jueves, 7 de agosto de 2025

El Tercer Testamento o el Quinto Evangelio.

El Tercer Testamento o el Quinto Evangelio 

Este tiempo es un momento hermoso para todos nosotros, llamados de manera diferente a vivir y dar testimonio del Evangelio en la forma de la Vida Consagrada. Nos sentimos hermanas y hermanos, más allá de los carismas y pertenencias individuales, convocados a dar gracias juntos por el don recibido, y me parece percibir entre nosotros el deseo de un nuevo comienzo, de una reanudación más confiada del camino después de un tiempo marcado quizás por un cierto cansancio. 

No creo equivocarme mucho si digo que lo que nos une en este momento es más nuestra debilidad que nuestra fuerza. Sentimos en nuestra propia piel la verdad de las palabras de Pablo: «Llevamos un tesoro en vasos de barro». 

Cuando somos fuertes tendemos a ser autosuficientes, nuestro carisma es el mejor de todos, no sentimos la necesidad de los demás. Cuando experimentamos la fragilidad se puede abrir espacio la solidaridad. 

La Vida Consagrada, que ha marcado la Iglesia con rasgos de santidad, vive un momento de profunda debilidad, de envejecimiento de las fuerzas, de falta de vocaciones, de exceso de estructuras heredadas que hay que gestionar sin recursos humanos y económicos suficientes. En todo esto hay sin duda una prueba, pero sobre todo una gracia, una nueva oportunidad de vida que hay que ver dentro de un mundo que se acaba, mirando los brotes de hierba que crecen obstinadamente entre las piedras de los escombros de un templo derrumbado. 

Los brotes verdes anuncian un futuro cuya forma desconocemos, pero ¿nos dejaremos sorprender? 

Resuenan en nosotros, vasos de barro, junto con las palabras de Pablo, las que el Señor dirigió al profeta Jeremías: «Ve y baja al taller del alfarero; allí te haré oír mi palabra». Jeremías acepta este descenso, esta kénosis. ¿Y qué ve? «Bajé al taller del alfarero y he aquí que él estaba trabajando en el torno. Ahora bien, si la vasija que él modelaba se estropeaba, como sucede con el barro en las manos del alfarero, él volvía a hacer otra vasija con ella, como le parecía bien. Entonces me fue dirigida la palabra del Señor: «¿Acaso no puedo yo hacer con vosotros, casa de Israel, como este alfarero? Oráculo del Señor» (Jer 18,16). 

Todos, la Vida Consagrada, la Iglesia, el seminario, las familias, la escuela, las instituciones sociales y civiles, cada mujer y cada hombre, nos encontramos en la profunda falla de un «cambio de época», todos arrojados de nuevo a la masa y puestos en el torno, en la fatigosa búsqueda de una forma nueva, de una nueva humanidad. 

Los consagrados no estamos exentos de este trabajo de gestación que exige morir a algo para que algo nuevo renazca. Es una experiencia pascual la que estamos llamados a atravesar. Estar en el torno es muy incómodo, sobre todo cuando no se sabe por cuánto tiempo y cuando, por falta de profecía, por incapacidad de ver lo invisible, no vemos la forma que el divino Alfarero, con sus dos manos, quiere dar a la masa de la que estamos hechos. 

Las últimas palabras de Dios a Israel: «¿Acaso no puedo hacer con vosotros, casa de Israel, como este alfarero? Oráculo del Señor», suenan como una invitación a la confianza, pero más aún como una reprimenda, porque ponen al descubierto una falta de esperanza, de responsabilidad, no solo para dejarnos remodelar, sino para aportar nuestra contribución a una nueva forma de humanidad, de sociedad y de Iglesia. 

De hecho, por eso estamos en el mundo, para buscar el bien de este mundo. Está en juego, pues, nuestra maleabilidad, nuestra disponibilidad personal y comunitaria. 

Dios sabe cómo hacer para que todo vuelva a empezar, pero volver a empezar implica ser amasado de nuevo, ser vaciado por la mano del alfarero, y esto es un drama. No es un drama para el alfarero, es su oficio. Es un drama para la vasija. 

Dejarse remodelar significa aceptar que una forma determinada ha llegado a su fin y asumir las consecuencias personales e institucionales. 

Sabemos cómo San Ireneo, con gran intuición, explicaba que las dos manos de Dios que modelan a su criatura son las del Hijo y las del Espíritu, interpretando ese plural - «Hagamos al hombre» - como un diálogo creador de la Trinidad (San Ireneo Adv. Haer. IV, 28, 4). 

¿Cómo permanecer en el torno todo el tiempo que sea necesario? ¿Cómo permanecer maleables con confianza y responsabilidad? 

