¿Y si los misioneros claretianos nos volvemos a leer y estudiar ‘Evangelii Gaudium’ para celebrar al Padre Claret?
«Volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio»: es una de las frases de la Exhortación Apostólica «Evangelii Gaudium» que mejor expresa todo el potencial de la Nueva Evangelización y la urgencia de recargar con nuevos significados palabras como salvación, vida eterna, misericordia y perdón.
Hay un supuesto del que parte el Papa Francisco. El
mensaje que estamos llamados a anunciar es siempre el mismo, ya que el
Evangelio es la persona misma de Jesucristo. Es Él quien, al introducirnos en
la comunión con el Padre, transforma la vida de cada uno.
Precisamente por eso, sin embargo, también es cierto que el mensaje nunca es siempre el mismo: de hecho, no hablamos de una teoría o de una ideología, sino de una persona con la que establecer una relación vital. Por eso, sin perder de vista el objetivo que postula el encuentro con Jesucristo, las formas en que ese mensaje se encarna varían tanto como las personas y los tiempos y las situaciones en que esas personas viven.
Son muchos los temas que se abordan en Evangelii Gaudium
y es difícil sistematizarlos. Precisamente la multiplicidad de temas corre el
riesgo de hacer perder de vista el espíritu que anima todo el texto y que une
los diversos argumentos: el criterio
apostólico de la alegría.
No se trata de ver cuántas veces se repite este tema
(creo que alrededor de 59 veces), sino de reconocer que las continuas
resonancias tienen esta especie de hilo conductor de la alegría, hasta tal
punto que un misionero claretiano puede encontrar en esa exhortación una sinfonía poética de la evangelización.
¿De dónde nace Evangelii Gaudium? Nace como resultado
del Sínodo celebrado en Roma en 2012, cuyo tema fue «La nueva evangelización para la transmisión de la fe cristiana».
¿Por qué un tema así? Porque, a pesar de la variedad
de culturas en las que vive la Iglesia, en todas partes surgen claramente
algunos puntos críticos:
«debilidad
de la vida de fe de las comunidades cristianas, reducción del reconocimiento de
la autoridad del magisterio, privatización de la pertenencia a la Iglesia,
disminución de la práctica religiosa, desinterés en la transmisión de la propia
fe a las nuevas generaciones» (Instrumentum
laboris 48).
Ante tal situación, el tono no puede ser sino de
preocupación (cf. n. 49) . La confusión es palpable dentro y fuera de la
Iglesia, hasta tal punto que
«el resultado de todas estas transformaciones es la propagación de una desorientación que se traduce en formas de desconfianza hacia todo lo que se nos ha transmitido sobre el sentido de la vida y en una escasa disposición a adherirse de manera total e incondicional a lo que se nos ha entregado como revelación de la verdad profunda de nuestro ser. Es el fenómeno del alejamiento de la fe, que se ha manifestado progresivamente en sociedades y culturas que durante siglos parecían impregnadas del Evangelio» (n. 7).
Es significativo el hecho de que, precisamente ante tal situación, los Padres no se hayan sentido capaces de presentar propuestas concretas o propositiones. Precisamente este bloqueo ha revelado que no faltan las competencias, sino más bien las energías espirituales adecuadas para hacer frente a un similar impasse.
Por eso el Papa Francisco quiso asumir el papel de
acompañante espiritual ante este nuevo escenario que interpela a todas nuestras
comunidades cristianas. Por eso precisa que es necesario: «no solo reconocer e interpretar las mociones del espíritu bueno y del
espíritu malo, sino —y aquí está lo decisivo— elegir las del espíritu bueno y
rechazar las del espíritu malo» (EG 51).
Hay que discernir a todos los niveles, desde la forma
en que celebramos hasta la forma en que anunciamos, desde la forma en que ejercemos
la caridad hasta la forma en que nos enfrentamos a este contexto cultural.
La invitación es a salir del repliegue natural que una
situación así puede provocar y de los discursos autorreferenciales. Es en este
sentido que el Papa habla de la necesidad de salir y del riesgo
si es cierto que todavía tenemos algo verdadero que decir a este mundo nuestro.
La Iglesia es el fruto maduro del misterio pascual,
por lo que no puede renunciar impunemente a su vocación a la alegría. ¿Puede
haber, acaso, una comunidad cristiana más desorientada que la apostólica
durante la pasión y muerte del Señor Jesús? Después de dos días, descubre que
su Señor ha resucitado: ¡qué alegría debe haber invadido los corazones de todos
los que se esforzaban por creer en un acontecimiento semejante!
