¿Dónde está tu tesoro? ¿Dónde habita tu corazón?
El verano llega con su promesa de libertad y respiro. Es
la época en la que muchos se ponen en marcha, abandonan la seguridad del hogar,
buscan el aire libre y, al mismo tiempo, la posibilidad de un respiro. Pero
precisamente en esta tregua —hecha de vacaciones, horizontes más amplios,
silencios que parecen vacíos— se esconde un riesgo sutil: la vigilancia
se debilita, el corazón se relaja hasta olvidar lo que realmente hay que
custodiar.
No es fácil este equilibrio: que los siervos no huyan, no se conviertan en esclavos serviles, pero tampoco en tiranos o buitres que se aprovechan de la ausencia del amo. Que los siervos sean más bien sorprendidos y sorprendentes, capaces de acoger cada instante con asombro, dispuestos a hacer de la espera un tiempo vivo.
Las tres parábolas de Lucas de estos domingos se entrelazan como un único canto de vigilia y una invitación a la vigilancia para que el corazón no se duerma en el tiempo del verano, cuando muchos se ponen en camino, pero todos somos más vulnerables a la distracción. No basta con viajar o detenerse. Hay un nudo profundo entre la ausencia y la espera, entre la confianza y el control, que cada discípulo y cada comunidad está llamada a desatar con valentía.
La primera palabra está dirigida a la Iglesia, la segunda podemos ampliarla a toda nuestra sociedad civil. Jesús nos invita una vez más a cambiar de mirada, a descubrir cuál es nuestro verdadero tesoro y dónde mora realmente nuestro corazón.
Jesús nos desafía a descubrir nuestro tesoro y a reencontrar nuestro corazón.
El cambio más profundo de la parábola está en nuestra espera del Señor y en su regreso. A su regreso, el amo se hace siervo. Y no un siervo cualquiera, sino aquel que «pasará a servirles». Es el Señor quien, en lugar de dominar desde arriba, se inclina y «pasa a servir».
La confianza del amo no es ingenua: es lo que mantiene encendida la lámpara en el corazón de los siervos, alimenta su vigilancia, hace nacer en ellos la fidelidad, mantiene viva su espera y transforma la ausencia en promesa, alimenta la alegría del encuentro que vendrá.
Es un modelo nuevo de autoridad, una autoridad que se basa en la confianza y la fidelidad, que no oprime, sino que genera espera y esperanza. Despertar esa espera es el primer acto de amor, el primer gesto de cuidado, para que la llegada del otro nos pille por sorpresa, felices y preparados. Y vendrá, si insisto en esperar, vendrá sí, y vendrá sin ser visto... Vendrá, y viene en cada susurro. Las cosas más importantes no se buscan con ansiedad, sino que se esperan con paciencia y atención -Simone Weil-.
«No temáis, pequeño rebaño»: se nos ha dado el Reino. Pero precisamente porque es un don, y no una posesión que hay que arrebatar, nos llama a vivir vigilantes. Con las vestiduras ceñidas a los lomos, la lámpara encendida, en plena noche, en medio de las preguntas. El Reino no llega con estruendo. Entra en el silencio más profundo, en las horas en que solo quien vela puede reconocerlo. Se revela en el silencio, en velar con amor más que en saber.
Somos ese pequeño rebaño al que se ha confiado el Reino.
Así anudamos el amor que no traiciona, la fe que permanece en la
oscuridad, la esperanza que mantiene encendido el corazón. Desatamos
el nudo del control que apaga la confianza y nos hace perder el sentido de la
espera.
«Bienaventurados aquellos siervos a quienes el señor, al volver, encuentre despiertos». Cuando el señor tarda, el siervo se distrae.
Cuando Dios calla, el corazón se pierde. Sin embargo, es
precisamente en el vacío, en el silencio de la ausencia, donde se mide la
verdadera fidelidad. La parábola lo cambia todo: el amo se convierte en
siervo, en el que sirve la mesa, porque quien espera se le parece. La frontera
es clara entre el dominio y la custodia, entre la vigilancia opresiva y la
vigilia amorosa. No se trata de vigilar el tiempo, sino de velar el
corazón. No perder el corazón en el tiempo de la ausencia es la
urgencia de este tiempo.
Es tiempo de abrazar la pequeñez evangélica, de reconocer nuestra fragilidad como seno de esperanza. Esta purificación del rostro de Dios, de toda incrustación, es necesaria para que, en las vigilias diurnas y nocturnas, en los días en que el Reino parece oculto, en el camino de la Iglesia, vuelva a brillar sobre los pueblos el rostro del Jesús del Evangelio y del Reino.
Abraham, «peregrino sin morada», esperaba una ciudad con cimientos sólidos, «cuyo arquitecto y constructor es Dios mismo». Así también nosotros estamos llamados a mantener viva nuestra espera, con las vestiduras ceñidas y la lámpara encendida, preparados para la llegada del Señor.
Cada noche enciende la lámpara dentro de ti. Antes de dormir, pregúntate: ¿Dónde ha estado hoy mi tesoro? ¿Dónde ha habitado mi corazón? Respira. Deja ir lo que te pesa. Haz espacio. Elige un pensamiento, un objeto, un hábito que dejar ir como ofrenda. Así, en el silencio de la noche, te convertirás en uno de esos siervos despiertos, listos para acoger la vida.
Contigo, Señor, contigo en las vigilias diurnas y nocturnas.Vigila.
No domines el tiempo,
no duermas en el vacío.
Sé presente
cuando nadie mira.
No busques amos,
ni te conviertas en uno.
Guarda el silencio
como se guarda un fuego.
Vigila.
Porque vendrá
lo que amas
sin estruendo.
Y te encontrará despierto.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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