miércoles, 13 de agosto de 2025

Los números ya no importan.

Los números ya no importan 

Vivimos en una época en la que los datos, a pesar de estar por todas partes, ya no orientan las decisiones, no convencen, no generan reacciones proporcionadas. El número, de instrumento de verdad, se ha convertido en un símbolo vacío, un adorno retórico, una mercancía de intercambio emocional: el reciente caso de los aranceles estadounidenses es un ejemplo claro. 

La deuda pública puede crecer vertiginosamente, pero los mercados permanecen impasibles; las estimaciones sobre los drones destruidos en los conflictos armados crecen sin suscitar escándalo; las cifras sobre los muertos en las mil y una guerras actuales en el mundo se inflan sin consecuencias políticas; la valoración de la Inteligencia Artificial se multiplica sin mayor interés ni, mucho menos, preocupación. En definitiva, el número ya no produce realidad, sino que la simula. 

Un diagnóstico así, aunque centrado en algunos aspectos del mundo, abre una reflexión más amplia: la crisis del número es la crisis de todo un paradigma cognitivo. Los datos, que deberían garantizar la transparencia y la objetividad, se han convertido en un instrumento de opacidad, en una máscara ideológica. Ya no son lo que ilumina, sino lo que oculta. 

¿A quién pretenden impresionar? ¿A quién creen que pueden seguir convenciendo los señores -políticos a la cabeza- del llamado ‘entretenimiento informativo’? ¿De verdad se sigue pensando que todos estamos condicionados o seducidos por el número de seguidores o de descargas? En pocas palabras: ¿siguen contando los números? 

  • La cifra, incluso el famoso número googol (10100), ya no tiene el mismo impacto que antes. No atrae. No provoca ninguna reacción emocional. No despierta la curiosidad. Ya no cuenta.
  • Los muertos en Gaza pueden llegar a 100000. ¿A quién le escandaliza?
  • Los niños muertos por desnutrición hoy han sido «solo» 21. ¿Quién valora (valora) o percibe este dato como UN hecho? 

Hemos vivido y nos hemos «adaptado» a un entorno en el que los datos han sido (y quieren seguir siendo) la medida de todas las cosas: cada aspecto de la existencia se traduce mecánicamente en números, y de estos se derivan gráficos, algoritmos con la promesa (o quizás la ilusión) de un conocimiento más objetivo, más preciso, más eficaz. Más «útil». 

Pero hoy en día se percibe una sensación generalizada de desorientación, desconexión y cansancio. Los datos abundan y nos abandonan rápidamente, el significado de los números parece escaparse. 

La realidad no se puede comprender, ni gobernar ni vivirse únicamente a través de la cuantificación. De hecho, los datos, en su aparente neutralidad, se convierten en el instrumento privilegiado de una nueva forma de control: la psicopolítica. Cada uno de nosotros se mide, se controla, se optimiza. Los datos se convierten en el lenguaje del rendimiento: pasos, latidos, «likes», productividad, atención… 

La ideología de la transparencia pretende que todo sea visible, cuantificable, accesible. Pero lo que es completamente transparente es también plano, carente de profundidad, incapaz de generar confianza o misterio. La transparencia, lejos de ser un valor democrático, se convierte en un dispositivo de vigilancia y conformismo. Incluso el exceso de información no emancipa, sino que desorienta. 

El dato, aislado de su contexto, pierde su capacidad de orientar la acción. La verdad se disuelve en el ruido. El conocimiento se reduce a la gestión de la información, y el pensamiento crítico es sustituido por reacciones inmediatas, por «clics». 

El dato, en cuanto abstracción, no nos involucra, no nos transforma, es simplemente un saber sin experiencia. Y el dominio de los datos es la cara contemporánea del poder: un poder que seduce en lugar de reprimir, que mide en lugar de comprender, que aísla en lugar de conectar. Contra este dominio ¿por qué no invocar un retorno a la lentitud, a la contemplación, como lugares de resistencia y verdad? 

¿No habrá que cuestionar las formas en que las ciencias sociales y naturales representan el mundo? La crítica del dato-centrismo surge de una profunda atención a la forma en que los seres humanos vivimos, percibimos y aprendemos en el mundo. 

¿Es verdadera la idea de que el conocimiento consiste en extraer información de un objeto externo? ¿O no hay que proponer una «perspectiva de morada», en la que conocer significa estar involucrado, inmerso, transformado por la relación con lo que se estudia? En esta visión, el conocimiento no es un mapa, sino un camino; no es una representación, sino una experiencia. 

La vida no está hecha de puntos (como los datos), sino de tramas, recorridos, entrelazamientos. Las líneas son los signos del movimiento, de la interacción, del crecimiento. Los datos, por el contrario, son estáticos, aislados, atemporales. En este sentido, el dato-centrismo es una forma de reificación, que congela el flujo de la vida en instantes medibles. 

¿No habrá que redescubrir la corporeidad, la manualidad, la lentitud, frente a la abstracción y la velocidad de los datos? El conocimiento encarnado es un conocimiento que se adquiere haciendo, que se construye en el gesto, que se transmite en el contacto. 

Los grandes humanistas de la historia de la humanidad nos proponen una vía alternativa al conocimiento como dominio: un conocimiento situado, relacional, procesual, que no busca poseer el mundo, sino habitar su misterio porque el conocimiento no puede separarse del cuerpo, del tiempo, de la relación, de la contemplación... de la compasión. 

Suelo pensar que para leer nuestro presente es necesario desenmascarar las ilusiones del dato-centrismo y redescubrir el conocimiento como experiencia encarnada, relacional, transformadora. 

En un mundo que lo mide todo pero ya no siente nada, es necesario resistir con atención, con lentitud, con cuidado, con compasión. No podemos reducir la vida a datos y sí debemos recuperar el conocimiento como forma de atención, de responsabilidad, de transformación mutua. 

Porque solo un conocimiento que toca puede salvarnos aún del dominio de los datos y del frío de una inteligencia y una conciencia artificiales. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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