Abrazar la cruz
La celebración de la Exaltación de la Santa Cruz también es una ocasión para meditar sobre la paradoja de la salvación cristiana: un instrumento de muerte se convierte en instrumento de vida, un objeto signo de la violencia y del pecado del hombre se convierte en «símbolo de salvación» (Sab 16,6); la muerte ignominiosa de uno solo se convierte en causa de salvación para todos (Mc 10,45; el acontecimiento histórico preciso y fechado de la crucifixión de Jesús se convierte en portador de una salvación que se extiende a todo el tiempo pasado y futuro.
Esta celebración no pide adorar un instrumento de
muerte como es la cruz, sino ponerse ante el misterio de amor que se manifestó en la cruz y reconocer que el
amor del Padre, que entregó a su
Hijo por la vida del mundo (cf. Jn 3,16), y el amor del Hijo, que se entregó a
sí mismo por los hombres, es lo que obra la salvación. El amor divino y
trinitario, transmitido a los creyentes mediante el don del Espíritu (cf. Rom
5,5), está en el centro de esta celebración.
Una vez que queda claro que no es la cruz la que
salva, sino la vida de aquel que yace sobre ella, la vida que precedió a esa
muerte, es decir, la práctica de humanidad de Jesús de Nazaret dominada por el
amor, y la vida que siguió a esa muerte, es decir, la resurrección, la victoria
del amor sobre la muerte, entonces también puede abrirse el espacio para una
meditación sobre el símbolo de la cruz.
La primera lectura (Nm 21,4-9) muestra que la imagen
de bronce de la serpiente, es decir, de lo que muerde y da la muerte, levantada
por Moisés y contemplada por los hijos de Israel, da vida y curación (cf. Nm
21,8-9). Mirar de frente nuestro mal,
lo que nos envenena, el monstruo interior que nos habita (las serpientes de Nm
21,6 y 8 se llaman «serpientes ardientes» y en Is 30,6 aparecen como «dragones
voladores»), es una operación dolorosa, pero que forma parte del camino espiritual
de transformación del sufrimiento mortal en sufrimiento vital.
En la página evangélica (Jn 3,13-17), Juan establece
una relación de continuidad entre la elevación de la serpiente en el desierto
por obra de Moisés y la elevación de Jesús en la cruz.
En el pasaje de Números llama la atención la similitud entre lo que perece y lo que salva.
Pero también el crucificado se parece en todo a un
pecador, es el pecado personificado (cf. 2 Cor 5,21): ver al crucificado
elevado y creer en él significa ver a alguien parecido a los pecadores, pero
también al Dios que asume y lleva el pecado del mundo; significa despertar a la
conciencia de ser pecadores y a la confesión de fe en Aquel que vino no para
condenar, sino para salvar (cf. Jn 3,17).
En realidad, lo que es verdaderamente común a los dos
episodios es su valor salvífico en la voluntad de Dios, que se expresa en el
primer texto con la elevación de la serpiente de bronce, y en el segundo, con
la elevación de Cristo en la cruz y en la gloria.
El «hay que» de la elevación del Hijo del hombre (Jn
3,14), expresa la necesidad divina de este acto salvífico.
Pero si en Números se trataba de levantar la vista
para ver el mal que uno había cometido y que se había vuelto contra él, para
hacer la verdad y recuperar la vida, ahora se trata de creer y adherirse a aquel que es
levantado y que sitúa al hombre en la postura correcta en el mundo y ante Dios:
la postura del arrepentimiento.
Zacarías había predicho el lamento, el llanto y el
arrepentimiento ante la muerte del justo: «Mirarán hacia mí, a quien traspasaron, y
llorarán por él, se golpearán el pecho» (Zc 12,10). Arrepentimiento
suscitado por la visión del don de amor de Dios, por la visión de la gratuidad
de Dios, de su don y de su amor. No principalmente por la visión del
propio pecado. Ahora, ante el Señor, nuestros pecados pesan como cenizas.
