencias
«místicas» para evadirla.
Luego está el amor: para el cristiano no se trata de
un sentimiento etéreo, fugaz, inconsistente. El amor es una historia, hecha de
alegrías, dolores y pasión, que como tal se celebra en el matrimonio y se vive
en la familia cada día.
En definitiva, cada aspecto de la fe cristiana está
encarnado. Dejemos de proponer formas de espiritualidad que hacen levantar los
ojos al cielo, que hacen desear perderse en el amor de Dios, que hacen
permanecer en silencio mirando al vacío.
Y no esperemos a que lleguen otros ángeles para
decirnos también a nosotros: «¿Por qué miráis al cielo? De allí no vendrá nada
hasta el fin. Mirad vuestra carne y vuestra historia en ellas está el don que Jesús
mismo os ha hecho».
Una comunidad donde se vive concretamente encarnado e
histórico el amor. Esta puede ser la forma más clara de expresar la
identidad de la Iglesia.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF





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