martes, 29 de julio de 2025

Un pacifismo desde abajo, como práctica y resistencia, es decir, encarnado.

Un pacifismo desde abajo, como práctica y resistencia, es decir, encarnado

Mientras en general los Gobiernos se limitan a condenar —con su habitual tono diplomático— las masacres que se están produciendo en Gaza, sin expresar una voluntad política real de intervención pacifista y humanitaria, la gestión de la crisis se delega, de hecho, al aliado estadounidense. Y mientras las puertas de Gaza podrían abrirse a un nuevo éxodo forzoso, Europa en general no se organiza para acoger a los palestinos que huyen, ni intenta anticipar las consecuencias humanitarias de esta tragedia. 

En este escenario, es urgente tomar conciencia de que vivimos inmersos en lo que el Papa Francisco definió en su momento como una «tercera guerra mundial por partes». Hoy en día, 92 países están involucrados en conflictos armados, mientras que más de 100 millones de personas se han visto obligadas a huir, dentro o fuera de sus fronteras. Solo en 2024 se registraron casi 200.000 episodios violentos relacionados con conflictos, más de la mitad de ellos bombardeos, y más de 233.000 muertes. Todas esas son cifras probablemente por debajo de los datos reales, pero ya de por sí aterradoras. 

Detrás de esta escalada se vislumbran dos causas profundas: la creciente militarización global y el uso intensivo de nuevas tecnologías militares, como los drones —cuya utilización ha aumentado más de un 1400 % desde 2018— y los artefactos explosivos improvisados, que hacen que las guerras sean más «accesibles». El nuestro es un mundo en el que también la guerra se hace más cercana, más silenciosa, más normal. Y es precisamente esta normalización lo que debe alarmarnos. 

Nos acostumbramos a lo indecible: al asesinato de niños, a los crímenes de guerra, a la tortura, a las violaciones masivas. Habría que oponerse a esta habituación de lo cotidiano, a esta ‘normalidad’ de lo habitual. Y quien debe hacerlo es, en primer lugar, el poder político, que tiene el deber de promover una cultura de la paz y devolver a la sociedad un papel activo en la construcción de la coexistencia y la solidaridad internacional. 

En este contexto, hablar de pacifismo puede parecer un ejercicio ingenuo. Sin embargo, nunca como hoy se necesita un nuevo pacifismo, concreto, cotidiano, capaz de penetrar en los pliegues de la vida común. Ya no puede ser una espera pasiva de las decisiones de los gobiernos, sino que debe surgir desde abajo, como una forma de resistencia difundida y creativa. 

Este pacifismo no se limita a la denuncia ni se confía a la esperanza de los tratados internacionales. Es, más bien, una forma diferente de habitar el mundo, de elegir cómo vivir. Se compone de gestos sencillos pero profundos: caminar para estar, hablar para tender puentes, habitar los lenguajes con cuidado. Es el rechazo activo de la retórica bélica —la de la «guerra justa», la «defensa», la «intervención necesaria», la «disuasión nuclear»— y la apertura a nuevas palabras: convivencia, escucha, desarme, cuidado... 

La paz, en este sentido, no es una estrategia de poder, sino una táctica cotidiana. Se hace en las plazas, en las escuelas, en los mercados. Se construye en los cuerpos que resisten a la violencia normalizada, en los gestos que interrumpen la lógica del odio, en los lazos que recomponen la ruptura de la soledad social. Es una forma de deserción antes incluso que de protesta. 

Desertar no significa huir. Significa rechazar el imaginario bélico, el culto a la fuerza, la competitividad como única ley social. Significa elegir, cada día, la cooperación, la escucha, la solidaridad. Incluso cuando cuesta. Incluso cuando parece inútil. 

Es también una práctica del lenguaje: educar para nombrar los conflictos sin agredir, contar historias de convivencia en lugar de enfrentamiento, mostrar que otra realidad es posible. Las palabras no son neutras: pueden matar o curar, herir o reconciliar. 

Pero este pacifismo es también espiritualidad encarnada, no como refugio individual, sino como fuerza colectiva que habita los cuerpos y las relaciones. Es cuidado contra la herida sistémica, es lentitud contra el frenesí productivo, es acogida contra la exclusión. Es el arte de vivir con los demás sin dominarlos, sin anularlos. 

Por último, este pacifismo es narración. Para cambiar el mundo se necesita otra historia, una nueva imaginación de lo posible. Contar la paz, mostrarla, hacerla desear es ya un acto de transformación. Una revolución silenciosa hecha de historias menores pero poderosas, capaces de resquebrajar la aparente inevitabilidad de la guerra. 

La paz no se anuncia, se practica. Se construye. Se camina. Día tras día. También hoy. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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