miércoles, 23 de julio de 2025

Cuando ponemos «yo» en lugar de «Dios».

Cuando ponemos «yo» en lugar de «Dios» 

Una parábola «de batalla», en la que Jesús tiene la audacia de denunciar que rezar puede ser peligroso, puede incluso separarnos de Dios, convertirnos en «ateos», adoradores de un ídolo. 

El fariseo reza, pero como si se dirigiera a sí mismo, dice literalmente el texto; conoce las reglas, comienza con las palabras correctas «Dios, te doy gracias», pero luego lo estropea todo, no bendice a Dios por sus obras, sino que se jacta de las suyas: yo rezo, yo ayuno, yo pago, yo soy justo. 

Para la bella alma del fariseo, Dios, en el fondo, no hace más que un trabajo de burócrata, de notario: registra, toma nota y aprueba. Un espejo mudo en el que reflejar su arrogancia espiritual. Yo no soy como los demás, todos ladrones, corruptos, adúlteros, ni siquiera como este publicano, yo soy mucho mejor. 

El fariseo ofende al mundo al mismo tiempo que cree rezar. No se puede rezar y despreciar, bendecir al Padre y maldecir, hablar mal de sus hijos, alabar a Dios y acusar a los hermanos. Esa oración nos haría volver a casa con un pecado más, es más, confirmados y legitimados en nuestro corazón y en nuestros ojos enfermos. 

En cambio, el publicano, un montón de humanidad encorvada en el fondo del templo, deteniéndose a distancia, se golpeaba el pecho diciendo: «Dios, ten piedad de mí, que soy pecador». Una pequeña palabra lo cambia todo y hace verdadera la oración del publicano: «tú», «Señor, ten piedad». 

La parábola nos muestra la gramática de la oración. Las reglas son sencillas y válidas para todos. Son las reglas de la vida. 

La primera regla: si pones el yo en el centro, ninguna relación funciona. Ni en la pareja, ni con los hijos o los amigos, y mucho menos con Dios. Nuestra vida y nuestra oración avanzan por el mismo camino profundo: la búsqueda incansable de alguien (un amor, un sueño o un Dios) tan importante que el tú viene antes que el yo. 

La segunda regla: se reza no para recibir, sino para ser transformados. El fariseo no quiere cambiar, no lo necesita, él está bien, son los demás los que están equivocados, y tal vez también un poco Dios. 

El publicano, en cambio, no está contento con su vida, y espera y desea poder cambiarla, tal vez mañana, tal vez solo un poco cada vez. Y se convierte en súplica con todo su ser, poniendo en juego su cuerpo, su corazón, sus manos y su voz: bate las manos sobre el corazón y hace salir palabras de súplica hacia el Dios del cielo. 

El publicano volvió a casa perdonado, no porque fuera más honesto o más humilde que el fariseo (Dios no se merece nada, ni siquiera la humildad), sino porque se abre —como una puerta que se entreabre al sol, como una vela que se arquea al viento— a Dios que entra en él, con su misericordia, esta extraordinaria debilidad de Dios que es su única omnipotencia. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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