En las Bienaventuranzas, la regla de la santidad -Mateo 5, 1-12-
Nunca nos cansamos de escuchar las nueve bienaventuranzas, aunque las conozcamos bien, aunque estemos seguros de no comprenderlas. Reavivan la nostalgia imperiosa de un mundo hecho de bondad, de no violencia, de sinceridad, de solidaridad.
Las bienaventuranzas dibujan una forma totalmente diferente de ser hombres y mujeres, amigos del género humano y al mismo tiempo amigos de Dios, que aman el cielo y custodian la tierra, seducidos por lo eterno y sin embargo enamorados de este tiempo difícil y confuso: ellos son los santos. La historia se aferra a los santos para no volver atrás, se aferra a las bienaventuranzas.
Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra; solo quienes tienen el corazón en paz garantizan el futuro de la tierra, e incluso la posibilidad misma de un futuro. En la inmensa peregrinación hacia la vida, los justos, los que más han sufrido, guían a los demás, los arrastran hacia adelante y hacia arriba.
Lo vemos en todas partes, en nuestras familias como en la historia profunda del mundo: quien tiene el corazón más limpio indica el camino, quien ha llorado mucho ve más lejos, quien es más misericordioso ayuda a todos a empezar de nuevo.
Dios interviene en la historia, anuncia y trae la paz. Pero ¿cómo interviene? Lo hace a través de sus amigos pacificados que se convierten en pacificadores, a través de los hombres de las bienaventuranzas.
El Evangelio nos presenta en las bienaventuranzas la regla de la santidad; estas no evocan cosas extraordinarias, sino acontecimientos cotidianos, un entramado de situaciones comunes, fatigas, esperanzas, lágrimas: nuestro pan de cada día.
En su lista estamos todos: los pobres, los que lloran, los incomprendidos, los de ojos puros, que no cuentan nada a los ojos impuros y ávidos del mundo, pero que son capaces de acariciar el fondo del alma, son capaces de regalarte una emoción profunda y verdadera. E incluso está la santidad de las lágrimas, de aquellos que han llorado mucho, que son el tesoro de Dios.
Las bienaventuranzas componen nueve rasgos del rostro de Jesús y del rostro del hombre y de la mujer: entre esas nueve palabras hay una proclamada y escrita para mí, que debo identificar y realizar, que tiene en sí misma la fuerza de hacerme más hombre y mujer, que contiene mi misión en el mundo y mi felicidad.
Sobre las bienaventuranzas estoy llamado a recorrer mi camino, partiendo de mí mismo pero no para mí, para un mundo que necesita ejemplos que se puedan contar, historias del bien que contrarresten las historias del mal, corazones puros y libres que se ocupen de la felicidad de alguien. Y Dios se ocupará de la suya: «¡Bienaventurados vosotros!».


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