Casi daba miedo esa alegría que había invertido
direcciones y pasos: basta pensar en los dos de Emaús la noche de Pascua que,
debido a la oscuridad, insisten en que ese viajero se quede con ellos. Una vez
que lo reconocieron, no tuvieron miedo de volver en la oscuridad para contar lo
que había sucedido en el camino.
Es en este punto donde el Papa quiere hacer hincapié: retomar el contacto con esta fuente para
permitir el acceso a todos aquellos a quienes el Señor nos da la gracia de
encontrar en nuestro camino.
Esto
es lo nuestro más propio.
Sin embargo, sin este contacto con el misterio
pascual, todo se reducirá a técnicas de comunicación pastoral. Somos aquellos que,
por gracia, tenemos algo que decir a un mundo que a menudo experimenta la
desolación y la muerte. Aquí emerge con fuerza la diferencia cristiana:
«nosotros
no somos como los demás, que no tienen esperanza» (1 Ts 4,13).
Las técnicas de comunicación pastoral, por muy
valiosas que sean, siempre quedan en el orden de lo accesorio, no de lo
esencial: por eso no siempre tienen el poder de influir en la vida de las
personas. La alegría y la esperanza que animan a los discípulos dan testimonio
de un Dios no solo creíble, sino también fiable. ¿Realmente vale la pena
entregar la propia existencia a este Dios?
Quizás deberíamos recuperar la figura del endemoniado
de Gerasa que se llamaba «Legión». El Señor le confía una tarea: «Ve a tus
hermanos y cuéntales lo que el Señor ha hecho por ti y la misericordia que te
ha mostrado» (Mc 5,19). Es cierto: el discípulo es un pobre que va a decirle a
otro pobre dónde ambos podrán encontrar pan para saciar su hambre.
Sabemos que la Iglesia nace del misterio de la Pascua,
pero no basta con saberlo. Es necesario que la vida de las personas y de las
comunidades se ilumine con esta luz.
Por eso el Papa identifica en la alegría del Evangelio el criterio de verificación de todo lo que vivimos y de las iniciativas que emprendemos. ¿Qué alegría?
La que no tiene nada que ver con un sentimiento
pasajero de placer o euforia. Es la alegría que permanece precisamente cuando
atraviesas el sufrimiento y la muerte; es la alegría que nace de la conciencia
de que nada podrá separarnos jamás del amor de Dios en Cristo Jesús. Cuántas
personas a nuestro alrededor viven su Pascua sin maldecir nunca el día en que
nacieron.
Lo contrario de esta alegría no es el dolor, ni la
prueba, ni siquiera la persecución: lo contrario, según el papa Francisco, es
ese sentimiento de descontento crónico que atraviesa el corazón de los
discípulos, «una acedia que seca el
alma», un «corazón cansado de luchar» que «ya no tiene fuerza» (EG 277). Es
esta tristeza la que envenena el corazón del hombre y es lo contrario de lo que
Dios desea para sus hijos: «He venido
para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).
El fruto maduro de la fe es la alegría de saber que
Dios nos ama. Haber saboreado esta alegría es el antídoto para esa profunda
insatisfacción que tan a menudo se traduce en un encerramiento en uno mismo. Es
cierto: a veces, para no aceptar el riesgo de salir de uno mismo, se prefiere
regodearse en esa apatía que caracteriza muchos de nuestros días. Del tipo: «Puede que sea un valle de lágrimas, pero se
llora muy bien», como repetía la anciana de un chiste.
Cuando Jesús entra en la sinagoga de Nazaret y se fija
un programa pastoral, afirma con claridad lo que está en la cima de los
pensamientos de Dios. Sería interesante examinar nuestros planes pastorales a
la luz de esa página.
En las afirmaciones programáticas de Jesús no hay un
discurso moral. En Jesús, Dios se fija cuatro objetivos, que no le conciernen a
Él, sino al hombre:
- desea un hombre capaz de sentir
alegría (proclamar a los pobres
la buena nueva),
- un hombre capaz de expresarse con
libertad (a los prisioneros, la
liberación),
- un hombre capaz de ver, de escrutar
las profundidades (a los ciegos,
la vista),
- un hombre capaz de ponerse de nuevo en camino (liberar a los oprimidos).
Esto es lo que le importa a Dios. Esto es lo que Dios
desea. Esto es lo que está en lo más alto de los pensamientos de Dios. Esto es
lo que debe importarle a nuestras comunidades cristianas.
