Reconstruir la humanidad
Soy consciente del título: reconstruir. Después de décadas en las que se ha pretendido de-construir, derribar, revelar falsedades ocultas; después de la voluntad de desmantelar el trabajo de siglos anteriores haciendo filosofía «con el martillo», como reza el subtítulo de “El ocaso de los ídolos” de Friedrich Nietzsche; después de un siglo como el XX, en el que el pensamiento se propuso «combatir el sistema», es decir, la dinámica de las fuerzas económicas, sociales, espirituales y culturales cuya concertación se denomina política; después de la proclamación de la muerte de Dios y la instauración ya universal de la secularización y, no pocas veces, del nihilismo; tras todo esto, a lo que hoy se suman las imágenes de escombros y muerte de la guerra, es casi natural, diría que fisiológico, sentir la necesidad de proceder de forma contraria.
Por lo tanto, reconstruir. Esto se aplica a la religión, la ética, el derecho, la política, la familia, la escuela, la educación, la sexualidad, el lenguaje: se aplica a la identidad humana en su especificidad, cuya esencia es cada vez más opaca, porque cada vez es más difícil entender lo que realmente significa vivir como ser humano. Incluso el cuerpo, como generador de identidad, ya no constituye un punto de apoyo estable para un número cada vez mayor de personas.
Es
extraño: existe un progreso objetivo en una serie de indicadores, pero la
sensación más extendida es la decadencia, la crisis, el desgaste, el miedo. Por
lo tanto, surge en la mente la necesidad natural de apoyarse en algo sólido y
fiable. Y por eso queremos reconstruir. Pero, ¿qué hay que reconstruir?
La sociedad, está claro. La sociedad como conjunto de socios capaces de expresar un orden global cuyo nombre es política, entendida como «ciencia directiva y arquitectónica en grado sumo» (Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1094b).
La sensación generalizada de decadencia se debe, de hecho, a que ya no nos sentimos socios unos de otros, a que ya no estamos reunidos en un proyecto común, en una “societas”.
¿Por qué ya no nos sentimos socios? Porque nos hemos quedado sin un ideal más grande que el interés personal que conecta nuestras conciencias. ¿Es posible recuperarlo? No lo sé, no estoy hablando de un producto que se pueda fabricar en un escritorio y pedir por Internet a Amazon, estoy hablando de una energía insondable y totalizadora que se apodera de la mente y que se llama pasión, fe, ideal.
Habrá que comenzar a valorar la capacidad de la mente para conocer la realidad. Según Friedrich Nietzsche, «los hechos no existen, solo existen interpretaciones» (La voluntad de poder, 481): reconstruir significa, por el contrario, defender la primacía de los hechos sobre las interpretaciones y, en consecuencia, disponer la mente de manera que pueda acoger los hechos en su concreción, nombrándolos por lo que son.
Piedra: piedra. Nube: nube. Agua: agua. Caricia: caricia. Puño: puño. Agresión: agresión. Guerra: guerra. Paz: paz. Reconstruir significa recuperar la confianza en nuestra capacidad de conocimiento.
Reconstruir significa también devolver el peso cognitivo a los ideales que siempre han alimentado a los seres humanos: verdad, bien, justicia, belleza, alma, espíritu, armonía, amor, amistad, lealtad, sinceridad, honestidad, virtud.
Después de un siglo en el que se ha hecho filosofía con el martillo, reduciendo la ética en la costumbre común a una práctica irrelevante y a menudo objeto de sarcasmo, ahora es el momento de generar un pensamiento que utilice la paleta, conscientes de que solo así se practica verdaderamente el arte de la albañilería y se construye y se reconstruye.
Por muy necesaria que sea la ‘pars destruens’, solo en la ‘pars construens’ se revela el valor de un pensamiento, de una teoría política, de una estética, de una espiritualidad y, más radicalmente aún, de un ser humano.
¿Por qué? Porque todo es construcción. Todo es sistema, agregación, relación. No existe nada que no sea una construcción, nada que no sea el resultado de la acción designada por el verbo construir: el aire y el agua son construcciones, los mismos átomos que los componen lo son; y así cualquier otro fenómeno natural.
Penemos en nuestro cuerpo. Si lo descomponemos mentalmente: ahí están los aparatos, ahí están los órganos, los tejidos, las células, las moléculas, los átomos, los elementos subatómicos… Y ahora, de nuevo, hagamos el ejercicio de la visión sintética desde la que se aprecia lo inmenso y maravilloso que es nuestro cuerpo como construcción.
Por eso nuestra mente siente la necesidad de construir y, por lo tanto, también, lógicamente, de reconstruir: porque, al hacerlo, se adhiere a la lógica de la que proviene y en la que se encuentra bien, es decir, la lógica de la armonía relacional.
Pero reconstruir no significa restaurar, volver atrás, poner en marcha una reacción que configure un retorno a la Edad Media en contra de los logros de la modernidad. Navegando por el inmenso río de la Historia, no es posible remontar la corriente y volver atrás porque la historia, como la naturaleza, es un proceso irreversible.
Y tendremos que tomar conciencia de que también la deconstrucción es esencial para el proceso histórico. Esto es aún más válido para la naturaleza, que construye sin dejar de destruir, da vida sin dejar de quitarla.
Pensemos, volviendo a nuestro cuerpo, en el fenómeno de la apoptosis, la muerte celular programada necesaria para el nacimiento de nuevas células. Incluso en este momento, en nuestro cuerpo nacen algunas células porque otras han muerto antes. Esto significa que la negatividad tiene su dolorosa necesidad en el proceso antinómico que se llama Historia, y antes aún Vida.
¿Por qué reconstruir entonces? Porque el balance no es cero, ya que de esa dinámica surge el proceso llamado evolución, o también progreso, civilización, cultura, ciencia, derechos humanos… Por eso sentimos el deseo, a pesar de todo, de trabajar para construir y reconstruir.
Sabemos que lo que construimos no durará para siempre porque nada de lo que ha tenido un comienzo carece de fin, incluida nuestra sociedad, nuestra religión, nuestro planeta... Sin embargo, esta conciencia no debe llevarnos a pensar que todo es vano, «vanidad de vanidades», como escribió Qohelet, quien añadía que «no hay nada nuevo bajo el sol» (Qohelet 1,1 y 1,9).
De hecho, contrariamente a lo que pensaba el autor bíblico, sí se construye algo nuevo bajo el sol, y eso es la conciencia: la conciencia en su capacidad de conocimiento, de creatividad, de responsabilidad y, por lo tanto, libre. Es decir, la humanidad.
La humanidad a la que me refiero es lo humano en el hombre. Y es esta “humanitas” la que hay que reconstruir. Esto se puede lograr también recuperando, ante todo, una renovada confianza en la relación con la realidad: en la capacidad de nuestra mente para conocerla y en la capacidad de nuestra voluntad para trabajar en ella con honestidad.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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