jueves, 19 de junio de 2025

Una reflexión al Obispo de cualquier Diócesis.

Una reflexión al Obispo de cualquier Diócesis


Ecclesia semper reformanda, la Iglesia siempre necesita reformas, en inglés se diría: Church in progress. A la dinámica del camino -típica del «sínodo de la sinodalidad»- prefiero aquí la dinámica constructiva de la «Iglesia, obra en construcción». Sin embargo, al final, el sentido es el mismo. Sabemos de dónde partimos y lo que queremos «dejar atrás», pero no tenemos ni idea de adónde queremos ir ni de lo que nos espera.

 

¿Por qué no intentar, entonces, evocar y poner de relieve algunos puntos breves que, al menos para mí, son sencillos para imaginar el rostro de la Iglesia del mañana?

 

Algunos puntos (entre los muchos que se podrían abordar), pero expresados con extrema claridad, sin buscar el compromiso o la aurea mediocritas. Esta es, de hecho, la convicción fundamental: con demasiada frecuencia, la «lentitud» de la Iglesia está dictada por el miedo al cambio, mal disimulado por el deseo de unidad, paz y concordia.

 

Nadie suele negar que el camino es complejo, incluso difícil, pero sin unos pocos puntos firmes y necesarios, siempre se tratará de dar vueltas en vacío, y en ese momento será inútil empezar a caminar.

 

Intento, pues, exponer estos puntos en esta contribución, sin pretender, por supuesto, decir cosas «nuevas» o hasta ahora impensables, sino simplemente para añadir mi voz, de cristiano de base - bautizado, miembro de una congregación religiosa (misioneros claretianos), y presbítero - a un coro que, en definitiva, es todo menos unánime y, a menudo, ni siquiera está afinado.

 

Y precisamente por eso me siento tranquilo al escribir ciertas cosas, y no importa si no satisfacen del todo a los grandes «directores de orquesta» y su idea de una reforma hecha de exasperantes pequeños pasos.

 

El primer punto, fundamental, lo definiría así: la elección. Parto de una constatación fácil, mirando al interior de la Iglesia. La edad media de los fieles (en su mayoría aún mujeres) es altísima, los jóvenes están prácticamente ausentes y, en general, la mayoría de los practicantes se mueven más por «costumbre» que por fe: pensemos en los sacramentos, cuya celebración, a menudo, no es más que el legado de una «formación» catequística difícil de erradicar.

 

En definitiva, en este panorama se puede decir todo menos que haya una conciencia testimonial. El cristiano, en la mayoría de los casos, lo es por tradición, y no creo que en el mejor sentido de esa palabra.

 

He aquí, pues, el primer punto, me atrevería a decir que el más importante: ser cristiano es una elección. ¿Nos hemos preguntado alguna vez si quizá damos demasiado por sentado el ser cristianos? ¿Nos hemos planteado alguna vez que quizá las personas —sobre todo los jóvenes, pero no solo ellos, pienso en los jóvenes casados, en los padres, etc.— ya no sienten el deseo de formar parte de la Iglesia porque nadie les ha preguntado nunca si querían formar parte de ella?

 

La impresión es que hemos sustituido la dinámica del testimonio por la del censo. Ya no nos sentimos obligados a «dar razón» de nuestra pertenencia a la comunidad, de nuestra presencia en la Iglesia, porque simplemente hay un «recirculación» continua y natural de personas que se alternan a medida que nacen los niños, van al catecismo, etc., llegando a darlo por «sentado».

 

Nuestras comunidades, nuestras pastorales están repletas y rebosantes de propuestas, de caminos, de instituciones, de realidades pensadas para una sociedad en la que debería ser «natural» ser cristiano. Todos somos cristianos. El problema es ayudar a las personas a vivir ese cristianismo, acompañarlas en su camino de fe, darles las herramientas para manifestar este credo.

 

Pues bien, ¿se nos ha ocurrido alguna vez que tal vez este camino, este credo, esta fe no forma parte de nuestro ADN, no es un deber de todos los que nacen en una determinada sociedad, no es una obviedad dentro de la cual se comprende «naturalmente» a cualquiera?

 

¿Nos hemos preguntado alguna vez si tal vez la llamada «vocación» no es un objetivo que nos fijamos como cristianos, sino que es precisamente el comienzo del camino cristiano (como nos dicen, por ejemplo, los Evangelios)?

 

La Iglesia no puede ser (¡como lo es hoy!) una realidad en la que nos encontramos «registrados». Es una comunidad a la que hay que decidir adherirse libremente, porque se ha reconocido en su mensaje, es decir, en el Evangelio de Jesucristo, el sentido fiable que puede dar forma a la propia vida y al que se decide confiar con alegría y libertad. No se nace cristiano, se decide serlo.

 

Y esto implica que la Iglesia debe responder a la pregunta: ¿qué sentido tiene para mi vida ser cristiano? ¿Qué me «ofrece» Jesucristo que el resto del mundo no puede ofrecerme?

 

Estoy hablando de recuperar la credibilidad de la Iglesia, tanto para los «de fuera» como para los «de dentro», como misión y tarea de la comunidad cristiana. Esto es todo lo que tenemos y debemos volver a las primeras palabras del Apóstol San Pedro: «No tengo plata ni oro, pero lo que tengo te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ¡levántate y anda!». Esto es lo que tenemos y esto es lo que debemos ofrecer libremente para que aquellos con quienes nos encontramos libremente puedan acogerlo.


Parafraseando a Karl Rahner, el cristiano del mañana será responsable (es decir, capaz de «dar razón de su fe») o no será.