Estamos acostumbrados a recibir eslóganes, frases hechas, palabras redondas,…, (no digamos planes y proyectos pastorales, documentos capitulares, …) que nos empujan a hacer, que nos dicen que nunca hemos hecho lo suficiente, que cada año hay que programar de otra manera,… ¿No será ésta la hora de hacernos llegar una invitación a no hacer, a ralentizar, a salir de la ansiedad pastoral, a escuchar, simplemente a estar, ser, vivir …? 

Estar es la forma de actuar de la comunidad eclesial. Esto seguramente nos desconcierta. Por un lado, hace suspirar de alivio: por fin, basta ya de palabrerío y verborrea. Estamos saturados. Después de la pandemia no supimos ralentizar. Seguimos sin saberlo. Por otro lado, sin embargo, la invitación a estar llega a personas que, ya sean sacerdotes, consagrados o laicos, están sumergidos desde la mañana hasta la noche en compromisos y responsabilidades, con poco o ningún tiempo para escuchar a las personas, a Dios y, en definitiva, a sí mismos. 

Y una situación así obliga a pensar. Por lo menos, a pensar. ¿No habrá que poner el silencio como fundamento de todo? ¿No habrá que acortar los discursos, prescindir de los titulares, de las frases redondas, de las palabras eslogan, …,  para permanecer en silencio? 

Y, si es así, ¿qué idea de la fe nos sugiere? ¿Qué tipo de Iglesia pide, si no es una Iglesia que ante todo habla, sino que calla y escucha? ¿A qué misión impulsa si comenzamos por hablar menos o por no hablar tanto? 

El silencio es el canto fijo de toda vocación cristiana y, por tanto, también de toda forma de Vida Consagrada. El silencio no es solo un tiempo recortado en el día para dedicarlo a la meditación: es una forma de estar en el mundo. 

¿No será necesario despertarnos al don que se nos ha dado? ¿No corremos el riesgo de ser absorbidos por el ruido, por las palabras excesivas, por el parloteo sin ton ni son y la verborrea a tiempo y a destiempo?

1.- Es necesario escuchar. Es necesario volver a lo más esencial y simple del silencio que permite escuchar. La invitación a permanecer «en el silencio» es una llamada a volver al corazón de la vida, a hacer espacio a su sentido último, a custodiar el deseo que hay en cada uno de nosotros. 

El término «deseo» contiene la raíz latina «sidera», «estrellas». El deseo en cada hombre y en cada mujer es una nostalgia insatisfecha, que ningún ruido consigue acallar, es un grito que pide ser liberado. Es la estrella que los Reyes Magos siguen hasta la cueva de Belén. Son los gemidos del Espíritu que habitan en el corazón de cada uno y cada una. 

La necesidad de silencio no es solo una exigencia humana de introspección, sino la escucha de un Huésped que habita en nuestro corazón. La interioridad de las personas está habitada por una presencia que invoca acogida. 

La Vida Consagrada es propia de personas que han sentido esta nostalgia. Pero todos sienten esta nostalgia, esta melancolía existencial. Es la melancolía. La melancolía es quizás Dios. En el sentido de que hay momentos en los que estás bien, pero sientes... siempre un movimiento interior... a veces una inquietud o siempre tienes la sensación de que hay algo más. Yo siempre tengo la sensación de que hay algo más en la vida en general. Entonces, quizá Dios es eso, es decir, lo que no podemos explicar. 

Me pregunto si los que se han ido de la Iglesia se han ido porque tengamos motivos para que otros se vayan o se han ido porque no tienen ninguno para quedarse. Y este «no tener ninguno para quedarse» se refiere, paradójicamente, a su búsqueda de espiritualidad. Estoy pensando que la Iglesia es pobre en espiritualidad, es decir, en sentido, y hay quien lo busca en otra parte. Son buscadores de una espiritualidad de la tierra. No están ni dentro ni fuera, simplemente están «más allá», atraídos por un horizonte que no coincide ni con la forma de fe a la que pertenecen ni con la incredulidad de su distancia. 

¿Quién se ha alejado de quién? Es una pregunta fundamental. Hasta podemos recordar aquellas palabras fulminantes de Etty Hillesum, que tantas veces han resonado en nosotros, nacidas de la profunda oscuridad de su celda en el campo de exterminio: «Tú no puedes ayudarnos, somos nosotros los que debemos ayudarte a ti... lo único que podemos salvar en estos tiempos, y también lo único que sin duda cuenta, es un pequeño pedazo de ti en nosotros mismos, Dios mío». 

En sus orígenes, la Vida Religiosa nació para cuidar de un pedacito de Dios en el corazón de sus miembros y de las mujeres y hombres de su tiempo. Y esto no es patrimonio de la vida contemplativa sino que ha permanecido como constitutivo de las formas que la Vida Consagrada ha adoptado a lo largo del tiempo. 

