Solo un Dios puede salvarnos
Quienes se interesan por la filosofía habrán reconocido en el título una frase de Martin Heidegger, pronunciada en la famosa entrevista publicada en Der Spiegel el 31 de mayo de 1976 (hace treinta y nueve años, por lo tanto...); póstuma, según la voluntad del propio Heidegger. Pero esta reflexión no trata sobre él.
La presente reflexión se inspira más bien en una singular consonancia entre esa frase y un argumento con el que Atanasio de Alejandría reinterpretó el Concilio de Nicea, que precisamente en estas semanas celebra su 1700º aniversario (los historiadores suelen situar su inicio entre mayo y junio del año 325).
Más o menos todo el mundo sabe que el Concilio de Nicea (el primer concilio que puede presumir del título de «ecuménico») fue convocado por Constantino para responder a algunas cuestiones que estaban desgarrando a la Iglesia, que acababa de obtener la libertad de culto, en forma de religio licita.
No es de descartar que Constantino también percibiera el Concilio como una ocasión para celebrar el papel político y ahora también eclesial del Emperador, que podía presumir de contar con la ayuda, nada menos, que de la Providencia desde la época de Ponte Milvio...
Ahora bien, entre los problemas que sacudían la comunión eclesial (y, en consecuencia, también la convivencia pacífica dentro del Imperio) había una cuestión que, en un principio, Constantino consideraba de poca importancia, por no decir una nimiedad, como se lee en una carta dirigida a los líderes de las dos facciones en conflicto, y que versaba sobre la identidad de Jesús: es decir, lo que decía de su persona el presbítero alejandrino llamado Arrio.
Es una historia bien conocida por quienes estudian teología. Menos conocidos son los acontecimientos posteriores al Concilio y a la proclamación del Símbolo Niceno. Pensar que el dogma sobre el Hijo de Dios como verdadero Dios - un Dios en plenitud, «consustancial al Padre... a diferencia de lo que sostenía Arrio - se afirmara entre fanfarrias y reconocimientos oficiales, significa engañarse a uno mismo pensando que la historia de la Iglesia avanza como un movimiento de inercia... por lo que, dada la definición dogmática inicial, la historia avanza sin retrasos, sin obstáculos, sin retrocesos.
Porque la historia posterior al Concilio de Nicea cuenta justamente lo contrario, una repentina rehabilitación imperial del partido arriano. Las razones pueden ser muchas; sin duda algunas serán de naturaleza política. Lo que se puede constatar es que las décadas posteriores al Concilio de Nicea denotan un cambio radical de perspectiva con respecto al equilibrio que salió del Concilio.
Son dignos de mención la figura y la obra de un hombre profundamente niceno en un contexto como este, es decir, en un contexto que iba más bien en dirección opuesta al Concilio de Nicea. Me refiero, por supuesto, a San Atanasio, patriarca de Alejandría (aunque la tormenta arriana le obligó a menudo a vagar por otros lugares en el exilio...), que en el Concilio de Nicea había estado presente todavía como diácono, asistente del entonces gran adversario de Arrio: el Patriarca Alejandro de Alejandría.
Pues bien, en las obras de San Atanasio encontramos un argumento que podríamos calificar de «radical»: es decir, un argumento que quiere mostrar en raíz lo que sucedería si en Jesús el hombre no tuviera que ver con el verdadero Dios.
Si Jesús fuera una criatura, por muy grande que fuera («engendrado y creado» ... son las palabras de Arrio, refutadas en el Concilio de Nicea con la adición «y no creado»), la historia de la salvación habría conocido la intervención de alguien que no es Dios.
En el orden de lo existente, de hecho, o se es Dios o se es lo-que-no-es-Dios. Porque en la creación puede haber muchos grados (ser una roca, una planta, un perro, un hombre, un ángel...), pero incomparablemente mayor (infinitamente...) es la distancia que hay entre el Creador y la criatura: porque mientras uno tiene el ser en sí mismo, todo lo demás que existe tiene el ser solo porque Dios quiso crearlo.
Por eso, si Jesús es el Hijo que no es de la misma sustancia que el Padre, entonces no tendríamos que ver con Dios, sino con alguien que comparte conmigo la misma condición de ser criatura por voluntad de Dios. Pero ¿qué salvación puede darme un ser que comparte conmigo mi misma condición de criatura?
Este es el razonamiento radical de San Atanasio, el que se conoce con el nombre de «argumento soteriológico»: si no es Dios, no me salva; pero como me salva (y esto nos lo dice la fe en Jesús y la experiencia que podemos tener), entonces significa que es Dios.
Si no es Dios, se asemeja a la condición de quien está en arenas movedizas y busca apoyo en algo o alguien que también está en arenas movedizas; acabando ambos hundiéndose en las arenas movedizas. Solo si está fuera de las arenas movedizas (es decir, si no pertenece como yo al ámbito de la creación) entonces ese alguien será capaz de sacarme y, precisamente, de salvarme.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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