lunes, 1 de septiembre de 2025

¡Qué santidad! -Mateo 5, 1-12-.

¡Qué santidad! -Mateo 5, 1-12-

¡Qué contento estoy! 

Contento porque, de vez en cuando, una vez al año, celebramos la maravillosa solemnidad de los santos. 

Lo sé, lo sé, por desgracia, para muchos hoy sigue siendo la «fiesta de los muertos», que, en cambio, es mañana, y los santos, probablemente, serán relegados a la celebración de la víspera… 

Sea como fuere, esto revela lo poco vinculados que estamos a la alegría que deriva de la santidad y que nos es necesaria para recordar a nuestros difuntos. 

Los santos y los difuntos van juntos, los celebramos seguidos (¡no juntos!) para llenarnos de esperanza antes de reflexionar sobre la muerte. 

Dejemos los crisantemos en la mesa y las velas ecológicas en la bolsa de la compra y, antes de dar un salto al cementerio, detengámonos a meditar sobre la monumental fiesta de hoy. 

¡Fuera de las tumbas! 

Hoy es la fiesta de los santos, la fiesta de nuestro destino, de nuestra vocación. 

Creemos que cada hombre nace para realizar el sueño de Dios y que nuestro lugar es insustituible. 

El santo es aquel que ha descubierto este destino y lo ha realizado, mejor aún: se ha dejado hacer, ha dejado que el Señor tomara posesión de su vida. 

Nuestra generación está llamada a reapropiarse de los santos, a bajarlos de los nichos de devoción en los que los hemos exiliado para convertirlos en nuestros amigos y consejeros, nuestros hermanos y maestros. 

¡Cuántas maldades hacemos a los santos cuando los mantenemos alejados y tratamos de convencerlos de que nos escuchen con velas encendidas! 

Ellos, que querrían bajar para enseñarnos a creer, como ellos supieron hacer, se encuentran exiliados en su condición de personas extrañas que poco tienen que ver con nuestra fe... 

El santo 

La santidad que celebramos —en verdad— es la de Dios y, al acercarnos a Él, primero nos seduce y luego nos contagia. La Biblia habla a menudo de Dios y de su santidad, de su perfección de amor, de equilibrio, de luz de paz. 

Él es el Santo, el totalmente otro, pero, como nos revela la Escritura, Dios desea ardientemente compartir su santidad con su pueblo. 

Dios ya nos ve santos, ve en nosotros una plenitud que ni siquiera nos atrevemos a imaginar, contentándonos con nuestra mediocridad. 

Lèon Bloy, un gran literato francés, escribió: «Solo hay una tristeza: la de no ser santo. Espero al Espíritu Santo, que es el Fuego de Dios. Estoy hecho para esperar continuamente y para consumirme en la espera. Durante más de medio siglo no he sido capaz de hacer otra cosa». 

¡Qué cierto es! 

El santo es todo lo más bello y noble que existe en la naturaleza humana, en cada uno de nosotros existe la nostalgia de la santidad, de lo que estamos llamados a ser: escuchemos esa nostalgia. 

Los santos no son personas extrañas, hombres y mujeres consumidos por la penitencia, que han renunciado a la vida. Al contrario. ¡Han amado tanto la vida que la han hecho florecer! 

Los santos no son magos que hacen prodigios: el milagro más grande es su continua conversión. 

Los santos no son perfectos e impecables, pero han tenido el valor, que a menudo nosotros no tenemos, de volver a empezar después de haber cometido un error. 

Los santos no son solitarios: después de haber conocido la gloria y la belleza de Dios, solo tienen un deseo, el de compartirla con nosotros. 

Pidamos a los santos que nos ayuden en nuestro camino: que Pedro nos dé su fe inquebrantable, Pablo el ardor de la fe, Juan la sencillez de recostarnos y abandonarnos en el corazón de Jesús. Así, juntos, nosotros aquí abajo y ellos que ahora están llenos, cantemos la belleza de Dios en este día que es nostalgia de lo que podríamos llegar a ser, ¡si tan solo confiáramos! 

¡Santos ya! 

¿Y nosotros? 

Si la santidad es el modelo de la plena humanidad, ¿por qué no proponernos este objetivo? 

Santo es quien deja que el Señor llene su vida hasta convertirla en un don para los demás. 

No pongáis cara seria (y repulsiva) jugando a ser devotos. ¡Qué tristes son los cristianos tristes! ¡Qué aburridos! 

Celebrar a los santos significa celebrar una historia alternativa. 

La historia que estudiamos en los libros de texto, la historia que llega dolorosamente a nuestros hogares, hecha de violencia y prepotencia, no es la verdadera historia. Entrelazada y mezclada con la historia de los poderosos, existe una historia diferente que Dios ha inaugurado: su Reino. 

Las Bienaventuranzas nos recuerdan con fuerza cuál es la lógica de Dios. 

Una lógica en la que se percibe claramente la diferente mentalidad entre Dios y los hombres: los bienaventurados, los que viven desde ahora la felicidad, son los mansos, los pacíficos, los puros, los que viven con intensidad y entregan su vida, como los santos. 

Este Reino que el Señor ha inaugurado y nos ha dejado en herencia, nos corresponde a nosotros, en la vida cotidiana, hacerlo presente y operativo en nuestro tiempo. 

Aperturas 

Contemplar nuestro destino, el gran proyecto de bien y salvación que Dios tiene para la humanidad, nos permite afrontar con esperanza el fatigoso recuerdo de nuestros difuntos. Quien ha amado y ha perdido el amor sabe cuánto dolor provoca la muerte. 

Jesús tiene una Buena Noticia sobre la muerte, sobre este misterioso encuentro, esta cita segura para todos. 

La muerte, hermana muerte, es una puerta a través de la cual alcanzamos la dimensión profunda de la que procedemos, ese aspecto invisible en el que creemos, las cosas que permanecen porque, como decía el sabio Principito, lo esencial es invisible a los ojos. 

Somos inmortales, amigos, desde el momento de nuestra concepción somos inmortales y toda nuestra vida consiste en descubrir las reglas del juego, el tesoro escondido, como un feto que crece para luego nacer en la dimensión de la plenitud. 

Somos inmensamente más de lo que aparentamos, más de lo que pensamos que somos. 

Somos más: nuestra vida, por muy realizada que esté, por muy satisfactoria que sea, nunca podrá llenar la necesidad absoluta de plenitud que llevamos en nuestro interior. 

La eternidad ya ha comenzado, amigos, juguémosla bien, no esperemos la muerte, no la evitemos, sino pensemos en ella con serenidad para revisar nuestra vida, para ir a lo esencial, para dar lo verdadero y lo mejor de nosotros mismos. 

Nuestros amigos difuntos, a quienes confiamos a la ternura de Dios, nos preceden en la aventura de Dios. 

Dios quiere la salvación de todos, con obstinación, pero nos deja libres, porque nos ama, para responder a este amor o rechazarlo. Oremos hoy, amigos, para que el Maestro nos conceda la fidelidad a su proyecto de amor. 

Nuestra oración nos pone en comunión con nuestros difuntos, les hace sentir nuestro afecto, en espera de los nuevos cielos y la nueva tierra que nos esperan. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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