Solo Dios sabe cuánto necesitamos volver a esta escena
evangélica para verificar si hemos captado o no la esencia del Evangelio. ¡Es
en este programa en el que debe medirse la fe de la comunidad cristiana, nuestra
vocación misionera claretiana, por lo tanto!
Para todos aquellos hombres y mujeres que ya no
esperan nada, tal vez ni siquiera de Dios, viene el Señor Jesús y los saca de
la desesperación. Para ellos viene Jesús y, sin pedir permiso a nadie, sea
sábado o no, los devuelve al proyecto de Dios, el de los orígenes, cuando todo era
bueno.
Ciertamente, este programa de Jesús tiene un carácter
indudablemente subversivo que escandaliza a los devotos de entonces y de
siempre.
En Jesús, Dios se acercó al hombre con una proximidad
inaudita, radical incluso hacia los samaritanos herejes, las mujeres de dudosa
reputación, las personas marcadas por enfermedades infamantes. La confianza que
Jesús demuestra con estas personas atestigua que Dios es esto y precisamente
esto. Nunca ha sido diferente. Si alguna vez lo ha sido, ha sido para aquellos
que han preferido permanecer fieles a la proyección de su imaginación sobre
Dios y no han querido aceptar la revelación que Jesús ha hecho de él.
Dios quiere la alegría y la felicidad del hombre, y la
quiere para todos. «No hay motivo para
que alguien piense que esta invitación no es para él, porque “nadie está
excluido de la alegría que trae el Señor”» (EG 3).
El Papa Francisco no teme reconocer en voz alta que
precisamente aquellos a quienes Dios ha llamado a ser anunciadores son los
primeros en no vivir la Evangelii
Gaudium. Para un examen de conciencia, se podría proponer releer los
números 76-109, donde el Papa nombra las tentaciones de los agentes pastorales.
Se trata de la acentuación del individualismo, la
crisis de identidad y la disminución del fervor: «tres males que se alimentan
mutuamente» (EG 78). Y luego, de la acedia egoísta (EG 81-83), del pesimismo
estéril (EG 84-86), de la mundanidad espiritual (EG 93-97), del antagonismo
interno (EG 98-101). De ahí la importancia de abrirse a «las nuevas relaciones generadas
por Jesucristo» (EG 87-92).
Hay otro elemento que se convierte en criterio para
verificar si hemos saboreado la alegría del Evangelio, y es la disponibilidad a
entrar en la lógica del don. Para que esto suceda, es necesario un serio camino
de descentralización, llegando a no calcular nunca lo que se da y lo que se
recibe. El don continuo de sí mismo es el papel tornasol de la centralidad de
Jesucristo en el corazón del creyente.
«La vida cristiana es toda una exégesis de la kenosis (abajamiento,
vaciamiento) de Cristo» (Isaac de Siria). La vida cristiana, mi vocación
claretiana, por tanto, es la narración de un Dios que se abaja, se vacía.
Conscientes de que la vida se gana
dándola, se obtiene gastándola, se conquista confiándola.
«De hecho, quienes más aprovechan las
posibilidades de la vida son los que abandonan la orilla segura y se apasionan
por la misión de comunicar la vida a los demás. […] La vida crece y madura en
la medida en que la donamos por la vida de los demás. La misión, al fin y al
cabo, es esto» (EG 10).
En el fondo, es como si tuviéramos miedo de que la
vida donada se pierda: el anuncio del Evangelio querría impregnar todos los
ámbitos de nuestra historia y, sin embargo, encuentra no pocas resistencias
porque resulta un escándalo difícil de aceptar el anuncio de que se puede ser
feliz incluso en la prueba.
«La
tentación se presenta con frecuencia en forma de excusas y recriminaciones,
como si tuvieran que darse innumerables condiciones para que sea posible la
alegría» (EG 7).
«Todos
sabemos por experiencia que a veces una tarea no ofrece las satisfacciones que
habríamos deseado, los frutos son escasos y los cambios son lentos, y uno tiene
la tentación de cansarse. Sin embargo, no es lo mismo cuando uno, por
cansancio, baja momentáneamente los brazos que cuando los baja definitivamente» (EG 277).
Entrar en la alegría del Evangelio es aceptar medirse
con la puerta estrecha, pero no para quedarse atrapado y bloqueado en ella,
sino para salir de ella encontrando nuevas motivaciones.