 

No vivimos en una sociedad cristiana y, sin embargo, seguimos pensando, organizándonos y evangelizando como si lo fuéramos. Como si los que «no vienen» a la Iglesia fueran los malos. ¿Y si, en cambio, fueran simplemente más coherentes que muchos de los que calentamos los bancos todos los Domingos? La hipocresía en la que siempre corre el riesgo de caer el «buen cristiano» también puede estar a la vista de todos en estos tiempos...

 

Esta llamada al individuo, a su vida, al sentido de su libertad, implica un serio trabajo de replanteamiento de la fe, de la pastoral y, en general, de la imagen que la Iglesia tiene de sí misma. Y si esto supone perder a todos o casi todos los que hasta ahora estaban convencidos de no tener otra opción, paciencia.

 

Si Dios quiere, hasta podrían volver, pero con una conciencia y una alegría diferentes. Porque no se han encontrado arrojados en una realidad que, en el fondo, ni siquiera conocen (¡y en la que mucho menos creen!), sino que se sentirán realmente en una familia, en una comunidad de personas unidas entre sí por un amor que realmente da forma a su vida y por el que realmente vale la pena decir «ser cristianos».


Hablo de elección, pero ¿qué debemos elegir? En definitiva, ¿cuál es la identidad de la Iglesia? Una pregunta que no es secundaria si queremos imaginar la Iglesia del mañana.

 

Parto también aquí de una afirmación trivial: la Iglesia, en sí misma, no tiene sentido. Esto debe quedar claro. La Iglesia solo encuentra su razón de ser en su testimonio.

 

El fundamento de la Iglesia, en este sentido, se encuentra en el Evangelio, en la Buena Nueva, en la revelación de Dios que tuvo lugar en el acontecimiento de Jesús, es decir, en su vida, pasión, muerte y resurrección. El Credo de la Iglesia, su confesión de fe, se arraiga en este acontecimiento histórico insuperable e imprescindible, y solo en él encuentra su razón de ser.

 

Nos encontramos ante un círculo complejo pero decisivo, en sí mismo virtuoso pero también dramáticamente vicioso. De hecho, solo a la luz de la revelación de Dios en Jesucristo conocemos el rostro que debe tener la Iglesia. Sin embargo, al mismo tiempo, es precisamente la Iglesia, en su calidad de testigo, la que debe revelar en sí misma el rostro del Dios de Jesús.

 

En este sentido, la comunidad cristiana se quiere como custodio de un Evangelio que le da forma y la alimenta, pero que ella misma también puede corromper (como ha sucedido a menudo y sigue sucediendo). Y, también en este sentido, reformar el rostro de la Iglesia significa volver a esa revelación que da forma a la Iglesia y que la Iglesia está llamada a testimoniar con fidelidad.

 

Me fijo solo en dos aspectos seguramente fundamentales.

 

En primer lugar, la revelación de Jesús es simplemente esta: Dios es amor. Aquí se encuentra la sorpresa y la novedad absoluta del cristianismo, que da un vuelco completo a cualquier representación que el ser humano pueda hacerse de Dios.

 

Es en Jesús donde la crítica (en sí misma pertinente) de Feuerbach encuentra su refutación absoluta. Dios no es «lo mejor» que el hombre puede imaginar. El Dios cristiano, tal y como ha sido revelado por Jesús, es en realidad lo más alejado que el ser humano puede imaginar.

 

Y en están alejado porque es un amor que se ofrece, es entrega, es don de sí mismo, hasta la muerte. Es despojo absoluto de sí mismo. En la impotencia, en el sufrimiento por el otro, en la compasión se determina la omnipotencia, la justicia, la misericordia, la propia naturaleza de Dios. Y esta, no otra, debería ser la propia naturaleza de la Iglesia.


 

En segundo lugar, en su hablar, en su celebrar, en su pensar, la Iglesia debe recuperar otro aspecto esencial: el suyo es un Dios encarnado.

 

La revelación cristiana de Dios no se produjo a través de visiones, sueños o profecías, sino a través de una vida, una historia concreta. La fe cristiana no es la fe que busca a Dios en lo absoluto, en lo infinito, en lo espiritual, en lo etéreo. La fe cristiana es una fe de la historia, que hay que vivir en la historia porque Dios mismo, en Jesús, se ha hecho historia. Todos los aspectos de la vida de fe de la Iglesia se centran en este aspecto, aún no suficientemente atendido y cuidado.

 

Partiendo del Credo de la Iglesia, que está todo encarnado: se habla de la creación, de cosas visibles, el segundo artículo está dedicado por completo a la historia del Hijo, y concluye con la Iglesia y la resurrección de la carne, porque cada uno de nosotros, como historia singular y única, viviremos para siempre, resucitados, en la Trinidad de Dios.

 

Luego están los sacramentos, que son obras, actos, acontecimientos, acciones para confesar nuestra fe para que podamos vivirla todos los días. Los sacramentos «sirven» a la vida, no son breves experiencias «místicas» para evadirla.

 

Luego está el amor: para el cristiano no se trata de un sentimiento etéreo, fugaz, inconsistente. El amor es una historia, hecha de alegrías, dolores y pasión, que como tal se celebra en el matrimonio y se vive en la familia cada día.

 

En definitiva, cada aspecto de la fe cristiana está encarnado. Dejemos de proponer formas de espiritualidad que hacen levantar los ojos al cielo, que hacen desear perderse en el amor de Dios, que hacen permanecer en silencio mirando al vacío.

 

Y no esperemos a que lleguen otros ángeles para decirnos también a nosotros: «¿Por qué miráis al cielo? De allí no vendrá nada hasta el fin. Mirad vuestra carne y vuestra historia en ellas está el don que Jesús mismo os ha hecho».

 

Una comunidad donde se vive concretamente encarnado e histórico el amor. Esta puede ser la forma más clara de expresar la identidad de la Iglesia.


 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


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