lunes, 16 de junio de 2025

Lo otro no es nuestro enemigo.

Lo otro no es nuestro enemigo

El período histórico posterior a las tragedias de la primera mitad del siglo XX nos había hecho creer que la humanidad se había emancipado finalmente de la necesidad de buscar en el rostro del otro un enemigo contra el que luchar. Que el pluralismo era ya un hecho adquirido. Que quienes son diferentes —por cultura, género, lengua, religión, posición social, visión del mundo— podían formar parte, con pleno derecho, de la vida en común. 

Los acontecimientos de los últimos años y días nos obligan a reconocer que las cosas son más complicadas. 

No estamos avanzando hacia un mundo más capaz de inclusión, comprensión y coexistencia. Al contrario, asistimos a un lento retroceso en el reconocimiento del otro. La alteridad, lejos de ser acogida, se percibe cada vez más como una amenaza. 

Las señales son tan numerosas y generalizadas que ya no es posible ignorarlas. La pareja que no cumple las expectativas se convierte en un obstáculo para nuestra autorrealización. Hasta el punto de que, en algunos casos, se la mata. El extranjero que busca refugio es tratado como un invasor. 

Lo diferente se percibe como un error que hay que corregir. El país vecino se convierte en terreno de conquista. Más allá de la escala, la dinámica es siempre la misma: primero se aleja al otro, luego se le opaca, y finalmente se le priva de rostro y de palabra. Se le reduce a un objeto que hay que clasificar, a un peligro que hay que erradicar. Y, finalmente, a un enemigo al que hay que combatir. En una sociedad cada vez más fragmentada, la intolerancia va en aumento. 

En la esfera pública, las posiciones se polarizan, el lenguaje se vuelve belicoso, las categorías se endurecen. Las diferencias ya no son una oportunidad para el debate, sino trincheras que hay que defender. 

Y para empeorar las cosas, también están las plataformas digitales, que favorecen nuevas formas de tribalismo y cierre. 

Vivimos en un paradigma cultural que nos lleva a defender a toda costa nuestro/mi pedazo de bienestar, poder o identidad. Cada cambio, cada señal de transformación, cada imprevisto se percibe como una amenaza. Hasta el punto de que se están perdiendo incluso las competencias necesarias para gestionar la compleja relación con el otro concreto. Estamos deslizándonos por una pendiente con un resultado incierto. 

Pero no es demasiado tarde para cambiar de rumbo, siempre y cuando tomemos conciencia de la situación antes de que empeore aún más, antes de que la desconfianza haga irreversible nuestro aislamiento. 

Salir de esta deriva requiere reconocer que el otro no es un obstáculo para nuestro bienestar, sino una condición imprescindible de nuestra humanidad. «Nadie debe amenazar la existencia del otro», ha dicho el Papa León XIV. 

Nadie crece, se realiza o se convierte plenamente en sí mismo sin el encuentro, a veces fatigoso pero siempre transformador, con lo que es diferente de uno mismo. Ninguna sociedad es posible sin el ejercicio, difícil pero apasionante, del diálogo y del encuentro, que regenera el tejido social y cultural. 

Fijados en un principio rígido de identidad, perdemos la belleza de la vida que proviene del encuentro, de la escucha, de la acogida. Y ciertamente no de levantar barreras para defendernos del mundo entero. 

«Volvamos a construir puentes —ha dicho el Papa León XIV— donde hoy hay muros. Abramos puertas, conectemos mundos y habrá esperanza». Sin duda, la relación con el otro siempre conlleva un riesgo. La relación está intrínsecamente expuesta a la posibilidad de herir. Pensar que podemos esterilizar este riesgo significa empobrecer nuestra propia vida. Que, al encerrarse en sí misma, acaba marchitándose. 

Por lo tanto, es necesario comprometerse activamente a promover una nueva cultura de la convivencia. No se trata de una simple tolerancia, que preserva el statu quo manteniendo las distancias, sino de una hospitalidad recíproca, capaz de generar vínculos, proyectos compartidos y nuevas narrativas. 

Este principio se aplica tanto a las comunidades locales como a las instituciones globales, a las familias, a las escuelas, a las empresas, a la política y a las religiones. En una sociedad en la que la alteridad se convierte en un problema, el cuidado comienza con el desarme de las pretensiones absolutas. 

Es fundamental reconocer que el mundo no nos pertenece, sino que nos ha sido confiado en común, que nuestra identidad es intrínsecamente relacional y que la libertad no consiste en hacer lo que uno quiere, sino en saber compartir espacios, tiempos, recursos y aspiraciones con los demás. 

En definitiva, se trata de elegir qué tipo de mundo queremos habitar: si queremos seguir atrapados en la lógica del terrón, cada uno encerrado en su recinto, haciendo tabla rasa de todo lo que está fuera de sus esquemas, o si estamos dispuestos a construir una nueva ecología relacional. 

Solo reconociendo el rostro del otro podemos reencontrar el nuestro. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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