La Evangelii Gaudium revela así su
profunda naturaleza de invitación, que es al mismo tiempo una indicación de una
tarea dirigida a cada misionero claretiano, a cada comunidad misionera
claretiana y a la Iglesia en su conjunto: salir de la autorreferencialidad y de
las contraposiciones estériles para asumir una espiritualidad del compromiso
arraigada en la alegría del Evangelio y sentirse pueblo.
El Papa Francisco nunca habla de «nueva evangelización». El adjetivo aparece muy poco y se utiliza para indicar «nuevos procesos de evangelización» y «nueva etapa evangelizadora». Al Papa le importa mucho la evangelización con espíritu.
Evangelizadores con espíritu es lo contrario de una
actividad pastoral que parte de motivaciones humanas. ¿Quiénes son los
evangelizadores con espíritu? Son aquellos que rezan y trabajan, acogen y dan.
Solo una vida espiritual seria garantiza un sentido cristiano a la actividad de
anuncio:
«La primera motivación para evangelizar es el
amor de Jesús que hemos recibido, la experiencia de ser salvados por Él, que
nos impulsa a amarlo cada vez más […] La mejor motivación para decidirse a
comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, detenerse en sus páginas y
leerlo con el corazón» (EG 264).
El evangelizador con espíritu es aquel que nunca
pierde la memoria de la mirada del Señor que un día se posó sobre él; por eso
busca todas las formas de no apartar su mirada de la del Señor.
«¡Qué
dulce es estar ante un crucifijo, o de rodillas ante el Santísimo, y
simplemente estar ante sus ojos! ¡Cuánto bien nos hace dejar que Él vuelva a
tocar nuestra existencia y nos impulse a comunicar su vida nueva! Así pues, lo
que ocurre es que, en definitiva, «lo que hemos visto y oído, eso anunciamos»
(1 Jn 1,3).
De este doble movimiento de acogida y donación surge
la deseada conversión pastoral. El papa Francisco habló de ello con motivo de
su viaje a Río para la Jornada Mundial de la Juventud, durante el encuentro con
los obispos del CELAM. Él distinguía entre dimensión paradigmática y dimensión pragmática de la misión.
La dimensión
paradigmática significa poner en clave misionera todas las actividades
de las iglesias particulares. La dimensión pragmática tiene que ver con los
actos de la misión. Si no
se realiza la dimensión paradigmática, según el Papa Francisco, no se produce
la conversión pastoral. Lo que se requiere es ‘generar la conciencia de una
Iglesia que se organiza para servir a todos los bautizados y a los hombres de
buena voluntad’.
«Ahora
no nos sirve una “simple administración”. Constituyámonos en todas las regiones
de la tierra en un “estado permanente de misión”» (EG 25).
Las decisiones pragmáticas deben
inscribirse en este contexto paradigmático más amplio, de modo que
«transforme
todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda
estructura eclesial se conviertan en un canal adecuado para la evangelización
del mundo actual, más que para la autoprotección. La reforma de las
estructuras, que exige la conversión pastoral, solo puede entenderse en este
sentido: hacer que todas ellas se vuelvan más misioneras, que la pastoral
ordinaria en todas sus instancias sea más expansiva y abierta, que coloque a
los agentes pastorales en una actitud constante de «salida» y favorezca así la
respuesta positiva de todos aquellos a quienes Jesús ofrece su amistad (EG 27).
Para una Iglesia que vive una conversión pastoral y
misionera, evangelizar requiere un replanteamiento de todos los aspectos de la
vida de la Iglesia: instituciones, modalidades de anuncio, costumbres.
Siguiendo algunos pasajes de EG, se ejemplificará:
- la
parroquia debe ser más capaz de cercanía, de comunión, de misión (EG 28);
- el
anuncio debe realizarse sin la obsesión de transmitir una multitud de
doctrinas, sino que debe concentrarse en lo esencial, es decir, en el
kerigma (EG 35);
- las costumbres de la vida cristiana que no están directamente relacionadas con el núcleo del Evangelio y que hoy en día ya no prestan el mismo servicio que antes en lo que respecta a la transmisión del Evangelio deben revisarse (EG 43).
¿Por qué esta elección?
En Europa, por poner un ejemplo, hace unos años que ha
terminado lo que se definía como cristianismo sociológico, ese cristianismo en
el que cristiano y ciudadano coincidían y en el que no se podía dejar de ser
cristiano: la fe heredada y, a veces, dada por sentada.
Y avanzamos cada vez más rápidamente hacia una época
en la que las personas, inmersas en un pluralismo cultural y religioso,
elegirán si ser cristianas o no, porque la cultura actual ya no transmite la
fe, sino la libertad religiosa.
