Aprender a custodiar
Somos débiles. La primera forma de sabiduría es aceptar nuestra debilidad, inseguros en tiempos inciertos. La compasión genera fraternidad y respeto hacia los demás. Pero se necesita tiempo y paciencia.
En tiempos marcados por la indiferencia, hay que aprender
a custodiar. Porque la indiferencia puede nacer del cansancio que se
siente cuando uno se encuentra incómodo, cuando no se sabe inmediatamente cómo
proceder. Es más fácil delegar, posponer, ahuyentar el pensamiento. La
indiferencia es una respuesta superficial, pero siempre natural e instintiva,
en un mundo hecho de incertidumbre. Y el nuestro es un tiempo incierto.
Saber acoger la incertidumbre
En cambio, hay que redescubrir nuestra capacidad de permanecer en esa incomodidad (¡que es real!), y así aprender a custodiar, porque descuidar esta pequeña fuerza corre el riesgo de provocar el marchitamiento del alma. La indiferencia hacia los demás pronto se convierte en indiferencia hacia lo más profundo de uno mismo. Qué fácil es perderse...
Por lo tanto, es necesario ir más allá de lo superficial, ir a lo profundo. Sin engañarnos de que esto signifique borrar la incertidumbre. Significa más bien aceptarla, porque se comprende que incluso en ella se puede poner un poco de orden y claridad, y que a veces es bueno que haya incertidumbre, que puede ser una apertura a lo nuevo, a lo desconocido, al futuro.
Profundizar es un acto que comienza por uno mismo: ¿cómo no ser indiferente? En primer lugar, haciendo espacio en nosotros para esa incomodidad.
Hay que saber vaciarse para poder hacer espacio al otro y al mundo, para recibirlo y acogerlo tal como es, con su capacidad de florecer y con sus heridas.
Este es un primer aspecto de lo que significa en profundidad custodiar: acoger.
Acoger las desgracias y las heridas del mundo no es
fácil: custodiar significa también guardar en uno mismo el sufrimiento, el
propio sufrimiento. Reconocerlo como necesario, no huir de él. Mirarse en lo
más profundo y vaciarse, aceptar el vacío y la incertidumbre. Se necesita
tiempo.
La fraternidad brota de la compasión
Custodiar significa, pues, acoger la propia vulnerabilidad. Significa proteger, velar, guardar en uno mismo al tiempo que uno se expone.
De hecho, es la percepción de nuestra vulnerabilidad la que nos guía y nos orienta hacia el cuidado mutuo: la fraternidad brota fácilmente de la compasión por una desgracia.
Por lo tanto, se da por sentado que ser vulnerable y
frágil es una condición necesaria para poder ser realmente custodios. De hecho,
el filósofo Emmanuel Lévinas afirmaba que «solo un yo vulnerable puede
cuidar del prójimo». Y cuidar pasa necesariamente por acoger.
Todos llamados a reconocernos dependientes
Para custodiar hay que acoger, prestar atención, respetar, vaciarse, saber ser vulnerable. Pero ¿quién está llamado a custodiar?
¡Todos! Precisamente porque la vida del otro depende de lo que yo decida hacer o no hacer, soy su guardián. Y viceversa, el otro es el mío. Custodiar significa reconocer una dependencia recíproca, alimentada por un precioso sentimiento de deuda que crece en cada uno desde la infancia.
Por lo tanto, aprender a custodiar significa también aprender a reconocer y reconocerse: custodiar es un acto que tiene su origen en el reconocimiento de que somos ante todo vida común.
El sentimiento que nos lleva hacia el otro no se refiere
entonces a la generosidad que proviene de la abundancia, es un acto que se
realiza porque se considera normal, una consecuencia obvia del reconocerse. Y
se hace también porque al reconocerse vulnerables se comprende que proteger la
fragilidad ajena beneficia la propia protección, que solo así es posible no
interrumpir la vigilancia hacia lo más profundo de uno mismo.
Responsables hacia todos
Sentir en lo más profundo que la propia vida está estrechamente ligada y entrelazada con la de los demás genera una responsabilidad espontánea hacia los demás y hacia el mundo. La exposición común a la desgracia provoca reconocimiento y corresponsabilidad.
Y así, custodiar significa también ser responsable, custodiar exige también una cierta forma de actuar: no se limita uno a desear al otro lo que se desea para uno mismo, sino que se intenta también que eso suceda.
Una responsabilidad que también es hacia uno mismo, que
nos lleva a prestarnos atención, a acoger al otro en nosotros sin sustituirlo. Custodiar es velar y vigilar, es un movimiento hacia el otro que no
se sustituye a él, que lo reconoce como protagonista. Que sabe que,
aunque se le haya confiado su vida, siempre está en sus manos.
Presentes en la herida del otro
Cuidar es estar presente en la herida del otro, es dar testimonio de la posibilidad de atravesarla y dejarse atravesar por ella, con la esperanza de ayudar al otro a levantarse después de haber tropezado, para que pueda caminar hacia sí mismo. Es un camino del que se espera no volver a formar parte en el futuro, o al menos de forma diferente.
Para custodiar se necesita tiempo, pero también se necesita espacio. Tanto el espacio acogedor que hay en cada uno de nosotros como la distancia de quien ha encontrado un renovado valor para tomar sus propias decisiones, siempre inciertas. Ser custodios significa haber sido un apoyo para alguien que ahora siente que puede volver a atreverse.
Acoger al otro y al mundo tal y como es significa también dejarlo ser. Y, a veces, esa custodia se hace desde lejos, y otras desde la proximidad más cercana.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
No hay comentarios:
Publicar un comentario