lunes, 2 de junio de 2025

Mater Virgo et Virgo Mater.

Mater Virgo et Virgo Mater

En el cristianismo, 

aunque quizá no siempre seamos conscientes de ello, 

hay muchos oxímorones, 

esas afirmaciones paradójicas del lenguaje 

que tratan de expresar realidades antitéticas. 

El objeto específico de la fe cristiana es un Dios-hombre, un crucificado-resucitado, un ausente-presente. ¿Acaso las tres virtudes teologales no nos piden creer lo increíble, esperar lo inesperable, amar lo no amable? 

Entre estas paradojas se encuentra también la de Mater Virgo / Virgo Mater, la Madre Virgen. También en esta paradoja de las expresiones teológicas cristianas se encuentra aquella locura que el apóstol Pablo, en la Primera Carta a los Corintios, designa como sabiduría de Dios. 

Pero el tema de la «Madre Virgen» no está presente solo en el ámbito cristiano: ha resonado en todo el Mediterráneo —¡y no solo allí!— hasta tal punto que muchos se han preguntado si la veneración de María, Madre y Virgen no ha absorbido el culto a las diosas paganas madres y vírgenes. Todos estos cultos consideraban la maternidad y la virginidad como atributos de una divinidad, que en el cristianismo se convierte en la Virgen Santa y Madre de Dios. 

Es cierto que el arquetipo femenino ha alimentado el mundo simbólico de las religiones paganas, al igual que el cristianismo. Si nos remontamos a las escrituras de Israel, las que llamamos Antiguo Testamento, Dios, el Señor, es el Padre de Israel y el Padre de los justos. En Él no hay ninguna imagen femenina ni maternal, aunque algunos comportamientos amorosos descritos por los profetas recuerdan los de una madre hacia sus hijos: basta citar la misericordia, atributo de Dios que nace de su rachamim, de sus entrañas maternas. 

Sin embargo, la virginidad y la maternidad reciben en la Biblia una gran atención y honor. La mujer, creada «a imagen y semejanza de Dios» como el hombre, está llamada sobre todo a ser madre, a engendrar hijos e hijas; su valor consiste precisamente en la fecundidad maternal, mientras que la virginidad aparece como una necesidad hasta el matrimonio. Por eso, la mujer estéril después de diez años de matrimonio podía ser repudiada, y era deber del hombre casarse con la mujer de su hermano fallecido sin hijos, «para que el nombre de su hermano no se extinguiera en Israel». 

Si el matrimonio es una alianza, un amor insertado en una historia, sigue siendo primordial que lo que se alaba y honra de la mujer sea sobre todo la maternidad. En particular, son los sabios de Israel quienes cantan a la mujer madre, esposa fecunda, rodeada de sus hijos en su casa y, al mismo tiempo, alaban la virginidad antes del matrimonio. 

En las Escrituras de Israel no hay, por tanto, ninguna referencia a la posibilidad de una figura que sea al mismo tiempo virgen y madre. Pero los cristianos, que acceden al Antiguo Testamento a través de la versión griega de los LXX, leen el pasaje de Isaías sobre el nacimiento del Mesías no como: «una joven ('almah) concebirá y dará a luz un hijo», sino como: «una virgen (parthénos) concebirá y dará a luz un hijo», traducción que tal vez lleva consigo vestigios de una interpretación ya judía. 

Así, en el Evangelio según San Mateo, el nacimiento de Jesús de María se testimonia como el cumplimiento de la profecía de Isaías, y es significativo que ya Justino, a principios del siglo II, defienda la lectura de la LXX contra el texto hebreo. 

María, la Madre del Mesías-Cristo, es una virgen, una mujer en la condición de quien «no ha conocido varón», no se ha unido a ningún hombre: su maternidad de Jesús procede de su virginidad... ¡He aquí la paradoja, lo extraordinario, lo milagroso del nacimiento de Jesús! Lo que significa esta paradoja es que solo Dios podía darnos un hombre como Él: Jesús no nació «de sangre y carne, ni de la voluntad del hombre», y esto fue afirmado por los evangelios a través de la virginidad de María, que se convirtió en madre por el poder del Espíritu Santo. 

En la tradición religiosa que declina el misterio de María, nada celebra su feminidad, sino que todo se concentra en su ser Virgen y Madre: María es así el hapax por excelencia, la figura irrepetible. Pero, en realidad, si se leen con inteligencia las Sagradas Escrituras, no es tanto su maternidad lo que define a María, sino más bien su trascendencia de la maternidad física, asumiendo una maternidad de otro tipo hacia Jesús mismo y hacia los creyentes en Él. 

Los Evangelios comienzan a hablarnos de María como virgen para luego narrar su maternidad, pero desde los Sinópticos hasta San Juan y los Hechos de los Apóstoles hay un crescendo que indica que María está marcada por otra maternidad, no biológica sino espiritual, hacia el discípulo amado por Jesús y la primera comunidad de creyentes. 

El recorrido en torno a María, la Mater Virgo, puede llevarnos a una anotación sobre la maternidad de María tal y como la perciben de forma sencilla y cotidiana millones de cristianos. 

Son numerosos los lugares dedicados a María: santuarios e iglesias dedicados a María en las ciudades y en el campo, en las montañas y en las islas más pequeñas y solitarias... ¡Y en estos lugares cuántas oraciones, cuántos cánticos se elevan a Ella! A esta mujer pintada o esculpida, un número incalculable de personas la ha mirado y la mira como a una Madre. 

En su desolación, en sus angustias y en sus llantos, piden lo imposible, confían en que Ella pueda escucharlos, tener misericordia de ellos, precisamente porque en Ella sienten a la Madre: Monstra te esse Mater -Muéstrate Madre-, invocan. En nuestras iglesias occidentales, además, aparece a menudo la estatua de la «Piedad», es decir, de María sosteniendo en sus brazos a su hijo muerto: cuántas mujeres, ante este icono, han llorado y lloran a su hijo muerto; y cuántos creyentes rezan para ser acogidos, al final de su vida, en sus brazos maternales, los brazos de María madre, los brazos de la madre tierra. 

Nuestro imaginario es rico, y María, la Madre, polariza muchos de nuestros sentimientos. María es Madre porque también es para cada uno de nosotros la tierra, la madre tierra de la que hemos sido sacados y a la que volvemos. 

¿Es casualidad que en muchos lugares haya iconos de Vírgenes morenas, negras, del color de la tierra? María es tierra que acogió la Palabra, tierra que engendró al Salvador, tierra que se convirtió en lugar de Aquel que no tiene lugar, tierra que los cristianos cantan como «Tierra del cielo», porque es tierra ya transfigurada en Dios. 

María, la Mater Virgo, es la Madre no solo de Jesús, sino también de los creyentes en Él: ella es la parte de la humanidad ya redimida, figura de esa «tierra prometida» a la que estamos llamados, pedazo de tierra trasplantado al cielo. En ella se prefigura la meta que espera a todo ser vivo: la asunción de lo humano, de todo lo humano, en Dios.

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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