La respuesta inadecuada a esta situación es la
nostalgia, que pastoralmente se traduce en multiplicar el compromiso pastoral
para devolver las cosas relacionadas con la fe a como eran antes, cuando todos
y todas se referían a la Iglesia. Se trata de una generosidad pastoral mal
orientada.
Si la Iglesia sigue fijada en lo que ha quedado atrás,
pronto se convertirá en una estatua de sal (Gn 19,26). La dirección correcta es, en
cambio, la de una pastoral de la propuesta, de una comunidad que en su
conjunto, en todas sus expresiones y dimensiones, se convierte en testigo del
Evangelio dentro y no contra su propio contexto cultural.
La nueva situación sociocultural exige, al menos en
Europa, que volvamos a ser levadura: estamos llamados a ser minoría. El riesgo
puede ser constituirnos en minoría sectaria o en minoría contraria. El futuro
de la fe cristiana se juega precisamente aquí: en aceptar volver a ser simplemente
levadura. Francisco pide ser una minoría para, a favor de la masa. Debemos
reapropiarnos de lo que afirma la Carta a Diogneto: «Los cristianos son, en el
mundo, lo que el alma es en el cuerpo» (Carta a Diogneto, 6).
Sin embargo, persiste una especie de ambivalencia:
continúan algunas costumbres religiosas y, al mismo tiempo, la mentalidad se
seculariza. Precisamente esto se convierte para nosotros en un esfuerzo y un
recurso pastoral: valorar lo que permanece de la tradición para pasar de una fe
fruto de convenciones a una fe expresión de convicciones.
Ninguno de nosotros puede programar el momento oportuno para el anuncio. No es casualidad que el sembrador del Evangelio adopte la lógica del desperdicio: siembra por todas partes en abundancia. Sin embargo, también por nuestra experiencia, quizás, sabemos que el momento oportuno es aquel en el que se abren grietas en nuestra experiencia de vida.
El anuncio cristiano se expresa en todo su potencial
no en tiempos de estabilidad afectiva, física y económica, sino cuando los
equilibrios se desestabilizan. Solemos llamar a estos momentos «crisis», ya que
percibimos una discontinuidad en el curso ordinario de las cosas.
La crisis puede producirse por algo positivo, un amor,
un nacimiento, algo que nos sorprende, o por algo negativo, una prueba, una
enfermedad, un colapso…. La crisis es siempre una posible puerta de acceso a la
fe. La vida y la muerte se interpelan mutuamente: el misterio pascual nos visita
mucho más a menudo de lo que imaginamos. Los pasajes son el momento propicio
para el anuncio. Para que esto suceda, se necesitan misioneros claretianos que, en
las Pascuas humanas, sean capaces de anunciar la Pascua del Señor.
San Pablo nos lo recuerda: «Todo aquel que invoque
el nombre del Señor será salvo. Ahora bien, ¿cómo podrán invocarlo sin haber
creído primero en él? ¿Y cómo podrán creer sin haber oído hablar de él? ¿Y cómo
podrán oír hablar de él sin alguien que lo anuncie?» (Rm 10,13-14).
En consecuencia, hemos de revisar todas las
prioridades de la evangelización:
- el anuncio del amor de Dios precede
a la exigencia moral;
- la alegría del don precede al
compromiso de la respuesta;
- la escucha y la cercanía preceden a la palabra y a la propuesta.
A la luz de las Escrituras, podemos decir que el
primer anuncio es sin duda una ayuda
interpretativa. Los relatos postpascuales lo atestiguan. Basta pensar en
la «ayuda simbólica» del
resucitado a los dos de Emaús, ayuda que se produce al ayudarles a interpretar
los recientes acontecimientos de Jerusalén, abriéndoles las Escrituras.
Luego se va más allá: es el anuncio de que, en medio
de las muertes humanas, el Señor muerto y resucitado se presenta como el
Salvador, el que libera de la muerte. El kerigma no solo ayuda a encontrar un
sentido a los pasajes de la vida, sino que anuncia una Presencia que saca y salva.
Afirma que, en el Crucificado Resucitado, la muerte ya
no tiene la última palabra. Esto es lo que añade el kerigma de la fe a la
perspectiva del acompañamiento pedagógico de las personas, un añadido que no
contrasta con dicho acompañamiento humano, sino que se encuentra en una
relación de continuidad y excedencia con él.
Jesucristo no es solo el compañero de viaje del hombre
(el que se acerca y explica), es sobre todo su Salvador (el que asume y salva).
