María: Magnificat de la nueva creación
La fiesta de María, Madre de la Iglesia, de su maternidad para toda la comunidad cristiana, se sitúa precisamente en el centro de esta pregunta. En su intento por responder a ella, la Iglesia indivisa comprendió desde los primeros siglos que en María, madre del Resucitado, mujer que había consentido en sí misma el «mirabilísimo intercambio» entre Dios y el hombre, se anticipaba la meta que espera a todo ser humano: la asunción de todo lo humano y de todo ser humano en la vida de Dios, para siempre; «Dios todo en todos» (cf. 1 Cor 15,28). Y así, la gran Tradición de la Iglesia ha llegado gradualmente a proclamar a María más allá de la muerte, en esa otra dimensión de la existencia que no sabemos llamar sino «cielo»: ¡María es tierra del cielo, es primicia e imagen de la Iglesia santa en los cielos!
Afirmar esto de María no requiere realizar complejas investigaciones sobre el acontecimiento de su muerte. Al contrario, para quien tiene «un corazón dispuesto a escuchar» (cf. 1Re 3,9), basta con ir al comienzo de la historia de María, narrada en el pasaje evangélico: el encuentro entre Isabel y María, celebrado por esta última con el canto del Magnificat. Es un texto de inagotable profundidad que, leído hoy, como siempre, nos dice algo muy sencillo y fundamental: la vida eterna para cada uno de nosotros comienza aquí y ahora, en la medida de nuestra capacidad de amar y ser amados, un amor que manifiesta la verdad de nuestra fe y de nuestra esperanza.
Tras el anuncio de la encarnación recibido del ángel, al que había respondido: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (cf. Lc 1,38), sin demora, María, que ya lleva a Jesús en su seno, se dirige a su prima Isabel, animada por el deseo de estar cerca de una mujer estéril y sin embargo embarazada por obra de la misericordia de Dios, para quien nada es imposible (cf. Lc 1,37; Gn 18,14).
El amor de la joven virgen de Nazaret llena de Espíritu Santo, es decir, de amor, a la anciana Isabel, que reconoce prontamente en la fe de María el origen de esa circulación de amor: «¡Dichosa la que ha creído que se cumplirían las palabras del Señor!».
María responde a esta aclamación entonando el Magnificat, es decir, leyendo en el hoy las maravillas que Dios ha obrado en ella, las grandes obras de salvación resumidas y recapituladas en el fragmento de su existencia; su júbilo sabe abrirse al aún no de esa justicia que solo será plena en el Reino, cuando finalmente los hambrientos serán saciados y los últimos serán los primeros... Todo esto se arraiga en algo muy concreto. María reconoce la mirada de amor de Dios sobre ella: «Dios ha mirado la humildad, la pequeñez de su sierva», con ese amor que solo pide ser acogido. ¿Acaso no será posible que este amor nos llame también a todos a la vida sin fin, transfigurando nuestros cuerpos de miseria en cuerpos de gloria (cf. Flp 3,21)?
Sí, la fe de María y su amor, un amor que se hace concreto para los demás porque lo ha experimentado concretamente en sí misma, dicen mejor que muchas palabras su capacidad de vida plena, esa vida que no puede agotarse aquí en la tierra.
Este hacerse carne del amor de Dios y esta entrada de toda carne en el espacio de Dios es lo que debemos recordar cantando cada noche el Magnificat. Esto es lo que debemos vivir y esperar cada día, por nosotros y por todos.
María, Tierra del cielo
Santa María
Madre del Señor
tu fe nos guía.
Vuelve tu mirada
hacia tus hijos
«Tierra del cielo».
El camino es largo
y la noche desciende sobre nosotros
intercede ante Cristo
«Tierra del cielo».
Tanto para el cristianismo oriental como para el occidental —más allá de las diferentes formulaciones—, María es un signo de las «realidades últimas», de lo que debe suceder en un futuro no tanto cronológico como «significativo», un signo de la plenitud a la que anhelan nuestros límites: en Ella intuimos la glorificación que espera al cosmos entero al final de los tiempos, cuando «Dios será todo en todos» (1 Cor 12,28).
Ella es la porción de humanidad ya redimida, figura de esa «tierra prometida» a la que estamos llamados, pedazo de tierra trasplantado al cielo. Un himno de la Iglesia ortodoxa serbia canta a María como «tierra del cielo», tierra, adamah de la que nosotros, como ella, hemos sido sacados (cf. Gn 2,7), pero tierra redimida, crística, transfigurada gracias a las energías del Espíritu Santo, tierra ya en Dios para siempre, anticipación de nuestro destino común.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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