jueves, 7 de agosto de 2025

Señor, libra a tu Iglesia de la inflacción de las palabras vacías y vanas.

Señor, libra a tu Iglesia de la inflacción de las palabras vacías y vanas 

El don de la palabra es el más frágil y delicado. Es demasiado frecuente el «hablar en vano», es demasiado fácil deformar la lengua, vaciarla, anularla. Pero una palabra vacía cierra el acceso a la realidad. 

En Cuaresma, el mundo ortodoxo hace suya la oración de San Efrén el Sirio, tanto en las celebraciones litúrgicas como en la regla de oración individual: 

«Oh Señor y Maestro de mi vida,

quita de mí el espíritu de ocio, desánimo, ansia de poder y palabras vanas.

Dale a tu siervo un espíritu de castidad, humildad, paciencia y amor.

Sí, Señor y Soberano, concédeme ver mis errores y no juzgar a mi hermano;

porque Tú eres bendito por los siglos de los siglos. Amén». 

La repetición incesante de esta invocación en uno de los momentos más importantes del ciclo litúrgico indica que la tradición cristiana oriental ha visto en ella algo fundamental para comprender qué es el arrepentimiento. 

En esta oración, los fieles piden a Dios que los libre en particular de cuatro pasiones: el ocio, el desánimo, la ambición de poder y las palabras vanas. 

Si el peligro que se esconde en las tres primeras es bastante evidente para la conciencia de los cristianos, el vicio de la «palabra vana» se considera a menudo de manera muy diversa. El hombre de hoy, que vive en el espacio informático, tiende a ver en esta concepción, que identifica en la «palabra vana» un pecado, una especie de vestigio del pasado, o simplemente no le presta ninguna atención. 

Nuestra sociedad y también nuestra Iglesia está perdiendo lo que podríamos llamar «la cultura del lenguaje y de la palabra». 

En el flujo ininterrumpido de información, la palabra cede gradualmente su lugar a la imagen. En el mundo de la cibernética tenemos la posibilidad de vivir simultáneamente en varios espacios lingüísticos. Incluso en la vida cotidiana, la persona habla varios idiomas: la forma de comunicarse en el trabajo, en casa, en la Iglesia es radicalmente diferente. 

Parecería que el acceso a la información no puede sino enriquecer el lenguaje. Pero en realidad ocurre lo contrario: las palabras se separan de los objetos que expresan, su significado se disuelve. Por eso no es de extrañar que a nosotros, los hombres de hoy, nos resulte extraña la idea de que «hablar en vano» pueda ser un mal. Es la propia naturaleza de la sociedad actual la que nos empuja a pensar así. 

En el cristianismo, en cambio, vemos una actitud completamente diferente, temerosa y profunda, hacia el lenguaje y la palabra. En los textos bíblicos, el discurso está vinculado al mismo Dios, que crea el mundo con la Palabra: «Y Dios dijo...» (Gn 1,3), «Y Dios llamó...» (Gn 1,5), etc. Precisamente al darles un nombre, el Creador «llama a la existencia a las cosas que no existen» (Rm 4,17). 

La misma Revelación divina es dada al hombre a través del lenguaje. Y no se trata simplemente de un monólogo divino, sino que la Biblia constituye más bien un diálogo entre Dios y el hombre. 

Dios se revela al hombre, se le aparece, le habla y conversa con él... Vemos cómo Dios se rebaja hasta el hombre y se le revela, y vemos cómo el hombre se encuentra con Dios: no se limita a escuchar su voz, sino que le responde. En la Biblia no solo oímos la voz de Dios, sino también la voz del hombre que le responde, a través de palabras de oración, de gratitud, de alabanza, de temor y de amor, de tristeza y de arrepentimiento, de admiración, de esperanza y de desesperación... Al misterio de la Palabra de Dios pertenece también el eco que encuentra en el hombre. No es un monólogo de Dios, sino más bien un diálogo, en el que hablan tanto Dios como el hombre. En esto reside la paradoja y el misterio de la Revelación. 

La conciencia cristiana ve, por tanto, el lenguaje como fundamento de la existencia del mundo y de la relación entre Dios y el hombre. Las palabras expresan la esencia de las cosas, les dan sentido. 

