Feminicidio: una reflexión tan incómoda como necesaria
Hay cosas sobre las que no me gustaría escribir, porque desearía que no existieran. Que no fueran un tema de debate. Una de ellas es el feminicidio.
Y uno desearía no tener que seguir escuchando, leyendo, pensando con otros para revisar culturalmente nuestra sensibilidad colectiva en materia de violencia de género.
Y uno desearía que se pudiera considerar un patrimonio compartido que la violencia es un concepto cualitativo, no cuantitativo: un poco de violencia no es menos grave que mucha violencia. No es como saltarse la dieta, que se puede hacer una vez y no es grave. Hay cosas que son graves y punto, y el mero hecho de ponerlo en duda las hace aún más peligrosas.
El 25 de noviembre no es una fecha diferente a las demás. No se trata de un día en el que hay que estar más atentos, ser más respetuosos o estar más sensibilizados.
Es solo una ocasión para decir una vez más que la violencia contra las mujeres en nuestro país tiene ya los contornos estructurados del fenómeno, con el que llevamos años lidiando, con escasos… resultados.
Pero ¿por qué se utiliza el término feminicidio?
A menudo, cuando se habla de feminicidio, no pocas personas desaprueban el término porque seguramente hasta desconocen la especificidad del fenómeno. Es una forma de violencia, es una forma de homicidio —se oye decir—, ¿por qué darle un estatus aparte? Es un tipo de objeción que proviene de personas, probablemente incluso de buena fe, pero sobre la que conviene aclarar algunas cosas.
En realidad, cuando hablamos de feminicidio, no estamos diciendo simplemente que se ha asesinado a una mujer. El feminicidio no indica el género de la víctima, sino que una mujer ha muerto a manos de un hombre en un contexto social que permite esa violencia.
En una sociedad como la nuestra, quien mata a su pareja o ex pareja porque es incapaz de aceptar su voluntad de dejarlo o de autodeterminarse comete un feminicidio.
Quien agrede y causa la muerte de una chica desconocida en la calle porque está íntimamente convencido de que puede disponer del cuerpo de las mujeres a su antojo comete un feminicidio.
El feminicidio indica, por lo tanto, el móvil de un asesinato: las mujeres son asesinadas por ser mujeres y, concretamente, por ser mujeres libres.
Libres de amar a quien quieran, libres de salir con quien quieran, libres de vestirse como quieran. Libres.
Una objeción más frecuente cada vez que se habla de estos temas es «not all men», no todos los hombres.
Replicar diciendo que no todos los hombres son culpables y no hacerlo, por ejemplo, cuando se trata de otros tipos de delitos, es profundamente significativo.
De hecho, la misma refutación no se esgrime como defensa de toda la categoría masculina cuando el caso del día no afecta a las mujeres, como si lo importante fuera desmarcarse de esa comparación específica para no tener que reconocer a las mujeres como víctimas de un sistema sociocultural que las perjudica desde tiempos inmemoriales.
Asimismo, decir que no todos los hombres matan/violan/son violentos es una banalidad colosal, además de ser lo mínimo que se puede decir.
Es evidente que no todos los hombres matan, violan,
acosan, agreden, abusan física o psicológicamente de las mujeres, ni todos los
hombres intercambian fotos íntimas de sus exnovias en los chats con sus amigos.
Nadie piensa eso.
Y es igualmente evidente que hay muchos hombres que nunca se atreverían a hacer cosas así.
De hecho, el argumento no es que todos los hombres sean violentos, sino que la violencia de género es un problema que nos concierne a todos.
Dicho esto, la cuestión es que la precisión «not all men» corre el riesgo de hacer pasar los episodios de violencia como casos aislados perpetrados por «monstruos» ajenos a la sociedad en la que vivimos. Como si la violencia fuera una cuestión individual, no sistémica.
Cuando nos apresuramos a decir que «no todos los hombres» son así, en realidad estamos diciendo «yo no soy así, mi compañero, mi marido, mi… no es así», quedándonos al margen del debate. Nos estamos defendiendo de una representación de nosotros mismos o de los hombres que conocemos que no nos gusta.
Y esta es la segunda razón por la que decir «not all men» es problemático: porque el centro ya no está la cuestión de la violencia contra las mujeres, sino una defensa de género basada en la experiencia personal. Por lo tanto, sí, es cierto, no todos los hombres acosan, agreden, etc.
Pero todas las mujeres están expuestas porque este tipo de cultura existe y está arraigada en todos nosotros, hombres y mujeres.
Por eso la violencia de género es tristemente ‘democrática’. Afecta a todas las mujeres, en cualquier contexto y sin tener en cuenta su origen, clase social y contexto cultural. Lo más difícil de entender es precisamente esto: todas están constantemente expuestas.
Y también los hombres están constantemente expuestos a una cultura que sigue considerando la desigualdad de género como el principal indicador de poder.
Uno tiene la sensación de que los hombres, los padres, los maridos, los compañeros, los… que no son violentos merecerían una medalla al valor, serían una excepción a una regla implícita…
Imagino que aún estamos muy lejos de erradicar definitivamente ciertas reglas implícitas, pero hablar de ello, seguir hablando de ello, llamar a las cosas por su nombre es una de las cosas que hay que hacer para conseguirlo.
A veces pienso que ante las víctimas de los feminicidios
no debiéramos hacer un tiempo de silencio sino un tiempo de ruido...
Me refiero a un ruido que inquiete porque manifieste una verdad incómoda…
Un ruido que sea una señal de que nos hemos dado cuenta de que la medida de la violencia está llena, de que un vaso de lágrimas y dolor se ha desbordado.
No hay mejor ruido que el que sirve para poner al descubierto una verdad incómoda. Y los feminicidios requieren quizás no el ejercicio de una verdad unánime, sino el de una verdad incómoda. Quizás solo eso les debemos a las víctimas.
Y digo que es una verdad incómoda porque hay algo sospechoso en el hecho de que todos, prácticamente todos, reconozcan la violencia de ciertos comportamientos. Porque si todos estamos de acuerdo, nadie es realmente culpable y esa violencia será prerrogativa de los monstruos, de los bestias, de los anormales.
Si todos, absolutamente todos, reconocemos la violencia, entonces nadie reconocerá que el origen de esa violencia es un conflicto. Cultural, material, estructural, social, cultural, simbólico, económico…
La violencia de género es el efecto de un conflicto
generado por una determinada comprensión de la masculinidad que acaba de-generando
en dominación masculina.
He aquí una verdad incómoda: no hay mayor falsedad que ser todos solidarios contra la violencia, pero ocultando el conflicto que la ha generado y la alimenta, la justifica, la sostiene.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF




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