No me satisface esa lógica binaria
El lenguaje digital lo traduce todo a la lógica binaria del 0/1. Esta simplificación está contagiando cada vez más nuestro pensamiento y nuestras relaciones humanas: encendido/apagado, dentro/fuera, blanco/negro, a favor/en contra, lejano/cercano, acertado/equivocado, amigo/enemigo.
Estamos perdiendo la capacidad de habitar los matices, de tolerar la ambigüedad, de convivir con la complejidad.
Lo digital favorece la polarización también porque los algoritmos amplifican los contenidos que generan compromiso, y pocas cosas generan más compromiso que el odio. Se crea así un círculo vicioso en el que se castiga la moderación y se premia el extremismo.
Este mecanismo puede conducir a formas de identidad y política basadas en la identificación del enemigo a combatir hasta aniquilar: una verdadera «odiocracia».
¿Cómo
protegerse de todo esto?
En primer lugar, renunciando a la comodidad de delegar el pensamiento a la máquina: al igual que la industrialización privó a las personas de su «saber hacer», hoy en día lo digital corre el riesgo de comprometer nuestro «saber pensar».
George Bernanos ya lo escribía a mediados del siglo pasado:
«El peligro no reside en la multiplicación de las máquinas, sino en el número cada vez mayor de hombres acostumbrados, desde la infancia, a no desear otra cosa que lo que las máquinas pueden dar».
Es verdad, ya no podemos salir de lo digital: se ha convertido en el aire que respiramos, el ecosistema en el que vivimos. No podemos volver a una era predigital, ni sería deseable hacerlo.
La cuestión es: ¿En qué fundamentamos nuestra resistencia a la colonización total de lo digital? ¿No habrá que mantener la humanidad como agente rector?
Lo digital no puede capturar aquello que no es «datificable» ni automatizable: la experiencia vivida, la interioridad, la capacidad de contemplación, el silencio fecundo, la intuición que precede a la racionalización.
No todo puede traducirse en algoritmos. El amor, el sufrimiento auténtico, la creatividad genuina, la experiencia de lo sagrado, la belleza que conmueve, la justicia que indigna mantienen una dimensión de misterio e imprevisibilidad que escapa al código binario y a la manipulación algorítmica.
El ser humano lleva en sí mismo una dimensión de infinito que ningún sistema finito puede contener por completo. Y la brújula para no perder el camino no son principios abstractos, sino el rostro concreto del otro.
Podríamos releer la famosa formulación kantiana «el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí» como «el cielo estrellado sobre mí y el rostro del otro frente a mí». Ambos representan la singularidad irreductible: cada estrella única en el firmamento, cada rostro único en la humanidad.
Lo infinito y lo finito que se abrazan y forman una unidad indisoluble e irreductible. El rostro del otro, como enseñaba Emmanuel Lévinas, es la epifanía de lo infinito en lo finito, un llamamiento ético que precede a cualquier cálculo.
Es en el reconocimiento de esta singularidad donde podemos fundar la resistencia a la reducción de lo humano a un perfil digital.
Pero la cultura individualista que nos impregna nos lleva a ver en el otro una amenaza o, como mucho, un instrumento para nuestra propia realización. Y lo digital, al conjugarse con el individualismo contemporáneo, nos transforma en perfiles aislados, engranajes de una megamáquina que nos conecta técnicamente pero nos separa humanamente. Perfiles estadísticos en lugar de personas con un nombre y una historia.
Necesitamos un nuevo alfabeto para una nueva inteligencia: que nos haga reconocer que «todo está conectado». Y que, por lo tanto, el individualismo radical es una abstracción, una ideología que nos deshumaniza y, además, nos hace más vulnerables al poder de lo digital.
Se necesita una educación para la contemplación, el silencio, la lentitud, la capacidad de detenerse en las preguntas sin precipitarse hacia respuestas algorítmicas inmediatas y reduccionistas.
Se necesita un espíritu «poético», ya que la poesía es el lenguaje de las conexiones entre lo uno y lo múltiple, que nos hace ver «el mundo en un grano de arena y la eternidad en una hora».
El espíritu no es algo abstracto, sino una fuerza de transformación que impregna todas las dimensiones no cuantificables, como el arte. Y como escribió Rainer Maria Rilke: «Ser artista significa no calcular ni contar».
El reto es mantener viva esta dimensión humana en el ecosistema digital, no como nostalgia del pasado, sino como profecía del futuro.
Un futuro en el que las máquinas sean realmente «instrumentos al servicio y en conexión con la vida humana», y no amos que deciden por nosotros qué pensar, desear, temer o amar.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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