Las puertas del cielo se abren de par en par para nosotros -Lucas 23, 35-43-
Está muriendo, colocado en lo alto, desnudo al viento, y todos se burlan de él: ¡miradlo, el Rey! Los más escandalizados son los devotos observantes: ¿qué Dios es el tuyo, un Dios derrotado que te deja acabar así? Los soldados, los hombres fuertes, se escandalizan: si eres Rey, ¡usa la fuerza!
Y por boca de uno de los crucificados, con agresiva prepotencia, vuelve también el desafío del diablo en el desierto: si eres hijo de Dios... (Lc 4,3). La tentación que introduce el malhechor es aún más poderosa: si eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros. Es el desafío, elevado y definitivo, sobre qué Mesías ser; aún más insidioso, ahora que se suman la derrota, la vergüenza, el tormento.
Hasta el final, Jesús debe elegir qué rostro de Dios encarnar: el de un Mesías de poder según las expectativas de Israel, o el de un Rey que está en medio de los suyos como el que sirve (Lc 22,26); si el Mesías de los milagros y la omnipotencia, o el de la ternura mansa e indomable.
Sin embargo, hay un segundo crucificado, un asesino «misericordioso», que siente compasión por su compañero de pena y querría defenderlo en ese infierno, a pesar de su impotencia al estar clavado a la muerte, y querría protegerlo: ¿no ves que él también está en la misma pena que nosotros?
Una gran definición de Dios: Dios está dentro de nuestro sufrimiento, Dios está crucificado en todos los infinitos crucificados de la historia, Dios que navega en este río de lágrimas. Que entra en la muerte porque allí entra cada uno de sus hijos. Que muestra cómo el primer deber de quien ama es estar junto al amado.
Él no ha hecho nada malo. Qué hermosa definición de Jesús, clara, sencilla, perfecta: nada malo, para nadie, nunca, solo bien, exclusivamente bien.
Y Jesús lo confirma hasta el final, perdona a sus crucificadores, no se preocupa por sí mismo, sino por quien muere a su lado y que antes se había preocupado por él, estableciendo entre los condenados, al borde de la muerte, un momento sublime de comunión.
Y el ladrón misericordioso lo entiende y se aferra a la misericordia: acuérdate de mí cuando estés en tu reino. Jesús no solo se acordará, sino que se lo llevará consigo, lo cargará sobre sus hombros, como hace el pastor con la oveja perdida y reencontrada, para que el último tramo del camino hacia casa sea más ligero.
Hoy estarás conmigo en el paraíso: la salvación es un regalo, no un mérito.
Y si el primero en entrar en el cielo es este hombre de vida equivocada, pero que sabe aferrarse al amor crucificado, entonces las puertas del cielo permanecerán abiertas para siempre para todos aquellos que reconocen a Jesús como su compañero de amor y de dolor, sea cual sea su pasado: esta es la Buena Nueva de Jesucristo.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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