La especificación paulina contenida en la segunda
lectura (Fil 2,6-11), según la cual la muerte de Jesús fue una «muerte en la
cruz» (Fil 2,8), subraya su aspecto de escándalo.
Este es «el escándalo de la cruz» (Gál 5,11).
La muerte en la cruz del Mesías lo proclama maldito por Dios (cf. Gál 3,13; Dt
21,23), excomulgado de su grupo religioso, expulsado de la sociedad civil. Cruz significa infamia, deshonra,
ignominia.
Decir muerte en la cruz significa, por tanto, también
decir travesía de los infiernos, alcanzar el punto más bajo en la escala de
valores humanos y religiosos. Es precisamente este descenso a los abismos de lo
inhumano y de la perdición, simbolizado por la cruz, lo que evoca mejor el
carácter universal de la salvación de Dios.
La cruz, de símbolo desafortunado y trágico, se
convierte en apertura a la esperanza más ilimitada: el cielo no habita solo en
la tierra, sino también en los infiernos.
Esta es la cruz a la que el cristiano puede dirigirse
cantando: Ave crux, spes unica!
Pero, concretamente, ¿cómo puede ser saludada como spes unica la cruz que es lugar de abandono, de renuncia a toda
esperanza humana? ¿Cómo puede ser proclamada bienaventurada la cruz que es
instrumento de muerte que el hombre da al hombre y signo de vergüenza e
infamia?
Es posible para el «hombre de corazón profundo», como
dice el Salmo («vendrá un hombre de corazón profundo y Dios será exaltado»: Sal
64[63],7-8LXX ); es posible para aquel que, al escuchar las Escrituras, llega a
saber que el Evangelio es «palabra de la cruz» (1 Cor 1,18) y entonces sabe
discernir la verdadera sabiduría en la locura de la cruz, sabe reconocer la
alegría más íntima y duradera en la paradoja de las bienaventuranzas.
La cruz es bienaventuranza cuando se ve, con los ojos
del corazón, como misterio de la infinita compasión de Dios; la cruz es
bienaventuranza para el hombre interior, para nuestra «vida escondida con
Cristo en Dios» (Col 3,3).
Es una bienaventuranza secreta, una alegría que el
hombre guarda envolviéndola en silencio, es una plenitud protegida por el
silencio interior: es la alegría de renunciar a imponer la propia voluntad,
conociendo así el paso de la esclavitud a los ídolos a la libertad.
Es la bienaventuranza de renunciar a querer
siempre y a toda costa sobresalir sobre los demás, y ganar, y ser admirado y
apreciado, conociendo así el paso, siempre pascual, de la angustia de la superficialidad
y la exterioridad a la serenidad de la profundidad.
Es la bienaventuranza de hacer de la propia vida un
dar vida a los demás, un hacer crecer a los demás, conociendo así el paso del
egocentrismo infantil a la madurez de la caridad.
Es la bienaventuranza de quien renuncia a devolver mal
por mal, de quien acoge la ofensa con amor por el ofensor y en el amor de
Cristo, es la bienaventuranza de quien «no tiene en cuenta el mal recibido» (1
Cor 13,5) y conoce así una cierta similitud con el crucificado que perdona a
sus verdugos y ama a sus enemigos.
Es la bienaventuranza que toma el nombre de
integridad: una «integridad cruciforme», horizontal-vertical, que gracias a la
mirada interior dirigida hacia el «levantado de la tierra» (Jn 12,32), abraza
también a quienes le hieren.
Al levantar la mirada hacia la cruz de Cristo, podemos
encontrar el sentido de la vida, de la vida de Dios y del hombre, de la vida de
Cristo y de la vida en Cristo; podemos encontrar el sentido profundo y la
configuración necesaria que asume el camino detrás de Cristo.
Seguir a Cristo significa, tarde o temprano, subir a
la cruz. No tanto sufrir la cruz, sino abrazarla, abrazarla casi con anhelo, subir a ella casi con deseo.
Sí, subir a nuestra cruz. La cruz que la vida talla y
esculpe para cada uno de nosotros día tras día, esperando que nos dejemos
moldear para ser crucificados con Cristo.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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