Retrato del dolor
Pensemos en todos aquellos que, inocentes, se ven obligados a sufrir terribles pruebas, físicas o morales; por poco que, a través del dolor y el sufrimiento, logren mantener esa chispa de luz que surge del alma humana, percibimos ese desgarrador destello de belleza que trasluce en sus rostros demacrados y agotados. Sí, la belleza nunca puede hacernos olvidar por completo nuestra trágica condición. Existe una belleza propiamente humana, y es este fuego del espíritu, que arde, si realmente arde, más allá de toda tragedia.
No todos los seres humanos están condenados a pasar por las pruebas de las que he hablado. Pero todos pueden participar de esa grandeza que surge de la dignidad interior del ser humano que se enfrenta a lo terrible en nombre de la vida. Quizás por eso, entre las mayores obras maestras del arte occidental se encuentran pinturas que representan la Piedad.
Tomemos la Piedad de Aviñón del Louvre, una de las más impresionantes. Este cuadro, pintado por Enguerrand Quarton. El artista, sin dejarse influir por preciosismos técnicos, ha plasmado en esta obra toda la fuerza de su alma.
El cuerpo de Cristo yace en posición horizontal a lo largo del cuadro, un cuerpo rígido y destrozado, con las piernas colgando, el brazo derecho abandonado y los dedos de la mano contraídos.
Alrededor del cuerpo muerto hay tres personajes. A la izquierda, Juan se inclina hacia delante en dirección a la cabeza de Cristo, mientras con las manos, en un gesto de devoción que deja traslucir un amor filial infinito, intenta quitar las espinas clavadas en el cráneo del crucificado.
A los pies de Cristo, es decir, a la derecha, está María Magdalena. Ella también se inclina hacia delante, mientras con la mano derecha sostiene un frasco de perfume. Su vestido rojo cubre la mitad del cuerpo de Cristo, casi como un reflujo de sangre. El borde del revestimiento del vestido con el que se seca las lágrimas es de color amarillo y recuerda los rayos dorados que emanan de la cabeza de Cristo. En el rostro pálido de la mujer se reconoce la mejilla aún vibrante de pasión y los labios entreabiertos, como si siguiera llamando al hombre, murmurándole esas palabras de amor nunca pronunciadas y nunca interrumpidas.
En el centro está la Virgen. Sobre sus rodillas yace el cuerpo de su hijo. Está vestida con un traje color noche que resalta aún más violentamente el color ceroso de su rostro, con los párpados bajos y la boca cerrada. Casi se puede oír su grito mudo de dolor y asombro. Con el torso erguido, es la única figura vertical del cuadro, mientras que las otras dos se encuentran en posición horizontal u oblicua. Así, erguida, María parece esperar, en lo más profundo de su dolor, una respuesta que llegue desde lo alto.
Nuestra mirada vuelve ahora de nuevo a Cristo y se fija en su cuerpo esquelético, que estructura todo el cuadro y constituye, por así decirlo, su armazón y, casi paradójicamente, su línea de fuerza. Vemos que es él quien reúne y conecta a los demás personajes, involucrándolos en un movimiento de convergencia y compartir.
Es Él quien, después de haber causado lágrimas de desesperación en todos, parece ahora el único capaz de secarlas. Este cuerpo mortalmente rígido y quebrado se convierte de repente en la imagen de una noble intransigencia, porque nos recuerda la terrible decisión que tomó el dueño de ese cuerpo de morir, es decir, de demostrar que el amor absoluto puede existir y que ningún mal es capaz de alterarlo o mancillarlo.
Entonces, algo comienza a animar todo el cuadro: un soplo tenue, como de otra naturaleza, surge de las llagas manchadas de sangre seca. Una evidencia se impone ahora a nuestros ojos: este cuerpo tendido es el resultado de un «gesto bello» que ha sabido suscitar todos los demás, los de Juan, María Magdalena y María.
Ha sido necesario que este cuerpo fuera reducido casi a la nada, despojado de todo, purificado de toda escoria y pesadez, para que pudiera convertirse en consolador. Solo él, ahora, es capaz de consolar. Este es el triunfo sobre la muerte.
La belleza como forma de redención, ¿es este el verdadero sentido de la frase de Fiedor Dostoievski «La belleza salvará al mundo»?
Estas palabras se hacen eco de las de un contemporáneo, Romain Gary: «No creo que pueda existir una ética digna del hombre que sea otra cosa que una estética de la vida aceptada conscientemente, hasta el punto de sacrificar la propia vida. Hay que redimir el mundo con la belleza: la belleza del gesto, de la inocencia, del sacrificio, del ideal».
Creo firmemente que una belleza capaz de abarcar también el aspecto violento, trágico y dramático de la vida más allá del esteticismo, de la decoración, de la emoción sensible pasajera. La verdadera belleza encuentra la armonía también incluso en la oscuridad, y la transciende.
La verdadera belleza es amor que se realiza, porque se entrega, y por eso nos atrae, incluso cuando «no tiene apariencia ni belleza que atraiga nuestros ojos, ni esplendor que nos complazca. Despreciado y rechazado por los hombres, hombre de dolores que bien conoce el sufrimiento, / como uno ante quien se cubre el rostro», como dice Isaías siglos antes de todos y cada uno de los viernes de dolor y de sufrimiento que acompañan cada día la historia de este mundo.
La verdadera belleza es la llamada que no te apetece hacer, es la sonrisa al enésimo vendedor ambulante, la oración por quien te ofende, insulta, ataca, pedir perdón incluso cuando tienes razón, dar tiempo a alguien aun sabiendo que luego tendremos que hacer hora para terminar lo que hay que entregar al día siguiente, hablar cuando no te apetece... La verdadera belleza es una mano que acaricia a quien la ha herido.
Todo esto es lo que único que pido hoy: lo que no sé hacer.
P.
Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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