Encarnar la esperanza
Hoy en día, la palabra «esperanza» corre el riesgo de quedarse vacía de significado.
La encontramos en los discursos políticos, en los eslóganes publicitarios, incluso en las promesas de progreso que acompañan a la innovación tecnológica y a los modelos económicos dominantes.
Y, sin embargo, si miramos en profundidad, lo que se llama esperanza no es más que una ilusión: una referencia continua a un futuro que nunca llega, un mañana mejor que justifica los sacrificios y las renuncias del presente.
Los jóvenes conocen bien esta dinámica: se esfuerzan en los estudios con la promesa de un trabajo estable que casi nunca se materializa; cuando encuentran un empleo, deben aceptar condiciones precarias o mal remuneradas, con la perspectiva de una jubilación lejana e incierta.
Los trabajadores maduros, tras años de esfuerzo, ven cuestionado lo que creían adquirido: salario, seguridad, dignidad.
Por último, a los enfermos se les tranquiliza con la idea de que «quizás mañana» llegará una cura, pero mientras tanto se les deja solos para afrontar el dolor y la soledad.
Todo ello convierte el presente en un valle de lágrimas,
un tiempo que hay que soportar a la espera de un futuro que nunca llega.
Pero precisamente desde el corazón de la fragilidad puede nacer una esperanza diferente. No la que nos distrae o nos adormece, sino la que nace de reconocer la realidad tal como es, incluso cuando parece desesperada.
La esperanza auténtica no borra el dolor, lo asume. No
elimina la desesperación, sino que la transforma.
Hay un mal peor que el sufrimiento: la indiferencia.
Es la indiferencia la que hace invisible el dolor de los pobres, de los explotados, de los jóvenes sin futuro, la que es incapaz de comprender que la flotilla hacia Gaza no era una provocación, sino una apertura que, a través de gestos e iniciativas no violentas que rompen con nuestra hipocresía burguesa, quería abrir un camino en el que insertar nuestras esperanzas.
Es la indiferencia de nuestras instituciones, de nuestro Gobierno, que no da en el blanco en el servicio sanitario, que humilla a los enfermos y niega su dolor, rebajándolo a una molestia o a una culpa personal.
Es la indiferencia que, en el mundo del trabajo, transforma los accidentes y las muertes blancas en números, la precariedad en estadísticas, la humillación cotidiana en normalidad. La indiferencia es la raíz que transforma el sufrimiento en violencia social.
Una nueva forma de esperar solo nace cuando rechazamos esta indiferencia y elegimos acercarnos a los demás.
No se trata de una esperanza que remite la vida a un futuro mejor, sino de una esperanza que se convierte en responsabilidad en el presente.
No es una huida, sino la capacidad de asumir la realidad tal como es y transformarla en terreno de justicia. La esperanza se convierte entonces en un acto político y espiritual: la elección de seguir siendo humanos.
Esperar no significa censurar las lágrimas, sino reconocerlas y transformarlas en grito. No significa huir del sufrimiento, sino convertirlo en energía de cambio.
También la tradición cristiana nos habla de una esperanza que nace en la noche y en la desesperación: la cruz no es un signo de huida del dolor, sino de asunción radical del dolor humano, hasta transformarlo en vida nueva.
Por eso, la esperanza no es un engaño, sino una fuerza
que transfigura el presente, incluso cuando parece marcado por el fracaso.
Trasladado al plano social, esta actitud significa no resignarse ante las guerras, la devastación medioambiental, el trabajo que pierde dignidad.
Significa construir comunidades que no abandonan a los frágiles, que no apartan la mirada ante la pobreza o la injusticia. Significa no aceptar la lógica de que todo es destino o que «así es el mundo».
Cada vez que nos detenemos junto a quienes sufren, cada
vez que transformamos la ira en una demanda de justicia, cada vez que elegimos
el cuidado en lugar de la distracción, la esperanza se hace carne.
La esperanza no es la certeza de que todo irá bien, sino la convicción de que lo que vivimos puede tener sentido si lo afrontamos juntos y con dignidad.
Y este debería ser el reto del sindicato, de la política, de la comunidad cristiana: hacer que la esperanza sea concreta, arraigada en la historia, capaz de transformar la desesperación en solidaridad, la indiferencia en cercanía, el dolor en grito de justicia.
Necesitamos urgentemente esta nueva forma de esperar. No una esperanza que consuele a bajo precio, sino una esperanza que sacuda, que movilice, que haga responsables.
Una esperanza que no tema atravesar los valles oscuros de la historia, pero que siga creyendo que, juntos, siempre es posible abrir un camino.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF



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