miércoles, 24 de septiembre de 2025

¡Feliz Año Nuevo!

¡Feliz Año Nuevo!

Siempre hay algo mágico y encantador al comienzo del año, la humanidad siempre lo ha percibido y por eso ha configurado ese extraordinario rito de paso que son el último y el primer día del año, la noche más ruidosa y la mañana más silenciosa de todas, una combinación de estruendo y silencio que no tiene parangón en el resto del año y que involucra a todos los seres humanos, sea cual sea su estrato social o nivel cultural.

 

¿Qué sentido tiene todo esto?

 

Es la poesía de empezar de nuevo, de tener a nuestra disposición un tiempo completamente nuevo en el que podemos ser diferentes, mejores, quizás incluso más buenos.

 

La fe y la religión no tienen nada que ver, se trata de algo que viene antes, que es más profundo, más primigenio, y que tiene que ver con nuestra relación con el tiempo.

 

El tiempo: ese misterio del ser que, como decía Giordano Bruno, «todo quita y todo da». «Todo quita»: un año ha pasado y no volverá, se ha ido donde han ido todos los demás, a ese abismo sin fondo que llamamos pasado. «Lo da todo»: un año intacto ante nosotros con su extensión de días y sus promesas, en ese túnel que tal vez tenga una luz al final, tal vez no, al que llamamos futuro.

 

Pero, ¿cómo relacionarnos con esta extensión de días con sus promesas, que es el tiempo de vida que nos queda por vivir y que no sabemos cuánto durará?

 

Creo que la mayoría se plantea preguntas sino única sí fundamentalmente desde una perspectiva material, por no decir materialista: es decir, esperan la suerte (el billete ganador), el éxito, un acontecimiento que llegue a su existencia y la transforme.

 

No es incorrecto, es muy humano, pero se trata de preguntas que expresan una visión limitada, funcional a la dimensión horizontal e individual de la existencia.

 

Todo se configura de manera muy diferente cuando la pregunta sobre la vida adquiere un alcance más amplio: no se espera simplemente algo que mejore la vida, sino que se espera en la vida en su totalidad: que tenga un sentido, una perspectiva, un fin, además de un final.

 

En esta perspectiva, todo se dispone planteando a la vida, como mirándola a los ojos, una pregunta radical: Vida, ¿qué eres? ¿Por qué existes? ¿De dónde vienes? ¿A dónde me llevas? ¿Qué será de mí, de nosotros, de todo?

 

La respuesta, obviamente, nunca la sabremos, la vida no es una señora educada que responde a las preguntas, ni siquiera a las cartas. No, la vida es una Sibila, una antigua divinidad que emite respuestas ambiguas y que requieren la inversión de energía personal para poder interpretarlas.

 

La vida no es un fenómeno atribuible al tranquilizador campo de la física clásica, sino que pertenece más bien a la dimensión más fundamental y extraña de la física cuántica. Y por eso, para revelar algo de su sabor, requiere que el sujeto se pronuncie, se exponga y, por así decirlo, crea en ella. A esta declaración, exposición o fe del sujeto hacia la vida podemos llamarla esperanza.

 

A principios de año, cuando la extensión de los días del año pasado ha desaparecido, quemada en la última noche como un muñeco que representara el año viejo, y cuando la extensión de los días del año nuevo se presenta intacta en la mente, es posible esperar o desesperar.

 

No es una cuestión de inteligencia o lógica, porque la inteligencia y la lógica, aplicadas a la existencia, proporcionan al mismo tiempo razones para esperar y razones para desesperar, y si nos fiamos únicamente de ellas, nos vemos abocados inevitablemente a la antinomia.

 

Por eso Immanuel Kant escribió un día que hay tres preguntas en torno a las cuales gira el pensamiento: «¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me está permitido esperar?».

 

Para captar algo del sentido del tiempo y de nuestra aparición en él en este experimento existencial que es la vida, no basta con la dimensión cognitiva (pregunta kantiana n.º 1), ni basta con la dimensión ética (pregunta n.º 2): es necesario poner en juego la dimensión implícita en la tercera pregunta.

 

Esta pregunta se refiere a lo que es lícito esperar y, obviamente, se puede responder de dos maneras: nada o algo.

 

Si se responde nada, la esperanza se desvanece y se cae en su contrario, la desesperación. Si se responde algo, la esperanza se activa y entrega a quien la cultiva su don particular, el que proviene de su propio nombre, que en latín es «spes» y que proviene de «pes», pie, como escribió hace muchos siglos San Isidoro de Sevilla y como atestigua hoy la filología, que deriva el término esperanza de la raíz indoeuropea «-spa», que significa «tender a», exactamente la misma disposición que entra en juego al caminar.

 

Se suele considerar que la esperanza es una actitud típicamente, o incluso exclusivamente, cristiana, pero no es así en absoluto.

 

Es cierto que para el cristianismo la esperanza es muy importante, ya que es una de las tres llamadas «virtudes teologales» (fe, esperanza, amor), pero también es cierto que la esperanza pertenece a la vida humana como tal. Así lo atestiguan todas las grandes civilizaciones.

 

Para los antiguos romanos, la esperanza era una divinidad, la diosa Spes, que se celebraba el 1 de agosto. Heráclito escribió que «si uno no tiene esperanza, no podrá encontrar lo inesperable, porque es difícil de encontrar e inaccesible». Aristóteles definió la esperanza como «el sueño del hombre despierto». Ernst Bloch, pensador de tendencia marxista, escribió que «lo importante es aprender a esperar», que «la labor de la esperanza no es renunciar porque desea tener éxito en lugar de fracasar» y que «el efecto de la esperanza se expande, ensancha a los hombres en lugar de encogerlos». 

 

Creo que no hay esperanza más hermosa que esta: que hay algo en nosotros que el tiempo no puede quitar.

 

¡ F e l i z      A ñ o      N u e v o !


 
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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