El «ego» del fariseo y el «corazón» del publicano
Dos hombres van al Templo a rezar. Uno, de pie, reza pero como si se dirigiera a sí mismo: «Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, impuros...».
Empieza con las palabras adecuadas, el comienzo es bíblico: la mitad de los salmos son de alabanza y agradecimiento. Pero mientras se dirige a Dios con palabras, el fariseo en realidad está centrado en sí mismo, hechizado por una palabra de solo dos letras, que no se cansa de repetir: yo. Yo doy gracias, yo no soy, yo ayuno, yo pago.
El fariseo ha olvidado la palabra más importante del mundo: tú. Rezar es tutear a Dios. Vivir y rezar recorren el mismo camino profundo: la búsqueda incansable de un tú, un amor, un sueño o un Dios, en el que reconocerse, amados y amables, capaces de un encuentro verdadero.
«Yo no soy como los demás»: y el mundo le parece una guarida de ladrones, dedicados al robo, al sexo, al engaño. Una distorsión del alma: no se puede rezar y despreciar; no se puede cantar gregoriano en la Iglesia y fuera ser despiadado. No se puede alabar a Dios y demonizar a sus hijos. Esto es la parálisis del alma.
En esta parábola de batalla, Jesús tiene la audacia de denunciar que la oración puede separarnos de Dios, puede hacernos «ateos», poniéndonos en relación con un Dios que no existe, que es solo una proyección de nosotros mismos. Equivocarnos con Dios es lo peor que nos puede pasar, porque entonces nos equivocamos en todo, en el hombre, en nosotros mismos, en la historia, en el mundo.
El publicano, un montón de humanidad encorvada en el fondo del Templo, nos enseña a no equivocarnos sobre Dios y sobre nosotros mismos: deteniéndose a distancia, se golpeaba el pecho diciendo: «Dios, ten piedad de mí, que soy pecador».
Hay una pequeña palabra que lo cambia todo en la oración del publicano y la hace verdadera: «tú». Palabra clave del mundo: «Señor, ten piedad».
Y mientras el fariseo construye su religión en torno a lo que él hace por Dios (yo rezo, yo pago, yo ayuno...), el publicano la construye en torno a lo que Dios hace por él (tú tienes piedad de mí, que soy pecador) y se crea el contacto: un yo y un tú entran en relación, algo va y viene entre el fondo del corazón y el fondo del cielo. Como un gemido que dice: «Soy un pecador, es cierto, pero así no estoy bien, así no soy feliz. Me gustaría mucho ser diferente, no puedo, pero perdóname y ayúdame».
«Volvió a su casa justificado».
El publicano es perdonado no porque sea mejor o más humilde que el fariseo (Dios no se merece nada, ni siquiera la humildad), sino porque se abre —como una puerta que se entreabre al sol, como una vela que se arquea al viento— se abre a la misericordia, a esta extraordinaria debilidad de Dios que es su única omnipotencia, la única fuerza que nos devuelve la vida.
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