miércoles, 4 de junio de 2025

Trinidad, ventana del Misterio de Dios.

Trinidad, ventana del Misterio de Dios 

Marcos, justo al comienzo de su Evangelio, narra cinco episodios en Cafarnaúm, en los que Jesús «discute» con sus oponentes y, con autoridad, no se adapta a las expectativas religiosas y éticas de sus contemporáneos, subvirtiéndolas. 

¿Qué tiene que ver esto con el misterio de la Trinidad? Sin duda, no se trata de explicar la comprensión racional del misterio trinitario. Quizás deberíamos intentar imaginar, en cambio, que nos invita a vislumbrar algunos destellos en los que aparece el amor de los tres amantes absolutos, que es Dios. 

El primer destello. Los amigos del novio no pueden ayunar cuando él está con ellos. Estamos en una boda: ayunar significaría no querer participar en esa alegría, no alimentarse de ella. 

Jesús es el esposo, nosotros somos los «amigos». Es más, somos «los hijos de la sala nupcial», expresión semítica que recuerda que los amigos «nacieron» de esa alegría, por lo que forman parte de ella. No es casual, pues, la metáfora del matrimonio, porque allí se realiza en el grado más alto posible en la tierra, en la forma más concreta y real, ese deseo de amor unificador y absoluto que Dios puso en cada uno de nosotros cuando nos creó a su imagen y semejanza: «Por fin, carne de mi carne y huesos de mis huesos (...) los dos serán una sola carne» (Gn 2,23-24), que traduce aquello: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30). 

Y a este «misterio grande» (Ef 5,32), participamos con la misma forma, energía e intensidad con que está hecho este amor: «Esto es mi cuerpo, que es para vosotros» (1 Cor 11,24), que es entrega total y real del amante al amado, que se unifican en el amor. Entrega que se realiza desde siempre entre los tres amantes de la Trinidad, en la Pascua entre los amantes Cristo y la Iglesia y en la vida entre los amantes hombre y mujer que buscan la unidad total. 

La Trinidad nos recuerda así que nuestro destino es la unidad total de todos con todos, dentro de su amor. En la que todas las fronteras artificiales, las distancias personales, los muros comunicativos, las oposiciones relacionales, las identidades que separan, las ideas que niegan al otro, las santidades que excluyen a los pecadores, ya no existirán, y solo quedará la existencia de un amante, un amado y un amor, en el que todos viviremos. 

El segundo destello. No se puede poner un remiendo de tela nueva en un vestido viejo, porque si no «se lleva la plenitud» y «la fractura se hace peor». 

El «traje» es el que toca la hemorroisa y queda curada (Mc 5,27), el que se transfigura en el Tabor (Mc 9,3), el que no lleva el endemoniado (Lc 8,27), el que, empapado en sangre, envolverá al Señor en el Reino de Dios (Ap 19,13.16). Remite, por tanto, a la plenitud y a la potencia del amor de Dios, que es posible, sin embargo, solo a condición de no conformarse con un «remiendo», sino de aspirar a toda la belleza del amor, a su plenitud. 

El misterio de la Trinidad se nos muestra, por tanto, como un amor tan rico y pleno que no deja atrás nada de lo que existe, y en el que toda la realidad, nuestra vida, nuestro conocimiento, nuestro amor, nuestro esfuerzo por vivir, nuestro pecado, nuestros deseos, se recomponen en una armonía nueva, inimaginable en este momento. 

«Lo que ningún ojo ha visto, ni oído ha oído, ni ha entrado en el corazón del hombre, eso ha preparado Dios para los que le aman» (1 Cor 2,9). El amor de los tres amantes absolutos lo recupera todo y no excluye nada de lo que existe, «porque tú amas todas las cosas que existen y no desprecias nada de lo que has creado» (Sab 11,24). 

Quizás, entonces, la dificultad radica en creer que un amor tan grande, pleno y absoluto sea realmente posible para nosotros, porque a menudo decidimos estar a la altura solo de un amor limitado y no infinito. 

El tercer destello. No se puede poner vino nuevo en «odres viejos fabricados por el hombre», porque su fuerza los haría «reventar» y tanto el vino como los «odres» se convertirían en fuente de «destrucción». 

El vino nuevo es el de Caná, que regala una alegría vital fuera de lo común (Jn 2, 9-10), el que derramó el samaritano sobre las heridas del maltratado (Lc 10,34) y el que Jesús beberá nuevo solo en el Reino (Mt 26,29). Nos remite, por tanto, a la novedad chispeante y consoladora del amor de Dios, que no acepta permanecer dentro de «recipientes fabricados por el hombre», aunque sean los que el hombre construye para relacionarse con Dios mismo. 

La Trinidad nos recuerda así que el misterio de los tres amantes absolutos no puede encerrarse en ninguna «producción humana», porque es un amor excesivo, sobreabundante, desmesurado. 

Nos recuerda que un amor así no tiene límites, no puede encerrarse perfectamente dentro de una religión, una ética, una espiritualidad, una ritualidad, y que todas estas cosas pueden vehicularlo, pero siempre y solo como posibles destellos, sin agotar nunca el infinito que Él es. 

Por eso, cuando nos aferramos y defendemos con uñas y dientes estos destellos, corremos el riesgo de traicionar ese amor absoluto, trayendo destrucción y no vida. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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