Quizá se puede declinar con diferentes verbos y muchos ejemplos concretos esta tarea de custodia y de cuidado: contemplar el silencio, enseñar el silencio, hacer silencio, acoger el silencio, custodiar el silencio, compartir el silencio, promover el silencio. Cada uno de estos verbos para el cuidado de un pedacito de Dios en el corazón de las personas nos concierne y nos interpela. 

La mejor forma en que todos y todas podemos cuidar de Dios en nuestro corazón y en el de las personas es el silencio hospitalario, la escucha de las historias de vida. Las personas tienen un sentido de la vida desmesurado, pero tantas veces no saben dónde darle cabida, dónde expresarlo, dónde invertirlo. ¿No habrá que ayudar a las personas a liberar sus historias? ¿No era Jesús de Nazaret un Maestro en ese arte, por ejemplo, el diálogo con la Samaritana? ¿No habrá que liberar las historias, hacer de nuestras personas y de nuestras comunidades una posada de historias acogedora? 

Escuchar los gemidos del Espíritu exige una escucha estereofónica: la de su voz en las Sagradas Escrituras y la que pronuncia cada día en las historias de vida de las personas, allí donde escribe, después del Primer y del Segundo Testamento, hay un Tercer Testamento o un Quinto Evangelio: las historias de la vida. 

2.- Escuchar el silencio de quienes no tienen voz. La voz de los sin voz: el grito del sufrimiento humano, ese grito que estamos llamados a escuchar en el silencio de quienes no tienen voz - los ancianos, los adolescentes, los migrantes, las mujeres, los presos, …-. 

La mayoría de los carismas de la Vida Consagrada han surgido por obra del Espíritu precisamente por esta segunda dimensión del cuidado, no solo el cuidado de la presencia de Dios en las personas, sino el cuidado de su vida, de su cuerpo, de su mente, de su carne. 

Porque el Dios que se hizo hombre se preocupa por la humanidad de todos, porque Él sabe lo que significa nacer sin hogar, ir al exilio, ser ayudado a crecer en sabiduría, edad y gracia durante treinta años, tener hambre y sed, ser rechazado por la sociedad, sentir la angustia de la muerte, ser abandonado. Su identificación con todos los miserables de la tierra la declaró cuando nos habló del juicio final sobre nuestra vida, en el texto de Mateo 25. 

Nuestro Dios ama nuestra carne y todo el Evangelio está ahí para decir que todo sufrimiento es suyo y que en todo sufrimiento se identifica para decir con palabras y gestos que quiere la vida para todos y para todas, y la vida en abundancia. 

Las formas que ha adoptado la Vida Religiosa a lo largo de la historia han sido hasta ahora tres: la forma monástica antigua, la forma conventual mendicante medieval y la forma de las obras apostólicas de la época moderna. 

Yo creo que se va perfilando un cuarto modelo que se expresa en las formas de Vida Consagrada en las que participan personas consagradas y familias, comunidades religiosas con consagrados y consagradas de diferentes confesiones cristianas, comunidades con presencia de otras religiones o de no creyentes. 

Estas otras formas de Vida Consagrada señalan el anhelo de una fraternidad universal, más allá de las pertenencias de género, de estatuto eclesial, de fe, de religión, de raza. 

Cada vez que nace una forma de Vida Consagrada, lo que la caracteriza es la profecía, entendida como la capacidad de habitar «los desechos», los desechos entre lo cumplido y la promesa, entre lo que está en acto y lo que la generosidad de Dios reserva para la humanidad. En consecuencia, la Vida Consagrada está llamada a habitar toda forma de deshecho, a compartir la vida con aquellos que menos que los demás pueden disfrutar de lo que la vida humana debería dar a todos. 

Aquí el silencio se convierte en piedad, ‘pietas’ por todo sufrimiento humano. Es ese silencio que consiste en quitarnos las sandalias ante el único terreno sagrado que existe, el hombre, en particular el hombre herido, sufriente, marginado, golpeado y despojado, como el hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó. 

Algunas comunidades religiosas han nacido para asegurar en la Iglesia la adoración eucarística perpetua. Pero todas están llamadas a esa otra adoración perpetua, la de la humanidad herida convertida en tabernáculo de Dios. Siempre de rodillas ante Dios y siempre de rodillas ante el hombre que sufre: esto es a lo que estamos llamados. 

¿No habrá que devolver la palabra a esos “gritos desde el silencio”? ¿No habrá que escuchar los sufrimientos más agudos que atraviesan nuestra humanidad herida? 

