Educar la inteligencia del corazón
La grande fascinación que la inteligencia artificial ejerce sobre la opinión pública suscita, como siempre ocurre con las grandes innovaciones, emociones contradictorias.
Por un lado, están los entusiastas de la tecnología, que ven en la nueva frontera digital la promesa de una humanidad potenciada, más eficiente, más inteligente, más libre de los errores y las limitaciones de la mente humana.
Por otro lado, están los tecnófobos que enfatizan los riesgos y alimentan los miedos: la pérdida del trabajo, la manipulación de las mentes, la vigilancia total, la reducción del ser humano a una función biológica y algorítmica.
Ambos bandos tienen en parte razón.
El reto es que, como cualquier salto tecnológico, el digital no solo cambia la forma de hacer las cosas: cambia la forma de pensar, de sentir, de relacionarnos. La inteligencia artificial no es una simple herramienta, sino un nuevo entorno cognitivo que reorganiza las condiciones mismas de la experiencia humana.
En lugar de posicionarse a favor o en contra, lo que hay que hacer es tratar de comprender lo que está sucediendo, sin ceder ni a la euforia ni al miedo, para poder limitar los aspectos negativos y valorar los positivos.
Para ello, es necesario adoptar una mirada crítica, pero no destructiva, capaz de inscribir la innovación en una visión más amplia de lo humano. La dirección que tomará nuestra civilización depende de cómo pensemos la técnica y de cómo la orientemos hacia fines humanos.
Tal y como se ha desarrollado, la inteligencia artificial representa la encarnación del reduccionismo moderno. Que, en su estructura más profunda, lleva a cabo esa separación entre fe y razón, entre significado y cálculo, que ya se ha identificado como una de las grandes cuestiones de las sociedades avanzadas.
La inteligencia artificial, y siempre desde la perspectiva de tal y como se está desarrollando, es el triunfo de la razón que sabe calcular pero no sabe cuestionar los fines; que optimiza los medios pero no sabe decidir qué es bueno o justo.
Las máquinas que hoy nos fascinan tanto no son «malas» —como a veces se tiende a decir—, pero tienen el problema de estar construidas exactamente según un paradigma muy preciso: procesar la información, maximizar la eficiencia, reducir la complejidad a datos manipulables.
De ahí la gran responsabilidad que tenemos, como comunidad de seres vivos, ante este cambio: si la inteligencia artificial representa la máxima expresión de la razón instrumental, nuestra tarea no es competir con ella, sino custodiar y desarrollar todo lo que no se puede reducir a esta lógica.
Hay una parte del pensamiento humano que ninguna máquina podrá sustituir jamás: la que nace de la experiencia vivida, de la relación, del dolor, del deseo, de la búsqueda de sentido.
Me refiero a ese pensamiento que se arraiga en el cuerpo, que se abre al otro, que se pregunta por el por qué y no solo por el cómo. Custodiar estos aspectos significa reconocer y cultivar la dimensión espiritual. Como capacidad de abrirse a lo que excede el cálculo y la representación.
De hecho, es el espíritu —componente esencial del pensamiento humano— lo que nos pone en relación con la alteridad, tanto en la verticalidad de la relación con lo que trasciende —Dios, el misterio, lo absoluto, la verdad— como en la horizontalidad de la relación con los demás seres humanos. Lo que luego se expresa en la capacidad de afecto y compasión.
Es en la experiencia espiritual donde nace la posibilidad de un pensamiento generativo, de una ética que no se limita a reaccionar, sino que es capaz de crear, que no se reduce al código, sino que abre espacio a la libertad.
Al empujarnos a preguntarnos qué significa ser humanos, la inteligencia artificial puede convertirse en una oportunidad para dar un giro inesperado a la historia moderna. De hecho, nos obliga a replantearnos la relación entre la mente y el espíritu, entre el saber y la sabiduría, entre la eficiencia y el sentido.
En una época dominada por algoritmos que aprenden sin comprender, sentimos la necesidad de una inteligencia del corazón, capaz de reconocer que la vida es más grande que cualquier sistema lógico. Custodiar el pensamiento que no se reduce al cálculo significa custodiar la libertad, la poesía, la esperanza, la palabra que abre mundos.
Una tarea que debe cultivarse a nivel personal y desarrollarse a nivel social: juntos debemos comprender los lugares, las formas y las condiciones para cuidar la atención, la imaginación, el deseo.
La inteligencia artificial, por lo tanto, no es un destino que hay que sufrir, sino un espejo que puede ayudarnos a comprender mejor quiénes somos. Y en qué podemos convertirnos.
Si la utilizamos como aliada para ampliar nuestra humanidad, nos ayudará a construir una civilización más consciente, más solidaria, más justa.
Pero si nos dejamos seducir por la ilusión de poder delegar todo en la máquina, corremos el riesgo de perder el sentido mismo de la convivencia.
Al fin y al cabo, la verdadera inteligencia, la humana, no es la que sabe calcular más, sino la que sabe amar mejor. Algo que ninguna máquina será capaz de hacer jamás.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF




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