La Ascensión: otra forma de la encarnación del Hijo de Dios
Hay un día en el que el cielo ya no parece tan lejano. Un día en el que sientes que tu historia, sí, precisamente la tuya, está escrita en lo alto, dentro de Dios. Ese día es hoy: el umbral luminoso de la Ascensión, donde la tierra toca el cielo y el cielo abraza la tierra.
Incluso habiendo caminado mucho, con el corazón cansado y las manos aún abiertas, nos encontramos juntos bajo un cielo abierto. No para perdernos en el vacío. Hoy, en Dios, se ha instalado un hombre. Y no es una forma de hablar. Es una verdad que nos concierne a todos, profundamente.
La
Ascensión no es un adiós, sino un encargo. No es una ausencia, sino una promesa
cumplida. Jesús sube al Padre llevando consigo todo lo que ha vivido con
nosotros: la carne, las miradas y las manos, los silencios, los abrazos, la
alegría y el dolor, las lágrimas, el cansancio, los deseos y las heridas. Un
hombre se ha instalado en el corazón de Dios. Todo lo que es
auténticamente humano mora en la intimidad de Dios. Lo humano está en lo divino
y lo divino está en lo humano.
En el Evangelio según Lucas, Jesús entrega a los suyos un mandato sencillo e infinito: «De esto sois testigos». ¿Testigos de qué? De un amor que ha atravesado la muerte, que ha levantado a los perdidos, que ha comido con los pecadores, que ha tocado los cuerpos heridos, que ha devuelto la dignidad a cada rostro.
Somos testigos del amor del Hijo, que no olvida nada de lo humano que ha asumido en su carne mortal y que ahora, precisamente ahora, ha puesto su morada en Dios.
Somos testigos de una belleza posible, de un amor que no ha abandonado a los hombres. Testigos de un Dios que no olvida la aventura humana vivida con nosotros, que no se aparta de nuestra historia, sino que la abraza hasta el final.
Y no nos deja solos. Nos confía su Espíritu, fuerza mansa y tenaz, que eleva cada paso en la esperanza y nos hace vivir, en los gestos de cada día, su Evangelio.
La Ascensión no es el momento del abandono, sino de la confianza. Es la promesa de una presencia nueva, ya no exterior, sino íntima, encendida en el corazón de nuestras existencias. Jesús no subió para dejarnos: subió para llevar a cumplimiento su presencia en el mundo.
Y ahora vive en Dios... por nosotros. El Hijo está ante el Padre, llevando nuestros nombres, nuestras fatigas, nuestro deseo de vivir y amar hasta el final. Nada se perderá, nada se olvidará. Todo se cumplirá. Para siempre, nuestra humanidad, en la humanidad del Hijo, será asumida en Dios.
Jesús
bendice a los suyos con las manos traspasadas y promete el Espíritu. No los
deja solos: los hace capaces de ser, a su vez, semilla de futuro. Así es como
la Ascensión se convierte en misión: subir no para huir, sino para enviar.
Subir para permanecer de otra manera, en el corazón de cada uno de nuestros
gestos que llevan esperanza.
La
alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de quienes se
encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él se liberan del pecado, de
la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y
renace la alegría.
Todos
formamos parte de esta inmensa confianza. Donde hay un hombre o una mujer que
mantiene viva la esperanza en un amor más fuerte que la muerte, allí está
Cristo. Donde alguien se levanta después de una caída, donde se seca una
lágrima, donde se perdona, donde se vuelve a empezar, allí continúa la Pascua.
Y se cumple la Ascensión.
Por eso creer en Jesús es dar razón de la esperanza que nos habita. Es creer que la carne no es un obstáculo, sino un lugar de encuentro, y que la muerte no es el fin, sino solo un umbral que nos revela que nuestro destino último está en Dios.
Por
eso creer en Jesús es profesar esperanza en el hombre. No una idea vaga, sino una
confianza plena: la carne está destinada a la luz, la historia tiene sentido,
la vida tiene futuro. Cada gesto de amor, cada perdón, cada paso de libertad
hacia la verdad ya forma parte de la eternidad que viene.
En un tiempo que devalúa la memoria, la carne, la Ascensión nos dice: todo lo que nos concierne, todo lo que es auténticamente humano, es asumido en la humanidad de Dios en Dios.
No estamos vacíos. Somos rostros. No somos espíritus errantes: somos rostros, historias, carne prometida destinada a la luz. Dios nos quiere con él, enteros, tal como somos. Todo se recompone. El Espíritu nos recrea.
Toda espera se cumplirá. El cielo es una casa abierta. Hay lugar para todos, para cada rostro que ha amado, para cada vida que ha creído, para cada gesto de esperanza que no se ha rendido.
La
bendición está en seguir siendo humanos, porque Dios se ha quedado con
nosotros, llevando en sí mismo, en la humanidad de su Hijo, toda nuestra
humanidad.
Con
vosotros
con
corazón agradecido
somos
peregrinos de esperanza,
hermanos
confiados
que
caminan hacia un cielo abierto.
No es
un adiós,
es una
entrega.
No
todo está cerrado
todo
está cumplido.
Somos
testigos
de un
amor que no se retira,
que
abraza lo humano
hasta
el fondo.
Como
en el principio.
La
carne es tierra,
la
muerte es umbral,
la
vida una historia
que no
se pierde.
Sigamos
siendo humanos.
No
estamos vacíos.
Somos
rostros.
Todo
se recompone.
En lo
divino
está
el corazón de lo humano.
En lo
humano
está
la carne de lo divino.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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