Jesús de Nazaret fue un Maestro que sentó frecuentemente a la mesa, a todas las mesas, a cada mesa. «Estar «a la mesa» de los hombres y mujeres que son nuestros compañeros de viaje es la forma silenciosa de ser Iglesia hoy. Estar «a la mesa» significa compartir el pan de la misma humanidad, escuchar preguntas antiguas y nuevas, sentirse parte de un camino que nos concierne, intercambiar palabras con sencillez, ponerse al servicio, socorrer a los frágiles, ocuparse de los que nadie ve. 

3.- La escucha recíproca como estilo de una Iglesia sinodal. Es necesario que nuestras comunidades aprendan una práctica de sinodalidad que se convierta en el horizonte de su servicio a la Palabra de Dios gracias al intercambio dialogante de las palabras de todos... Es en el silencio, por otra parte, donde podemos hacer espacio a las diversidades que dibujan el rostro de nuestra porción de Iglesia; es del silencio donde sacamos los motivos que fundamentan las opciones compartidas para comunicar a todos la experiencia de Jesucristo. 

Generar comunidades participativas, en las que se propongan lugares donde el diálogo se califique como un estilo relacional capaz de tomar en serio el mundo, se exprese en el valor de la palabra y de la escucha de todos, y se convierta en conocimiento compartido de la realidad y visión común del futuro. ¿No es ésta una contribución fundamental que la Vida Consagrada puede dar a la Iglesia y a la convivencia civil? 

En las comunidades de la Vida Consagrada se han experimentado las prácticas de una vida sinodal y de discernimiento en común que se han madurado a lo largo de los siglos. De todo ello aprendemos la sabiduría de caminar juntos. Muchas Congregaciones e Institutos practican la conversación en el Espíritu o formas análogas de discernimiento en el desarrollo de los Capítulos Provinciales y Generales, para renovar las estructuras, repensar los estilos de vida, activar nuevas formas de servicio … 

¿Vivimos hasta el fondo esta dimensión fundamental que nos caracteriza, la de la vida fraterna en escucha de la voluntad de Dios? Estamos llamados a mostrar que el Evangelio nos permite vivir juntos, escucharnos, dar la palabra a todos, caminar de manera sinodal. 

La fraternidad real que establecemos sin elegirnos es lugar de esperanza y profecía para todos. Venimos de historias diferentes, de formaciones y sensibilidades diferentes, tenemos caracteres diferentes, todos estamos marcados por limitaciones, defectos, pequeñas manías. Somos simplemente humanos. La composición internacional e intergeneracional de nuestras comunidades es, desde este punto de vista, una maravillosa complicación. 

La perfección de las relaciones nunca se alcanzará en nuestras comunidades, pero esta es la herida del signo, el lugar pascual del testimonio. No estamos llamados a dar testimonio de la armonía del paraíso terrenal antes del pecado original, sino de la convivencia dentro de los límites, las diferencias, las fragilidades, las pobrezas individuales y colectivas. 

Nuestras comunidades, cada vez más multiétnicas y multigeneracionales, son un formidable laboratorio de esta fraternidad de la diferencia. En todos los ambientes en los que vivimos y en todos los campos de nuestra acción apostólica, nos educamos y educamos en el silencio entendido como la capacidad de dar la palabra a todos y, así, darla a Dios, de buscar el consenso más allá de los propios puntos de vista, de promover la unidad y de ser así mujeres y hombres de paz. 

Cada vez más creo que el silencio es el lenguaje de Dios. Hay un silencio que siento personalmente necesario: el silencio sobre Dios. 

Nosotros, los consagrados y consagradas, tenemos la boca llena de Dios. La Iglesia tiene la boca llena de Dios. Seguramente hasta hablamos demasiado de Él. Se diría que lo sabemos todo sobre Él, pero Él no está en el ruido de nuestras palabras. Nunca lo capturaremos con nuestras palabras, aunque paradójicamente estemos llamados a pronunciarlas. Deberíamos pronunciarlas con pudor, de puntillas. 

En este tiempo, yo creo, estamos llamados a pronunciar menos y, ciertamente, a pronunciar solamente aquellas que provienen de escuchar su silencio y el silencio de los que no tienen palabras. 

Personalmente, desde hace algún tiempo siento la necesidad de hablar menos de Dios, también como expiación por las demasiadas palabras que he dicho sobre él y que decimos como Iglesia sobre él, con una ingenuidad pasmosa, casi como si lo poseyéramos y hubiéramos agotado su misterio. 

Y creo que estamos llamados a hablar menos de Él y a escucharlo más en las historias de las personas y compartiendo las nuestras. Es en la mesa de los silencios compartidos donde Él podrá quizás decirnos una palabra inesperada. 

Ojalá captemos los silencios y las palabras de Dios en los silencios y en las palabras humanas: ese es el Tercer Testamento o el Quinto Evangelio. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

 

 

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