Precisamente por eso, Adán recibe el encargo de dar nombre a los animales (Gn 2,19-20). Como criatura en el umbral entre el mundo material y el espiritual, el hombre puede, mediante el lenguaje, devolver a la naturaleza su status primigenio conforme al designio de Dios, lleno de significado personal. 

Los Padres de la Iglesia han reflexionado mucho sobre esto, en particular Máximo el Confesor, cuya teología ha mostrado con especial intensidad la esencia escatológica del cristianismo. Él habla de los llamados «logoi». Dios Verbo es el principio y el fin de todo lo que existe. «Todo fue hecho por medio de Él» (Jn 1,3), y todo se cumple en Él. 

Los logoi son esencialmente «proyecciones» increadas de Dios en el mundo, que sostienen su existencia y lo elevan hasta su propia Fuente. La palabra humana es, de hecho, la encarnación material de estas «proyecciones» divinas, porque gracias a ella las cosas reciben significado, lógica. De hecho, el nombre nos remite necesariamente —dicen los Padres— a la esencia de aquel que es nombrado. 

En cuanto criatura hecha a semejanza de Dios, el hombre eleva a Dios mediante su propia persona todo el universo inanimado, y la lengua desempeña aquí un papel prácticamente primordial. 

También Basilio de Cesarea relaciona la capacidad discursiva con la semejanza divina propia del hombre: «Hemos sido llevados de la nada a la existencia, creados a imagen del Creador, tenemos la razón y la palabra que constituyen la perfección de nuestra naturaleza y mediante las cuales podemos conocer a Dios». 

El lenguaje humano es una imagen viva, «visible» del Verbo Eterno. Y es que en la tradición del cristianismo occidental podemos ver las mismas intuiciones. Por ejemplo, en su libro El método en teología, Bernard Lonergan entiende la palabra como un aspecto sustancial del cristianismo. Gracias a ella, el cristianismo «reviste al mundo de su significado más profundo y su valor más elevado». 

La religión misma, según Bernard Lonergan, antes incluso de su institucionalización, antes de su conexión con contextos culturales y sociales, es palabra divina dirigida al hombre. Esta palabra es la intención primaria del cristianismo; a veces puede caer en el olvido, oscurecerse según las coyunturas históricas o políticas. 

Es una palabra diferente de las pronunciadas por el hombre, dirigidas al exterior. No está sujeta a condicionamientos temporales o históricos, no está sujeta a equívocos. La Palabra de Dios es una expresión directa y eterna de Amor, Perdón y Misericordia. La lengua en la que el Señor se dirige a nosotros ofrece el fundamento de la lengua de la comunicación interpersonal. 

Así, en el cristianismo, la palabra pasa a primer plano. Solo con estas referencias, es fácil ver que al denunciar las «palabras vanas» se protege en realidad uno de los dones humanos más elevados. 

Es difícil encontrar, entre toda la riqueza de los dones concedidos al hombre, un don más frágil y delicado que el lenguaje. Es más fácil deformar el lenguaje que cualquier otra cosa, basta con vaciarlo, con dejarlo sin sentido: solo nos quedará una ilusión acústica, sin vida, sin música, sin espíritu. 

La palabra vacía impide el acceso al mundo a quien la pronuncia. En cambio, una palabra verdadera siempre conduce a algo, se dirige a algo, expresa algo. Y en lo que expresa da voz a la realidad inanimada. 

Precisamente por eso, en la oración de Efrén el Sirio, la Iglesia ruega al Señor que libere al hombre de la «palabra vana», que no es otra cosa que una deformación de la Imagen y Semejanza de Dios. 

El pecado contra la palabra es mucho más peligroso de lo que el hombre de hoy puede suponer. Las palabras del salmo se hacen eco de ello: «Pon, Señor, una guardia a mi boca, vigila la puerta de mis labios» (Sal 140,3). 

Tal vez podemos comprender mejor las palabras de Jesús, que a primera vista pueden parecernos incluso demasiado duras: «Pero yo os digo que de toda palabra vana que digan los hombres, tendrán que dar cuenta en el día del juicio» (Mt 12,36). Esta llamada de atención de Jesús es consecuencia de la altísima vocación y dignidad que se ha dado al hombre junto con el don del lenguaje. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

 

 

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