La actualidad de la espiritualidad de Giordano Bruno
A principios de 1599, el cardenal Roberto Bellarmino, entonces jesuita e inquisidor, hoy santo y doctor de la Iglesia, le ofreció a Giordano Bruno la posibilidad de salvar su vida. ¿La condición? Renunciar a ocho proposiciones extraídas de sus obras.
Tras ocho años en las cárceles de la Inquisición, el filósofo pareció aceptar en un primer momento, pero luego se negó y fue quemado vivo. La hoguera tuvo lugar en Roma, en Campo de' Fiori, el 17 de febrero de 1600. ¿Por qué Giordano Bruno no abjuró? Él había declarado al describir su pensamiento: «Con esta filosofía, mi alma se engrandece y mi intelecto se magnifica».
Tenía una filosofía que engrandecía el alma y magnificaba el intelecto, y cuando el pensamiento es verdadero, verdadero no en el sentido de exacto, sino en el sentido de auténtico, es decir, profundamente arraigado en la existencia, transforma la vida.
Y si se negó a abjurar, fue porque en él surgió la fuerza de su filosofía, que fortaleció su alma y magnificó su intelecto, permitiéndole afrontar la muerte con dignidad y valentía, como atestiguan las crónicas de la época...
Todavía hoy todos pagamos las consecuencias de esa hoguera, a la que hay que añadir la abjuración a la que se vio obligado Galileo Galilei treinta y tres años después para evitar el final de Giordano Bruno.
La Europa de aquella época, centro de la cultura humanística y científica, inició la involución que todos conocemos. La investigación científica, que hasta entonces estaba en armonía con la fe y la espiritualidad (Copérnico, Galileo, Kepler, Newton, protagonistas de la revolución científica, eran creyentes), comenzó a distanciarse de la religión y hoy en día una gran mayoría de los científicos son ateos.
Lo mismo ocurre con la filosofía: los más grandes filósofos de la modernidad eran creyentes, obviamente cada uno a su manera, pensemos en Descartes, Pascal, Locke, Kant, Fichte, Schelling, Hegel, mientras que hoy en día la mayoría comparte la afirmación atribuida a Arthur Schopenhauer: «O se piensa o se cree».
En cuanto a la espiritualidad, se ha llegado a la situación descrita por Baruch Spinoza unas décadas después de la hoguera de Giordano Bruno: «Para el pueblo, religión significa rendir el máximo honor al clero». Ese «clericalismo», que hace unos años el Papa Francisco señalaba como el mayor mal de la Iglesia, no cae del cielo, sino que surge como consecuencia lógica de la historia.
Roberto Bellarmino era jesuita y el fundador de los jesuitas, San Ignacio de Loyola, al final de los Ejercicios espirituales advierte: «Para estar seguros en todo, debemos mantener siempre este criterio: lo que yo veo blanco, lo creo negro, si así lo establece la Iglesia jerárquica» (Ejercicios espirituales, n. 365, decimotercera regla).
Aquella Iglesia jerárquica que durante siglos ha enseñado a amarse a sí misma más que a la verdad, que ha querido custodiar su poder por encima de todo y, por lo tanto, quemaba a las personas que ponían en duda su doctrina, expresaba de la manera más evidente la negación de la enseñanza de Jesús según la cual «el sábado es para el hombre y no el hombre para el sábado».
Karl Barth, uno de los teólogos más importantes del siglo XX, escribió: «La Iglesia ha crucificado a Cristo».
Obviamente, no se refería a la Iglesia histórica, sino a la institución que suprime la libertad de conciencia, la cual (se llame iglesia, sinagoga, partido o de cualquier otra forma) es siempre la misma y, por eso, se puede decir que la institución que quemó vivo a Giordano Bruno es la misma que quince siglos antes había hecho crucificar a Jesús por el poder romano, así como es la misma que a lo largo de la historia ha condenado, encarcelado y, en ocasiones, asesinado a místicos y espirituales (entre ellos Margherita Porete, Meister Eckhart, Jan Hus, Miguel Servet).
Creo que el mal de la pedofilia del clero, que aflige a la Iglesia en todo el mundo, hasta puede tener que ver con aquella dictadura intelectual a la que somete a sus miembros, ejerciendo una represión sobre la mente que así no alcanza la mayoría de edad símbolo de la Ilustración descrita por Immanuel Kant, y por lo tanto permanece íntimamente infantil y busca precisamente a quienes aún no son adultos.
Giordano Bruno, intérprete radical de Nicolás Copérnico, rechazaba el geocentrismo y el antropocentrismo tradicionales, sosteniendo que la Tierra no es el centro del universo y que los seres humanos no son privilegiados, sino que comparten con todos los demás seres vivos la condición que él denominaba «mutación vicisitudinal del todo».
En ese universo infinito y sin centro, en el que nadie ocupa una posición privilegiada y todo cambia según vicisitudes incontroladas, se trata de encontrar una orientación en la vida, y esto se puede hacer conectando con lo divino.
Este era el objetivo de la filosofía de Giordano Bruno: «Mi primer y principal, mediano y accesorio, último y definitivo intento en este entramado fue y es aportar la contemplación divina».
Esta contemplación se obtiene a través de un estado interior particular que él llamaba «furor», «furores heroicos». Para él, de hecho, no había separación entre la naturaleza y la divinidad; al contrario, creía que «la luz divina está siempre presente; siempre se ofrece, siempre llama y llama a las puertas de nuestros sentidos y otras facultades cognitivas y aprehensivas».
Se trata solo de abrirse a la plenitud de la vida y, cuando la razón se une a la esfera emocional y sentimental, se alcanza la condición privilegiada llamada precisamente furor.
Para él son válidas aquellas palabras de Albert Einstein: «Los grandes espíritus religiosos de todos los tiempos se han distinguido por este tipo de sentimiento religioso que no conoce dogmas ni un Dios concebido a imagen del hombre... es precisamente entre los herejes de todas las épocas donde encontramos hombres cargados del más alto sentimiento religioso».
Nuestros días tienen una enorme necesidad de recuperar una espiritualidad a la altura de nuestro tiempo, que solo podrá surgir del diálogo con la ciencia y la filosofía, devolviendo así a la mente esa armonía y esa confianza sin las cuales se seca y se transforma en una calculadora aséptica y ávida.
Para ello, sin embargo, debe desaparecer el dogmatismo y debe primar el amor incondicional y humilde por la búsqueda de la verdad, que nadie posee porque es siempre mayor y que todos necesitan.
Entre la Plaza de San Pedro y Campo de' Fiori hay menos de tres kilómetros. Cuando un Papa haya dado esos tres mil pasos para rendir homenaje a la memoria de un antiguo fraile dominico quemado vivo por uno de sus predecesores, entonces tal vez surjan otras condiciones para la espiritualidad que nuestro tiempo y, sobre todo, nuestros jóvenes necesitan urgentemente.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
No hay comentarios:
Publicar un comentario