Está claro que este es también el salto de la fe: confiar o no en uno mismo a
este anuncio.
Para un misionero claretiano se trata de evangelizar de manera evangélica. Este estilo puede indicarse con muchas facetas. Podemos
destacar por ejemplo:
– La
suspensión del juicio: esperanza
La
primera característica del estilo de evangelización es la suspensión del
juicio. Cada persona es apta para el Evangelio a partir de la situación en la
que se encuentra. Es amada por Dios independientemente de ello. El anuncio
parte de la salida y no de la meta. Y apuesta por la esperanza entendida como
una apuesta fiable.
– Fuera
de todo contrato: gratuidad
El
anuncio no exige condiciones previas. Es unilateral. Se da con una actitud de
absoluta gratuidad. En primer lugar, el anuncio pide salir de toda perspectiva
de cristiandad en la que se exigían ciertas condiciones morales para ser
cristianos. En segundo lugar, no calcula resultados, no hace censos. Deja que
la palabra donada dé su fruto en la medida de lo posible de la libertad humana
y de la acción del Espíritu Santo. Por estas razones, el Evangelio hace al
evangelizador totalmente libre.
–
El testimonio: santidad
La tercera característica del estilo de evangelización es sin duda la santidad (personal, comunitaria, eclesial) entendida como correspondencia entre forma y contenido. La Iglesia y cada testigo individual son en su vida la visibilidad (y, por tanto, la prueba de la verdad) del contenido que anuncian. Esta exigencia es inherente a la fe, porque el Jesucristo anunciado es el icono mismo de la santidad de Dios, ya que en su vida hubo una autenticidad perfecta, una correspondencia perfecta entre el contenido y la forma de su anuncio. Referida a la Iglesia (y a cada misionero claretiano), esta santidad sigue siendo una correspondencia salvada, por lo tanto, nunca consumada. En este sentido, podemos decir que la debilidad de quien anuncia es, a su vez, testimonio de la gratuidad del anuncio.
Finalizo ya. En Evangelii
Gaudium 266, el Papa Francisco recuerda que solo quien ha experimentado a
Jesús es capaz de anunciar a Cristo y sostener la fe de los hermanos:
«No
se puede perseverar en una evangelización llena de fervor si no se está
convencido, en virtud de la propia experiencia, de que no es lo mismo haber
conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con Él que caminar a
tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo
poder contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo. No es lo
mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo únicamente con
la propia razón […] una persona que no está convencida, entusiasmada, segura,
enamorada, no convence a nadie».
«Anunciad
siempre el Evangelio, si es necesario también con palabras» (Papa Francisco a los catequistas, septiembre de 2013,
retomando una expresión de San Francisco de Asís). Las palabras son importantes, lo
sabemos por experiencia. Cuando llega el momento, no deben faltar, porque
tienen una fuerza sacramental.
Pero a menudo la palabra más profunda y la única
posible es la de una presencia que custodia la esperanza para el otro. El
anuncio implícito que se expresa en la proximidad nos convierte en custodios de
la esperanza para aquellos que en ese momento, en ese paso de la vida, no son capaces
de esperar. Esta custodia es el kerigma.
Por eso la caridad es la última palabra de la
evangelización, no un paso para llegar a ella. La caridad es la forma que toma
la evangelización cuando parte de las periferias y no del centro.
Evangelii Gaudium tuvo también el mérito de mirar con esperanza el
contexto cultural actual, por lo que marca una especie de discontinuidad en el
tema de la evangelización. El Papa Francisco no era ingenuo, como algunos
podrían pensar. Apostaba por lo que el Espíritu ya está haciendo y por lo que
le dejamos hacer en nuestros corazones.
Ante una situación eclesial, tantas veces y en tantos
lugares, deprimida, recupera el sentido que tiene para cada discípulo, y para
un misionero claretiano, haber encontrado al Señor: si Él es tu tesoro y tu perla
preciosa, es algo que no puedes guardar para ti.
Esta es la «misión» en la mente del Papa Francisco y
por eso pide que todo en nosotros misioneros claretianos (comunidades e
individuos, obras y palabras, estructuras e instituciones) manifieste que todos
pueden ser alcanzados por el amor de Dios. Si este es el objetivo, todo necesita
ser colocado en el lugar adecuado, sin absolutizar lo accesorio, sino
privilegiando lo esencial.
Y, por
eso precisamente, ¿por qué no volvemos a leer y estudiar ‘Evangelii Gaudium’ para celebrar al Padre Claret?
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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